Por Javier Marías |
Con motivo de la preciosa edición conmemorativa que
Alfaguara ha tenido la gentileza de hacer de Corazón tan blanco, quizá
mi novela más conocida, al cumplir ésta veinticinco años, me ha sido inevitable
recordar un poco aquellos tiempos. Ignacio Echevarría habla con frecuencia de
los peligros de la relectura: libros que uno leyó con entusiasmo a los veinte o
treinta años, lo defraudan o se le caen de las manos a los cincuenta o sesenta,
y lo cierto es que no hay manera de saber de quién es la culpa: si del lector
antiguo e ingenuo, si del lector actual y resabiado, si del libro mismo que era
excelente cuando apareció y una birria cuando mal ha envejecido.
Uno se
encuentra, así, con que en realidad ignora no ya el valor intrínseco de una
obra, sino su propia opinión al respecto. Por eso tiendo a rehuir las
relecturas, con excepciones. A veces prefiero guardar un buen recuerdo difuso,
y tal vez equivocado, antes que someterlo a la revisión de unos ojos más
experimentados, impacientes y cansados. La más famosa novela en español de la
segunda mitad del siglo XX, Cien años de soledad, no
me he atrevido a echármela a la vista desde que la leí muy joven: temo que
ahora me decepcione, temo encontrarla increíble, pinturera, exagerada; o
irritarme cuando me cuente que no sé qué personaje levita, algo que ya no le
perdonaba en vida Cabrera Infante. Es un ejemplo.
Sé que puedo volver a Conrad, Flaubert, Melville y
Dickens sin miedo, porque he corrido el riesgo con ellos y he salido
reafirmado. Ya no estoy tan seguro con Faulkner, que leí con devoción, no
digamos con Joyce y Virginia Woolf, que nunca me sedujeron mucho (con
salvedades). No sé si se aguantan todo Valle-Inclán ni todo Beckett, ni las
novelas largas de Henry James (sí los cuentos), ni todos los puntillosos
arabescos de Borges. No desconfío de los relatos de Horacio Quiroga. Si Rayuela me pareció una tontada en su día, no
quiero imaginarme ahora. No regresaría a las novelas de Fitzgerald ni Hemingway
(sí a algunos cuentos de éste). Por supuesto pueden revisitarse sin fin
Shakespeare, Cervantes, Proust y Lampedusa.
No he querido releer Corazón tan blanco, pero aquí –puesto que el autor
nunca puede juzgar con objetividad sus libros– no por temor a un desencanto,
sino más bien a comprobar que “antes” escribía mejor que “ahora”, como pienso
siempre, sean cuales sean el “antes” y el “ahora”. Lo ya concluido y aposentado
suele parecerme más logrado que lo que aún me traigo entre manos; quizá
erróneamente, no lo sabré nunca. En la conversación que mantuve con Juan Cruz
para este diario, surgió algo, lateralmente, que me ha hecho reflexionar más
tarde. Al preguntarme por qué la opinión de Juan Benet me era decisiva, le
contesté: “Era una época en la que los escritores se permitían opinar con mayor
libertad que hoy. Creo que cada vez tenemos menos libertad y procuramos no
decir cosas muy negativas de ningún contemporáneo. Él sí lo hacía. Que en esas
circunstancias me diera el nihil obstat para
mí era mucho”. Y en efecto, algo extraño ha ocurrido en los últimos tiempos. A
la vez que desde el anonimato de las redes se pone verde a cualquiera, por lo
general sin más base que la irascibilidad, la fobia o motivos espurios de
índole política (sufrimos partidos que no toleran las críticas y castigan
organizadamente a quienes se las hacen; o bien los represalian económicamente
cambiando o saltándose sus leyes a conveniencia: algo gravísimo de lo que
apenas se habla), la sociedad literaria se ha convertido en un kindergarten. Hay alguna escaramuza, de los novelistas
de una generación contra los de las precedentes –lo esperable, lo tópico–, pero
ya casi nadie juzgamos a nadie, así nos parezcan sus obras inanes o
detestables, y así sean invariablemente jaleadas por la crítica y los colegas
amistosos. Por suerte no hemos llegado al nivel de los “luvvies”, término del argot inglés para calificar,
sobre todo, a las gentes del cine y el teatro que se rigen por la mutua
admiración aspaventosa y a menudo insincera. (Su equivalente sería el apelativo
“cariñitos”.)
Pero está mal visto criticar hoy la obra de un
colega, como si eso fuera a achacarse, sin falta, a la envidia o a los celos,
como si sólo hubiera razones “innobles” para los juicios negativos. También las
hay para los positivos, no les quepa duda: la adulación recíproca es buen
negocio, para las dos o más partes. En su día lo demostraron Cela y Umbral, o
Carlos Fuentes y Juan Goytisolo: las dos parejas se elogiaban sistemáticamente
y todos se beneficiaban. Lo cierto es que la creciente falta de libertad ha
conseguido que no sepamos qué opinamos los escritores de nuestros
contemporáneos.
Aunque no seamos los mejores jueces, tampoco los
peores, y es una pérdida. Antes solíamos saberlo: qué pensaba Nabokov de
Faulkner, Faulkner de Hemingway, Valle-Inclán de Azorín, Juan Ramón de Guillén
y Salinas. Por no remontarnos a lo que opinaban Lope de Cervantes o Quevedo de
Góngora. Cuando menos, eso orientaba y servía, y no dejaba los veredictos en
las porosas manos de los críticos y en las sudorosas de los internautas. Aunque
hoy acaso nos gusten todos, los que no podían leerse sin soltar maldiciones.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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