Por Javier Marías |
En un reciente encuentro con periodistas
culturales, uno de ellos me señaló con desagrado el hecho de que en los
últimos tiempos la RAE, el Instituto Cervantes, el mundo literario y editorial,
se dediquen a subrayar los beneficios económicos que aportan la lengua y la
literatura. Le hacía mal efecto que hasta los que procuramos manejar el idioma
de la manera más “noble” y menos funcionarial posible, no presentemos más
argumentos en su defensa que la ganancia monetaria con que contribuye al
enriquecimiento del país.
Es cierto que se aducen continuamente datos y cifras:
el sector cultural da empleo a tantas personas, equivale a tal porcentaje del
PIB (llamativamente alto), las consultas por Internet al Diccionario ascienden a millones por mes, la
venta de libros (pese a los ya muchos años de tremenda crisis) genera
cantidades descomunales si se suman todos: los best-sellers, los
infantiles, los de texto y la modesta poesía. Además, es una industria que, a
diferencia de las del teatro, la ópera y el cine, apenas cuenta con ayudas
estatales y lleva décadas valiéndose por sí sola. Es decir, produce riqueza sin
costarle un euro al erario público. Las editoriales son privadas y carecen de
subvenciones en su inmensa mayoría. Los escritores no solicitamos ayudas para
escribir, nos las apañamos por nuestra cuenta y riesgo, ganamos lo que nuestras
obras ganan: uno se pasa dos años con una novela y puede encontrarse con que
ésta venda dos mil ejemplares. Si cada uno cuesta 20 euros, nunca está de más
recordar que el autor suele percibir el 10%, luego el trabajo de esos dos años
le supondrá un ruinoso negocio de 4.000 euros. Y aun así hay muchos que
escriben con nula esperanza, robándole tiempo al tiempo. Hace poco Fernando
Aramburu confesaba que su novela Patria había vendido en unos meses mucho más que
todas sus obras anteriores juntas, que son bastantes (nacido en 1959, no se
trata de un autor bisoño). De casos así hay que alegrarse. Si Aramburu hubiera
abandonado su actividad a la vista de los resultados financieros, nunca habría
llegado a esta exitosa novela, cuyas ventas no sólo lo benefician a él, sino al
editor, al distribuidor, a los libreros y a sus complacidos lectores.
Benefician al sector entero.
¿Por qué recurrimos todos a lo más prosaico para
señalar la importancia de la lengua y la literatura? Porque no nos han dejado
otra elección. Recurrimos a eso para defendernos de los variados ataques y
desdenes que recibimos. Por parte del Gobierno de Rajoy, que ha rebajado los
presupuestos de las bibliotecas públicas, ha elevado el IVA del
teatro y persigue tributariamente a escritores, cineastas, actores y
artistas en general, como si fuéramos el enemigo. Por parte de la sociedad, que
no ha rechistado al ver cómo se suprimía la Filosofía de la enseñanza y se
arrinconaba la Literatura. Por parte de los piratas, que nos ven como a
privilegiados y consideran que no deberíamos cobrar por lo que inventamos y
hacemos (nosotros no, pero sí ellos, que se ahorran dinero con sus descargas
ilegales y algunos sacan tajada de nuestro trabajo). Hasta nos discuten los
derechos de autor, que fueron una conquista social que evitó la explotación
cuasi esclavista de escritores y traductores. Los piratas se creen de
izquierdas, pero más bien son una terrible mezcla de bandoleros y capitalistas
salvajes reaccionarios.
Estamos en una época tenebrosa en la que de nada
sirven los argumentos más “poéticos”. ¿Cómo convencer a unos gobernantes
iletrados y gañanes de que nuestra capacidad para manejar la lengua condiciona
directamente la calidad de nuestro pensamiento, no digamos la comprensión de lo
complejo? ¿De que cuanto peor la conozcamos y usemos, más tontos seremos? ¿Cómo
hacer ver a una gran parte de la sociedad –la irremisiblemente idiotizada– que
la Filosofía y la Literatura son lo que nos convierte en personas, en vez de en
seres simples y embrutecidos llenos de información y de aparatos tecnológicos
con los que –ay– hacer el chorras? ¿Cómo persuadir a los falsos izquierdistas
actuales de que los derechos de autor no sólo son justos, sino un avance social
enorme? ¿Cómo hacer entender a quienes han renunciado a entender que
“inutilidades” como las ficciones y la música prestan un insustituible servicio
a todos, hasta a los que no leen pero reciben los ecos de quienes sí lo hacen
con provecho? Hay que recurrir a lo prosaico y hablarles a todos esos en el
único lenguaje que les vale: “Miren ustedes, si yo no hubiera escrito mis
tonterías, no se habría generado todo este dinero. No habría habido millares de
personas comprándolas, ni se habrían traducido a otros idiomas ni habrían
traído capital extranjero, ni Hacienda se habría embolsado un elevado
porcentaje de todos esos ingresos. Veamos quiénes son aquí los inútiles”.
Triste que haya que adoptar esta postura mercantilista para justificar lo que
se hace por inquietud, o por inteligencia, o por deseo de comprender el mundo y
explicarlo algo mejor si es posible –al menos mostrarlo–, o por mero amor al
arte. Pero la estupidez deliberada y fomentada no nos deja otro camino.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
0 comments :
Publicar un comentario