Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Corría el año 1450 cuando a Johannes Gutenberg se le dio por
crear un aparato que pudiera hacer en un par de horas lo que a un hombre le
podía llevar meses o hasta años: imprimir un libro. Menos de 50 años después,
había más de doscientas máquinas repartidas por Europa y una circulación de
aproximadamente 15 millones de libros. Gran parte del viejo continente
abandonaba el analfabetismo y se adentraba en un espiral centrípeto hacia el
conocimiento colectivo de historias y teorías que terminarían acelerando el fin
de los absolutismos.
Sin embargo… En la Rusia zarista y en el imperio Otomano,
todo lo que tuviera que ver con máquinas de impresión era mal visto. En el
mundo islámico se utilizó la excusa religiosa: imprimir era pecado. De paso,
cañazo, se garantizó el trabajo de los escribas. En Rusia, la primera máquina
de impresión llego dos siglos después de su invención, pero fue
convenientemente destruida. Esto llevó a que algunos autores (Asa Briggs, Peter
Burke) consideraran que la imprenta no iba a prender en territorios
analfabetos. Otros autores más recientes (Daron Acemoğlu, James Robinson) no
contradicen el antiguo argumento, pero suman una cuestión netamente política:
no generar conflictos que compliquen la conservación del poder. No importa que
Rusia fuera cristiana ni que los otomanos creyeran en el islam: primero fue la
excusa de no dejar sin trabajo a los escribas, luego, con la llegada de las
revoluciones liberales a la Europa occidental, la principal razón fue
preservarse de ideas foráneas y occidentalistas.
Por cuidarse de no dejar sin laburo a los escribas, los que
se negaron a la imprenta por siglos (no hubo en Turquía hasta 400 años después
de su invención) se perdieron de la posibilidad de poner a personas a laburar
en cosas que hasta entonces no existían. Y es que la imprenta no sólo no dejó
sin laburo a los escribas (era tan poco lo que producían a mano y tan poca la
gente con dinero para pagarlo que nunca perdieron su fuente de ingreso) sino
que, además, aparecieron los linotipistas, los primeros diseñadores y los fabricantes
de letras. Los ingenieros consiguieron un nuevo nicho al tener que diseñar
máquinas cada vez más grandes, mientras que los productores de papel no dieron
abasto generando una demanda cada vez mayor de materia prima que terminó
haciendo rentable la tala de árboles. El sector comercial también se vio
beneficiado con la multiplicación de carpinteros fabricantes de bibliotecas y
las librerías iniciaron una proliferación que generó empleos de correctores,
editores, libreros, cadetes y demás. Sin embargo, todo esto es secundario al
dato más crudo: en los territorios que adoptaron la imprenta, desaparecieron
los analfabetos. Increíblemente, el proceso se dio de la mano de la aparición
del Protestantismo. No es casual que para fines del siglo XVI, todos los lugares
donde existían imprentas el catolicismo se encontrara cuestionado: Alemania,
Holanda, norte de Italia, norte de Francia y gran parte de las islas
británicas. Y es que en la puja cristiana, los protestantes consideraron que la mejor forma de captar adeptos era dando a
leer la Biblia para que entendieran de primera mano. Y para eso necesitaban
imprentas y personas que supieran leer. Los territorios católicos se negaron,
por la misma razón que la Rusia ortodoxa o los países árabes: mantener el statu
quo.
Para cuando los comunistas llegaron al poder en Rusia, el
analfabetismo era bestial. Hoy se encuentra entre los países con plena
alfabetización, a fuerza de la fuerza. A pesar de la adquisición tardía de la
imprenta, Turquía y los países árabes permanecen en el furgón de cola del
ranking de países alfabetizados, con los resultados en tolerancia, respeto por
los derechos civiles e integración a la vista.
