Por James Neilson |
El papa Francisco, que ya está en el quinto año de su
pontificado, sabe muy bien que proponerse modernizar una institución cuya
autoridad depende en buena medida de su antigüedad entraña muchos riesgos. A
juzgar por lo que ha hecho hasta ahora, cree que para lograrlo tendría que
hacer pensar que está dispuesto a suavizar las enseñanzas de la Iglesia para
que sean más simpáticas, pero sin ir tan lejos que el catolicismo termine
convirtiéndose en una ONG benévola manejada por personas de convicciones
fluctuantes.
Lo que sí es evidente es que Francisco discrepa con el papa
emérito Benedicto XVI que no oculta su convicción de que en una época tan confusa
y tan hedonista como la nuestra, lo que la Iglesia necesita es más rigor.
El dilema que enfrenta el jefe actual de la Iglesia Católica
no es nuevo. Desde hace dos milenios, todos los obispos de Roma han vacilado
entre privilegiar lo mundano –en ocasiones lo hicieron con entusiasmo
escandaloso–, por un lado y lo espiritual por el otro. Es por tal motivo que,
al iniciar su gestión, los papas eligen llamarse por un nombre que refleja sus
aspiraciones; Francisco se ha concentrado en presentarse como un hombre bueno
comprometido con el amor universal, una empresa en que ha disfrutado de mucho
éxito.
Es legítimo suponer que sus esfuerzos en tal sentido no
hubieran contado con la plena aprobación de San Pedro, el primer papa según la
tradición católica, que esperaba que la institución que fundaba sirviera como
una roca firme en un mundo que en aquel entonces estaba tan convulsionado por
tormentas como estaría en los dos mil años siguientes y que, tal y como están
las cosas, no nos defraudaría en el futuro. Cuando Jesucristo le cambió el
nombre al apóstol Simón Bar Jonás ordenándole continuar su obra, optó por uno
griego que significa piedra. Aunque Benedicto XVI, es decir, Joseph Ratzinger,
el papa número 225, coincidía con Pedro, ya que suponía que a la Iglesia
Católica le convendría aferrarse a las presuntas verdades eternas que
representaba, su sucesor Jorge Bergoglio entiende que sería mejor procurar
adaptarse a los tiempos que corren aunque sólo fuera de manera superficial.
Como pudo preverse, la aparente flexibilidad papal le ha
merecido el aplauso de una cantidad de progresistas no creyentes pero ha
molestado a muchos fieles, comenzando con los de la curia romana, que son
reacios a resignarse a lo que toman por relativismo. Lo que quieren son órdenes
tajantes y claras que los ayuden a orientarse en el valle de lágrimas en que
nos encontramos, no mensajes melifluos, para no decir “líquidos”, del tipo que
suelen confeccionar políticos deseosos de congraciarse con los votantes en
vísperas de una elección.
Si bien algunos siguen asegurándonos que es tan grande la
autoridad moral de Bergoglio que, gracias a sus esfuerzos, el Vaticano se ha
erigido en una auténtica potencia espiritual, la verdad es que su influencia
real es escasa. Sus diatribas en contra del capitalismo, o sea, contra el único
sistema económico que es capaz de producir los bienes que todos salvo un puñado
de anacoretas quieren, sólo impresionan a aquellos populistas de izquierda que
por lo común no soñarían con tomar en serio las pretensiones teológicas de la
Iglesia. Asimismo, a muchos les parece perversa la prédica papal a favor de una
política de fronteras abiertas para que decenas, tal vez centenares, de
millones de africanos y asiáticos no cristianos se trasladen a Europa. La
atribuyen a su adhesión a lo que los españoles llaman “buenismo”, el credo
facilista de quienes están más interesados en llamar la atención a sus propias
virtudes que en pensar en cómo atenuar problemas angustiantes sin provocar
otros todavía peores.
Para aquellos cristianos, entre ellos muchos católicos, que
aún sobreviven en países mayormente musulmanes pero que temen ser las próximas
víctimas mortales de una campaña de limpieza religiosa despiadada que ya ha
diezmado a muchas comunidades, de las cuales algunas se remontan a los primeros
años del cristianismo, el pontificado de Bergoglio ha sido un desastre.
Acostumbrados a estar rodeados de personas de valores muy distintos de los
imperantes hoy en día en Buenos Aires o Roma, comprenden que es peor que inútil
que el líder de la mayor confesión cristiana intente apaciguar a los musulmanes
lavándoles los pies o invitando a algunos a vivir en el Vaticano, brindando así
una impresión de pusilanimidad extrema. Algunos obispos en países como Siria e
Irak, donde las matanzas sectarias son rutinarias, han protestado contra el
silencio que imputan a Francisco, pero sucede que, como buen progresista, no
quiere hacer pensar que está dispuesto a discriminar entre cristianos y
musulmanes, lo que, por ser cuestión del máximo líder cristiano, es bastante
raro.
