Por Javier Marías |
Por azar, la elección de Trump me coincidió con un periodo de
entrevistas a medios estadounidenses, y me encontré con que varios
entrevistadores –sobre todo si eran jóvenes– me preguntaban más por cuestiones
políticas que literarias. Al ser yo español, y haber vivido bajo una dictadura
y bajo el “fascismo” (Franco murió cuando yo contaba veinticuatro años), me
consideraban poco menos que “un experto” y pretendían que los orientara: cómo
reconocer la tiranía, consejos para hacerle frente, guías de conducta, etc.
Notaba en esos jóvenes un gran desconcierto. Nunca habían previsto encontrarse
en una situación como la actual, es decir, con un Presidente brutal que ni
siquiera disimula. Intenté no resultar alarmista ni asustarlos en demasía. Al
periodista de Los Angeles Review of Books (LARB),
por ejemplo, vine a decirle: “De una cosa tened certeza: con Trump y Pence el
fascismo llegaría a América si pudieran obrar a su antojo. Ese sería su deseo y
su meta. Mi esperanza es que no serán capaces de instaurarlo plenamente, en
parte por la clara separación de poderes en los Estados Unidos, en parte porque
habría una fortísima oposición a ello. Vuestra esperanza es que una candidata
tan poco atractiva como Clinton obtuvo más votos populares que Trump, casi tres
millones. Una dictadura sólo es posible si: a) se establece un régimen de
terror y se elimina a los críticos y disidentes, como fue el caso en Chile y en
la Argentina en los años setenta, o en Alemania, Italia, España y la URSS en
los treinta y cuarenta; b) la mayoría de la población, sea por convencimiento
(Hitler) o por miedo, apoya al dictador. Eso, sin embargo, puede ocurrir con
más facilidad de la que imagináis. Pero, mientras no ocurra, hay esperanza. Y,
al menos de momento, no creo que pueda suceder en vuestro país. Tenemos que
aceptar la democracia aunque nos desagrade lo que votan nuestros compatriotas.
Pero debemos estar en permanente guardia, luchar contra lo abusivo, injusto o
anticonstitucional. Por desgracia, puede que no estéis empleando la palabra
equivocada –fascismo–, pero quizá sea prematuro emplearla ya”.
Por su parte, el joven e interesante novelista
Garth Risk Hallberg me inquirió: “¿Cómo se huele el fascismo? ¿Cuál es su
hedor? ¿Cómo lo reconoceremos?” Al ser más poética, esta cuestión tiene más
difícil respuesta. En cada sitio ese olor varía. Pero hay una peste que
comparten todas las tiranías, aunque sean de distinto grado: del nazismo al
comunismo y del franquismo al putinismo, del Daesh al chavismo y del
pinochetismo al castrismo, de la dictadura argentina al maoísmo y el
erdoganismo. Es la que emiten la intolerancia y el odio a la crítica, la
persecución de la opinión independiente y de la prensa libre, el pánico a la
verdad y el deseo de aniquilar a los “desobedientes”. Y Trump ha lanzado esa
hediondez bien pronto. Su principal consejero, Steve Bannon, ha dicho sin
tapujos que la obligación de la prensa es “cerrar el pico”, nada menos. Y el
propio Trump ha calificado a los medios más serios y prestigiosos, como el New York Times, el Washington Post, Politico, el New Yorker, la CNN,
la NBC y el Los Angeles Times, de “enemigos del
pueblo”, exactamente la misma acusación de cuantos tiranos ha habido contra quienes
iban a purgar o suprimir, si podían.
Por mucho que la prensa haya declinado, por mucho
que demasiada gente prefiera informarse a través de las nada fiables redes
sociales, sin ella estaríamos perdidos e indefensos. A esa prensa
estadounidense, además, el mayor muñidor de mentiras –Trump– la acusa
justamente de eso, de propalar noticias falsas. También es una táctica
viejísima de los dictadores: acusar al contrario de lo que uno hace,
presentarse como el defensor de lo que uno intenta derribar. Véase el uso que
hoy hacen tantos de los referéndums y los plebiscitos: los ofrecen como lo más
democrático del mundo quienes en realidad aspiran a acabar con la democracia.
Nada tan fácil de manipular, teledirigir y tergiversar como un plebiscito o un
referéndum.
El atribulado periodista de la LARB volvió al final a la carga: “¿Qué nos
aconsejaría leer en este momento crítico?” Le contesté que mejor leer obras no
políticas, porque las pausas son necesarias incluso en los peores tiempos.
Pero, por si acaso, también le recomendé Diario de un hombre desesperado,
de Friedrich Reck-Malleczewen, que he encomiado aquí otras veces. “Murió, como
tantos”, le dije, “en un campo de concentración. Pero no era judío, si mal no
recuerdo, y ni siquiera izquierdista. Vio muy pronto lo que significaba Hitler,
cuando Hitler aún no era ‘Hitler’. Hay una escena increíble en la que recuerda
haber tenido la oportunidad de matarlo entonces, en un restaurante. Bien que no
lo hiciera. Uno no puede llamar a alguien fascista hasta que haya demostrado
serlo”. Y aquí viene la pregunta ardua: ¿cuándo se demuestra eso? ¿A partir de
qué acción, o basta con las declaraciones, los síntomas? ¿Ha de iniciar una
guerra o una persecución injustas, una matanza? No conviene apresurarse. Pero
tampoco percatarse demasiado tarde.
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