Así como estas líneas abordan el tema de la imprenta, podría
haber hablado de la llegada de la luz eléctrica, la máquina a vapor, las
hilanderías, los automotores a explosión por combustión, la aeronavegación, el
ferrocarril o la mismísima Internet. Se llama destrucción creativa y es
inevitable. Se puede aceptar con altura y prever los cambios a realizar antes
de que nos tape la ola, se puede esperarla con decencia a sabiendas de que
deberemos dar un paso al costado cuando llegue, o se puede tomar el camino más
ridículo: resistirla. Y es que, como se ha probado una y otra vez desde la
aparición de la imprenta, negar un cambio no impide que este ocurra. Nosotros,
obviamente, hemos optado por el camino de la negación, aunque no siempre fue
así.
En esta Argentina en la que nos acostumbramos a vivir en un
eterno devenir del presente continuo, del clima electoral permanente que caldea
la pelea por el cumplimiento de lo inmediato por sobre lo necesario, no es de
extrañar que los sindicatos sigan dominando nuestras vidas aunque ni nos
encontremos afiliados. Aquí es donde el Estado y los gremios se han dedicado una
y otra vez a presentarnos como “protección de la industria” lo que en realidad
fue y es, lisa y llanamente, el cagazo absoluto a entrar en la dimensión
desconocida de lo nuevo. Lo hemos visto con Uber, del que primero nos dijeron
que era ilegal porque no tenían seguro por pasajeros, ni registro profesional.
Hoy cuentan con ambas cosas, pero siguen prohibidos y sus directivos
perseguidos por el mismo Estado y los taxistas que, lejos de mejorar sus
servicios, sólo exigen la eliminación de la competencia para seguir cazando en
el zoológico. Existen teléfonos inteligentes desde hace 10 años, Internet
comercial desde hace casi tres décadas y tarjetas de crédito desde la década de
1950, pero no pudieron prever que en algún momento la tecnología podría
cuestionar el arcaico sistema comercial del taxi. Siguen sin aceptarlo.
Mientras tanto, la inmensa mayoría de los gremios discute
conceptos imposibles de abordar desde la lógica, como una paritaria
generalizada nacional de la que también es víctima cualquier empleado de
cualquier empresa: si se fija un aumento nacional que no pretenda arruinar al
empresario menos fuerte, se perjudica al que trabaja en un lugar que puede
pagar más. Nadie gana, sólo el empresario que paga menos.
Mientras los sindicatos del transporte anuncian que se
plegarán a la huelga general de abril, pasa desapercibido que en Estados Unidos
ya funcionan camiones sin choferes. Sí, nos parece ciencia ficción. Sin
embargo, en el mundo hay cerca de 26 ciudades con líneas de subtes sin
conductores. No, no pasó este verano y nos lo perdimos: la primera línea
automatizada data de 1967. Y acá, mientras debatimos la personería gremial de
los metrodelegados del subte, nadie se atreve a decir lo obvio: sus trabajos
son obsoletos, al igual que cientos de empleos que han ido desapareciendo con
el paso del tiempo, incluso en Argentina.
Nunca supe qué se sentía que dejaran las botellas de leche
en la puerta de casa, como tampoco me enteré cómo era alumbrar la vivienda con
luz de gas, velas o cebo, ni tengo idea de cómo era la vida en blanco y negro.
Pero a mí también me tocó y en mis 35 años de vida vi desaparecer el negocio
del cassette, de la radio a transistores, de los linotipos, de los dibujos
animados artesanales, de las agendas, de la guía Filcar, de los directorios
telefónicos en papel, de los diskettes grandes, de los diskettes chicos, de las
páginas amarillas, del modem telefónico, de la videocassettera y el universo de
los videoclubes, del fax, del teléfono a disco, de las máquinas de escribir, de
los bippers, de las cámaras fotográficas a rollo, del cospel telefónico y de
los teléfonos públicos luego, de las máquinas manuales de boletos en los
colectivos, de las máquinas automáticas de boletos en los colectivos, de los walkman, de las antenas de televisión y de la televisión analógica, del correo
personal en papel, del contestador automático, de los avisos clasificados, y un
listado que podría seguir por horas. Lo que no ha desaparecido es el motivo de
sus existencias. Las personas se siguen comunicando por escrito o por voz, aún
guardan sus recuerdos en fotografías y videos, viajan en transporte público,
escuchan música mientras caminan, miran tele, buscan qué comprar, anuncian qué
vender y buscan la mejor forma de llegar rápido a algún lugar. Porque lo que
importa no es el objeto sino para qué sirve.