A veces, Bergoglio se asevera atribulado por lo que dice es
“la tercera guerra mundial en pedacitos” que según él ya está en marcha.
Procura ubicarse por encima de las luchas así calificadas, asumiendo una
postura de neutralidad emotiva. Con todo, se habrá dado cuenta de que a esta
altura los llamados conmovedores a la paz no sirven para mucho. Por el
contrario, en vista de que detrás de la conflictividad creciente que está
agitando al mundo musulmán y, no lo olvidemos, al Oriente extremo, donde los
norcoreanos amenazan con desatar una guerra nuclear contra Estados Unidos,
Corea del Sur y el Japón, está la sensación de que las potencias occidentales
se han vuelto tan ensimismadas que ni siquiera están preparadas para
defenderse, ha sido negativo el impacto psicológico del pacifismo pontifical.
De haberse familiarizado más con la historia reciente no sólo de ciertos países
europeos y latinoamericanos sino también del resto del mundo, entendería lo
riesgoso que es limitarse a ver todo a través del prisma occidental.
Para Bergoglio, un hombre de cosmovisión peronista, la
llegada inesperada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos ha
planteado un gran desafío. Aun cuando, luego de un comienzo tumultuoso, El
Donald se conformara con ser un presidente republicano normal, al papa le sería
difícil manejar la relación con el multimillonario neoyorquino, pero comprende
que cometería un error imperdonable si cayera en la tentación de sumar su voz
al coro que lo está denunciando con la esperanza de que sus compatriotas pronto
encuentren la forma de desalojarlo de la Casa Blanca. Mientras tanto, el santo
padre tendrá que conformarse con pronunciar las ambigüedades principistas que
son su especialidad, lo que a buen seguro decepcionará a los muchos admiradores
laicos que están festejando las reformas aperturistas, mayormente verbales ya
que en términos concretos ha cambiado muy poco, que ha ensayado para conformar
a los hartos de la dureza de la Iglesia frente a los considerados pecadores sexuales.
Desgraciadamente para la Iglesia Católica, entre los
pecadores se hallan muchos sacerdotes, obispos e incluso arzobispos que, cuando
se creían impunes, aprovecharon la autoridad que les brindaba su condición para
violar a jóvenes. Si bien Bergoglio, lo mismo que sus antecesores inmediatos,
jura sentirse asqueado por la pederastia clerical y se afirma resuelto a
sancionar a los culpables, algunos referentes de la lucha contra los abusos,
como la irlandesa Marie Collins que hace poco abandonó la comisión correspondiente
formada por el Vaticano, lo critican por su resistencia a hacer del tema una
prioridad. Le convendría cambiar de opinión; en los tiempos últimos, nada ha
contribuido más al desprestigio de la Iglesia Católica que los centenares de
casos de pedofilia que se han denunciado y, más aún, el encubrimiento de los
violadores por parte de sus superiores que los han tratado no como los
delincuentes que son sino como enfermos merecedores de compasión.
De todos modos, aunque la popularidad de Bergoglio, basada
como está en su estilo campechano porteño y su capacidad para actuar como si
fuera un hombre común, un cura de barrio buenísimo a quien no le gusta
demasiado llevar ínfulas, complace a los demás jerarcas católicos que entienden
que en una edad en que las comunicaciones se han hecho ubicuas e instantáneas
la imagen de una institución determinada depende mucho de la personalidad
pública del jefe de turno, a muchos les preocupa lo que creen es su propensión
a maniobrar como si fuera un político populista. Consciente del riesgo así
supuesto, Bergoglio se resiste a desempeñar un papel visible en el melodrama
argentino. Como no pudo ser de otra manera, le ha incomodado mucho la voluntad
indisimulada de ciertas facciones locales de tratarlo como el líder natural de
la resistencia al macrismo, pero puesto que el Gobierno es partidario del
capitalismo liberal que según Bergoglio es responsable de casi todos los males
que sufre el género humano, no le será dado impedir que los líderes de las
protestas callejeras hagan flamear la bandera papal. No es que los piqueteros,
kirchneristas, sindicalistas y otros quisieran reemplazar la devoción al “dios
dinero”, que muchos adoran con fanatismo, por la contemplación de “la vida
eterna” como quisiera el Papa, pero parecería que a sus seguidores más humildes
les reconforta suponer que cuentan con el respaldo del todopoderoso.
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