Jaqueado, el
Presidente está menos zen y más sanguíneo.
Retos e instrucciones a la tropa.
Por Roberto García |
Otro Macri. Apasionado, con determinación deliberada, lanzó
cuatro arengas en diez días. Casi inédito en sus seis décadas de vida. Exigente,
también les demandó a sus ministros mayor compromiso y convicción, promete
autoridad y una firmeza infrecuente en aquel hombre meditabundo y ecualizado
que aterrizó en la Casa Rosada con la onda del budismo zen hace un año y medio.
El cambio de estrategia personal comenzó con su discurso en el Congreso. Dicen que el gallego Mariano Rajoy lo convenció,
además, de que no debe ceder si está convencido de sus actos, que siga su
ejemplo (pasó más de un año sin formar gobierno y después acostó a toda la
oposición). No es lo que ha hecho Macri en su primer año de mandato,
acostumbrado a retroceder o corregirse, a pregonar las ventajas de la prueba y
el error, tarea en la que ni pudo imponer un cambio de feriado y
hasta se obligó a mudarse de avión apenas escuchó una queja porque había
viajado en una compañía que no era Aerolíneas.
No ha sido particularmente tozudo, como reclama su colega español. Pero ahora,
con el agua al cuello, descubre que en posición de yoga no puede enfrentar
piquetes, huelgas, desórdenes callejeros, y menos los índices poco alentadores
que recoge el Gobierno. De ahí que ya no regala el libro de Mandela y menos se
le ocurre recomendar el documental sobre la felicidad que hicieron científicos
de Harvard afirmando que la gente más dichosa vive en Bután. Tampoco le alcanza
la corte optimista de los millennials con la que se rodeó, esa generación
salvadora destetada fuera de tiempo. Al menos en lo político. Otro Macri,
entonces, aparece: exhibe intensidad, ira, distante de aquel original
suave, pasivo y oriental. Ese tipo anterior jamás podría convencer a
la población de que no hubo ni una pizca de corrupción en los casos de Panamá
Papers, Odebrecht, Avianca o el Correo Argentino.
Como otros gobiernos, el Presidente sostiene que la oposición no
quiere dejarlo gobernar. Alfonsín decía que le ataban las manos; los
Kirchner, que les ponían palos en la rueda. Prospera también la recurrencia
contra la desestabilización maníaca de la oposición; igual que otros
antecesores, promueve los bajos instintos del peronismo refractario y le aplica
a Cristina de Kirchner una levadura influyente que ni el ego de la viuda asume,
hoy empeñada en las causas judiciales y, sobre todo, en la venganza de su ex empleado de Inteligencia
Jaime Stiuso, el “ingeniero” electrónico que la acecha con
carpetazos disimulados en grabaciones. El nunca le perdonará –tampoco a Carlos
Zannini– que lo haya despedido por la puerta de atrás, sin decoro ni
indemnización, denunciándolo por controvertir el pacto con Irán. Justo a él,
que le había sido fiel durante diez años, al menos con la categoría de
fidelidad que entienden los hombres de ese rubro.
Si hasta el propio Macri parece entenderlo, ya que habilitó la
entrevista de Stiuso con el actual jefe de la AFI, Gustavo Arribas,
olvidando adrede las tareas de espionaje (y judiciales) que le hizo padecer
durante la administración kirchnerista. No se sabe nada de esa reunión, ya que
a Stiuso no le interesa el deporte como a Arribas, y nadie supone que se haya
limitado a la represalia que el “ingeniero” persigue por haber sido acribillado
un dilecto colaborador suyo (el lauchón Pedro Viale) por un escuadrón
bonaerense que, según él, estaba dirigido en su contra. Trascendió que, en un
encuentro desagradable y no exento de violencia, el ex gobernador Daniel Scioli
formuló explicaciones al respecto. Es una fuente a consultar.
El nuevo Macri no sólo repite denuncias de anteriores gobiernos; se
calza en esa copia atuendos de autoridad, tipo Kirchner o Menem. Por
ejemplo, instruyó a la tímida María Eugenia para que se despertara del sopor
negociador con los docentes y se mimetizara en la Margaret Thatcher que venció
a los mineros de paro. O en el Reagan que liquidó la huelga de los
controladores aéreos. Se ha convencido de que esa batalla con los maestros la
habrá de ganar el Gobierno (no computa, claro, las pérdidas en el triunfo). Con
los sindicalistas de la CGT ordenó una recomposición a partir de que no le
cumplen promesas de paz; su amigo y partner futbolístico Moyano se redujo mientras
su administración no satisface compromisos asumidos.
Paralelismo. Ocurrió lo mismo con las organizaciones sociales –hoy dominantes
dentro de la central obrera, muchos enrolados en el “hagan lío” del papa
Francisco–, a las que no llegaron fondos convenidos ni planes en cantidad (hoy
de menor número que en años anteriores de crisis). Advirtió que los más
proclives a conversar quedaron expuestos, que el trío de la CGT es un plazo
fijo a desaparecer y que el reemplazo vendrá con alguien de configuración ubaldinista.
También le pidió otra ejecutividad a Patricia Bullrich con
el tema de los piquetes. Ella arguye que no procede debido a que
Horacio Rodríguez Larreta la bloquea: el intendente no quiere
perturbaciones que lo desacrediten en la Capital y lo disminuyan para las elecciones
de octubre. Igual, se repartieron avenidas y calles para disipar gentíos
inconvenientes o alteraciones peligrosas. Fracasaron, obvio, y lo peor ocurrió
en el Puente Pueyrredón: hubo un envío de 2 mil agentes de distintas fuerzas,
no pudieron impedir la toma y volvieron marcha atrás cuando empezaron a caer
cascotazos.
Por si fuera poco, hasta decidió emprolijar la interna y le puso
los puntos a Elisa Carrió: simplemente dijo que no comparte sus diatribas
ni avanzadas sobre Lorenzetti, Jorge Macri y Angelici. Casi una ruptura esa
desobediencia pública sobre la moralidad; pero la dama ni se inmutó, volvió a
decir que cree en el Presidente, no habla del Correo, lo apoya en su lucha
contra los docentes y, para mantener las formas ante la audiencia, se reunió a
la hora del té con la jueza Servini de Cubría, su socia en la guerra femenina
contra el titular de la Corte Suprema. Hasta le imputan que fue operador de
Néstor Kirchner en el sur, argumento débil para forzar su renuncia o el juicio
político.
Con los radicales, en cambio, Macri parece menos ofendido, hasta dejó
pasar que le pidieran la renuncia de Marcos Peña y que su embajador en
Washington, Martín Lousteau –quien ni siquiera
atiende a enviados especiales como Leandro Despouy para la cuestión de derechos
humanos–, se expresara contra el Gobierno que le paga el sueldo sin
reprimendas. Lo que se dice autonomía democrática. Por ahora, claro. Ya
que endurecerse no tiene el mismo efecto en los mismos barrios.
© Perfil
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