Por Fernando Savater |
Propongo como santo
patrono de los tuiteros y otros arácnidos venenosos de
la web a Tersites, único antihéroe entre los
numerosos héroes de la Ilíada. De él no
cuenta Homero ninguna hazaña positiva, sólo una negativa: tras describirlo como
feo, jorobado, enclenque y con todos los rasgos fisiognómicos del
resentimiento, lo presenta interviniendo a contrapelo en la asamblea de los
jefes aqueos para llamar ambicioso a Agamenón y recomendar de modo desabrido el
regreso a casa de las tropas aqueas.
Indignado contra el primer indignado
legendario, Odiseo le atiza un correctivo/represivo con el cetro del ofendido
Agamenón. Pero el daño ya está hecho y la unanimidad heroica (coincidían en los
fines de conquista aunque no en la estrategia) queda rota. En mis lecturas
juveniles del poema, pese a que mi héroe favorito siempre fue Odiseo fértil en
recursos, cultivé un culpable aprecio por el impertinente Tersites. Robert
Graves escribió que en el fondo también Homero compartía su crítica a los
gloriosos bravucones.
Las redes sociales han multiplicado hasta lo infinito y también
degradado infinitamente el modelo de Tersites (cuyo padre, por cierto, se
llamaba muy adecuadamente Agrio). Contra cualquier celebridad, contra cualquier
afirmación de algún notable o incluso ante cualquier desdicha
de alguien por lo que sea distinguido, se alza un coro maldiciente, insultante, a veces
obsceno. O voces victimistas, que se sienten mortalmente ofendidas
por lo que otros dicen, hacen o disfrutan.
El modelo Tersites,
en su mejor versión, cumple una función de indudable interés cívico: favorece la
discusión de las doctrinas y creencias más sólidamente establecidas. No siempre
son los grandes especialistas los más capaces de poner en cuestión las formas
de pensar tradicionales, pues suelen saber demasiado como para arriesgarse a
objeciones o preguntas muy elementales pero que se revelan decisivas. En cambio
los neófitos no tienen tantos miramientos a la hora de cuestionarlo todo.
También a veces los Tersites resultan útiles al quejarse de los perjuicios que
teorías acrisoladas o perspectivas clásicas causan entre grupos sociales o
incluso entidades naturales que hasta hace poco no merecieron consideración.
Pero en su cómputo de daños hay que anotar un envilecimiento del espacio
público de comunicación por insultos, bromas atroces, calumnias y noticias falsas que tienen a veces serias
consecuencias sociales o políticas. Y a menudo exhiben orgullosos la
patente de una serie de campos minados por los prejuicios alternativos de
grupos de opinión, en los que ni los ángeles se atreven a pisar sin deshacerse
de inmediato en excusas ante la menor transgresión de la ortodoxia que pueda
soliviantar a la jauría. Veámoslo más de cerca.
Una superstición
muy extendida convierte a las opiniones en pequeños recintos monoplazas
amurallados que los demás no deben mancillar con dudas: “Toda opinión es respetable”. ¡Vaya sandez!
Las opiniones no son armaduras para encerrarse y defenderse del resto del
mundo, ni características personales idiosincrásicas que está feo criticar así
como nadie debe humillar a otro por ser patizambo o bizco. Toda opinión
expresada crea una palestra, un espacio de debate donde se ofrece para ser
cuestionada y recibir objeciones o aportes confirmatorios. La única forma
aceptable de respetar una opinión es discutirla. Y “discutir”, esa bonita y
esencialmente civilizadora palabra, proviene etimológicamente de un verbo que
significa zarandear, sacudir, tirar con fuerza de una planta para ver si tiene
raíces firmes. De modo que discutir una opinión es zarandearla y someterla a
tirones para aquí y para allá, a fin de ver si está bien enraizada en la
realidad o es simplemente flora superficial, bonita y aparente pero incapaz de
resistir la menor ventolera argumental. No, todas las opiniones no son ni mucho menos
respetables, pero todas las personas sí son respetables, opinen como
opinen. No hay opiniones sagradas, pero en cambio todas las personas deben
serlo.
Desde luego, la libertad de expresar opiniones está sometida a
leyes, como cualquier otra acción social humana, que la amparan en
muchos casos y la prohíben e incluso castigan en otros. Si yo persigo por la
calle a un convecino llamándole imbécil y ogro comeniños, que es mi sincera
opinión sobre él, seré amonestado e incluso puedo ser penado (salvo que sea un político de derechas o
una fiscal catalana, en cuyo caso no he dicho nada). La vida en comunidad busca
y pretende exigir si no el amor fraterno, porque ser santo no es el destino de
todos, al menos unos ciertos miramientos convivenciales. Nuestro primer medio
ambiente es la sociedad y por tanto también debe tener su propia ecología: para
que pueda respirarse en compañía civil hay que evitar la polución de insultos,
calumnias, bulos, hostigamientos denigratorios, etcétera.
Hoy Internet es un espacio público primordial, al
que deben aplicarse los mismos criterios que a otras plazas, calles o parques.