Gran parte de los sindicatos de la historia han sido
desplazados junto con los productos que producían o servicios que brindaban.
Sin embargo, el índice internacional de pobreza nunca estuvo en proporciones
tan bajas como la de las últimas décadas.
Sindicatos que surgieron de la asociación de trabajadores
dedicados a la producción o servicios de inventos que cuando aparecieron
generaron una masacre laboral. El gremio de los telegrafistas no desapareció:
se reconvirtió en el sindicato de las comunicaciones. Los camioneros
aniquilaron el 70% de la necesidad ferroviaria de transporte en la década de
1940. Sí, en el gobierno de Perón tras seis meses de huelga ferroviaria. Se
perdieron miles de puestos de trabajo en los ferrocarriles, pero surgieron
cientos de miles en los vinculados a la industria del camión, entre los
mecánicos, la fabricación de insumos, los productores de caucho, los
metalúrgicos, los productores de asfalto y hormigón armado, y, obviamente, los
puestos de sánguches a la vera de la ruta. Si todos hubieran tenido el espíritu
pétreo de los últimos tiempos, sus propios sindicatos nunca habrían nacido.
Si fuera por la voluntad de los sindicatos y los políticos
temerosos a los conflictos, en Argentina nunca habría llegado la iluminación
eléctrica, ni habríamos tenido la primera línea de trenes subterráneos del
hemisferio sur, ni adoptado el colectivo. Los radioteatros y el cine nunca
habrían hecho pie para cuidar la quintita del teatro, la televisión sería un
atentado a la industria del cine y la radio, la Internet tendría el equivalente
a la bomba de hidrógeno para todos, la venta de lavarropas jamás se habría
autorizado para no dejar sin laburo a las lavanderas, y toda invención que
mejorase la salud sería el aniquilamiento de los trabajadores de las salas
velatorias y cementerios.
Hemos tenido intentos a lo largo de toda la historia: en la
década 1870, se produjo un debate furibundo en el senado argentino por la
implementación del telégrafo y su impacto en el sector de los trabajadores
postales. Ganó la posición de la innovación tecnológica impulsada por el
senador y ya expresidente Domingo Sarmiento. Mantener la ficción de que un
puesto de trabajo es necesario a pesar de que su función quedó en otro estadio
del paso de la historia, no es enaltecer la dignidad del trabajo: es pagar por
lo que no es necesario. O sea, dar limosna. Y honestamente, no veo la dignidad
de la limosna.
Y a los trabajadores de la educación también les pasará, no
así a los docentes. Pero en una era en la que las telecomunicaciones vía
Internet podrían reemplazar las travesías de transitar kilómetros para asistir
a la escuela, los preceptores como Baradel no tienen razón de ser. Entre tanto,
pueden seguir aparentando que representan a los trabajadores que ni se afilian
mientras juegan a ser el cuarto poder, y que Argentina está en un planeta
distinto, donde el tiempo no avanza y en el que los sindicalistas y los
empresarios comparten el mismo gustito por conservar la fábrica de hielo
mientras piden la pena de muerte para quien se compre una heladera.
Nada concentra tanto rechazo en las encuestas como el
sindicalismo argentino. Nada ni nadie. Pero eso parece que no lo detectan
cuando captan “el termómetro de la calle”. Surgieron como herramienta para
exigir trato humano, crecieron como garantía de trabajo en el marco del
progreso y se convirtieron en la garantía del atraso frente al progreso del
hombre. El futuro promisorio es el presente hambriento que se los devoró.
Martedì. Nadie es imprescindible.
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