Aún más sabiendo que la sensación de anonimato e impunidad es lo que anima a
los contaminadores de la Red. Los escraches mediáticos
son a la vez más frecuentes y más cobardes que los otros. Desde luego los castigos deben ser proporcionados (recuerdo
a un ministro del Interior alemán que, hace unos años, censurado por haber
castigado sólo con multas a unos jóvenes manifestantes neonazis, exclamaba:
“¡Toda la estupidez no puede ser encarcelada!”), pero suficientes para dejar
claro que la web no es un paraíso sin ley, o sea un infierno. Yo a veces
querría ponerles orejas de burro y enviarlos al rincón, ante el resto de la
clase…
Lo malo es que los
indudables abusos de Tersites pueden llevar a otras arenas movedizas: la de los
activistas de la susceptibilidad. Una cosa es saberse ofendido por la explícita
y agresiva voluntad de alguno, otra sentirse ofendido por algún planteamiento serio o
jocoso que en sí mismo no nos ataca directamente ni implica
intención insultante. Pueden denunciarse y repudiarse los ultrajes, pero no
impedirse que alguien se sienta ultrajado por gustos y expresiones ajenas que
nada tienen que ver personalmente con él. Para quien está triste, hasta un amanecer
radiante puede ser ofensivo: pero no debe castigarse el amanecer… Ciertas
sectas ideológicas o religiosas son especialistas en sentirse maltratadas por
opiniones e imágenes que su dogma desaprueba. Es una forma de exhibir su poder
y de ejercer una tiranía social que los halaga: lo políticamente correcto, que
es en ocasiones muestra de conformismo timorato o de oportunismo electoral,
refleja su triunfo en demasiados campos. La contrapartida por vivir en una
sociedad que tolera nuestras más improbables creencias es tener que aguantar a
quienes las critican o ridiculizan. La postura histriónica de sentirse herido en sus convicciones, como si éstas formasen
un cuerpo místico en torno a nuestro cuerpo material, no puede anteponerse a la
libertad de expresión de los demás, a la cual no tenemos obligación de hacer
caso. Y tampoco es de recibo ese tópico hábilmente acuñado que convierte
cualquier crítica a grupos o doctrinas en una “fobia”, es decir en una
enfermedad moral que dispensa de atender los argumentos ajenos.
Con mejores o
peores razones, uno puede plantear objeciones a comportamientos de musulmanes
sin ser islamófobo, o de homosexuales sin ser homófobo, o de católicos sin
padecer anticatolicismo mórbido, etcétera. Y aunque uno padeciera tales
supuestas dolencias ideológicas, no puede ser excluido de la convivencia cívica
salvo que su comportamiento transgreda derechos legalmente reconocidos. Llevar estos prejuicios al campo educativo,
como exigen los que rechazan en las aulas ciertas obras clásicas de la
literatura o el pensamiento por incurrir en pretendidas ofensas a su peculiar
moralidad, es particularmente grave: precisamente uno de los objetivos de la educación
es familiarizarnos con criterios distintos a los que conocemos o explorar los
límites y contradicciones de éstos. Además, ciertas manifestaciones artísticas,
publicaciones humorísticas… pueden parecernos de mejor o peor gusto, pero deben
gozar de una licencia mayor para ir más allá de las conveniencias. Algunos
dirán irritados: “¡Pues si todos hiciésemos lo mismo…!”. Al oír semejante
protesta, Bertrand Russell solía señalar que el cartero puede llamar a todas
las puertas de la casa, mientras que el resto de los vecinos no goza de tal
privilegio.
Los Tersites modernos, tanto online como
presenciales, aparecieron primero entre grupos sociales excéntricos o de
oposición a lo establecido. Pero gradualmente han ido ocupando un puesto más
preeminente, hasta llegar a convertirse en autoridades más temidas que los
jefes oficiales: nadie en un alto puesto se atreve a enfrentarse directamente a
ellos o a arrostrar sus iras. En cierto modo, encarnan la moral de los
puritanos agresivos, aquellos que en Salem denunciaban comportamientos
indecorosos o extraños que podían llevar a alguien a la hoguera. Conozco
periodistas y políticos capaces de enfrentarse alegremente a cualquier
Gobierno, pero que tiemblan ante la posibilidad de verse señalados en las redes
por feministas o animalistas…
Probablemente esta
dictadura del pensamiento correcto ha favorecido sensu contrario la exaltación de Donald Trump,
una especie de anti-Tersites pero que utiliza todos los medios propios de
Tersites contra los de ese mismo gremio. Incluso desde el puesto institucional
más poderoso continúa tersiteando: ¡Agamenón
convertido en Tersites! Mucha gente, harta de la corrección impuesta
dogmáticamente, se siente aliviada por su impío cerrilismo. No es el único jefe político en recurrir a
falsificaciones escandalosas, de datos o documentos gráficos, para
apoyar su propaganda…, algo que antes sólo se atrevían a hacer descaradamente
los extremistas marginales de las redes. Mal asunto.
Lo mejor de
Tersites fue siempre su vigilancia para señalar críticamente la desnudez del
rey, que por tanto no podía nunca pavonearse impunemente; pero ahora que los
reyes alardean del tamaño de sus vergüenzas, ¿cómo convencerlos de que se tapen
un poco por elemental decoro?
© El País (España)
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