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miércoles, 22 de febrero de 2017

ZURICH

Por Carlos Fuentes
A principios de 1950, acababa de cumplir veintiún años cuando llegué a Suiza para continuar mis estudios tanto en la Universidad de Ginebra como en el Instituto de Altos Estudios Internacionales. Trabajaba en la misión de México ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y le servía de secretario al miembro mexicano de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU, el embajador Roberto Córdova. 

Todo esto le daba a mi arribo a Suiza un tono sumamente formal. Ginebra, como siempre, era una ciudad muy internacional. Me hice amigo de estudiantes extranjeros, diplomáticos y periodistas. Conocí a una bellísima estudiante suiza y me enamoré de ella, pero nuestros encuentros clandestinos fueron interrumpidos por dos casualidades.

Primero, fui expulsado de la estricta pensión donde vivía en la rué Emile Jung por razón de la clandestinidad ya dicha. Segundo, los padres de mi novia le ordenaron que dejase de frecuentar a un joven proveniente de un país oscuro e incivilizado, cuyos habitantes, según se contaba, comían carne humana.

El día en que mi novia me cortó, me consolé yendo a un cine de la rué Mollard a ver la famosa película de Carol Reed, El tercer hombre, que en ese momento era la más grande atracción fílmica en todo el mundo. La protagonizaba una de las más bellas mujeres que jamás se dejaron ver en la pantalla, Alida Valli (años más tarde mi vecina en San Ángel Inn). En El tercer hombre, la Valli era una perfecta máscara de helada sensualidad y ojos claros, llameantes, vengativos, resignados.

Lo más importante, sin embargo, era que en la película actuaba Orson Welles, cuyo Ciudadano Kane yo había visto de niño en Nueva York y que me impresionó —desde entonces y hasta el día de hoy— como la máxima película sonora jamás realizada en Hollywood.

Su belleza formal, la audacia de su iluminación, los ángulos de la cámara, la atención al detalle, eran valores todos que convergían para narrar La Gran Historia Norteamericana. El dinero, cómo ganarlo y cómo gastarlo. La felicidad, cómo buscarla sin jamás encontrarla. El poder, cómo alcanzarlo y cómo perderlo. Kane era al mismo tiempo el sueño americano y su reverso, la pesadilla americana.

Ahora, en el cinema Mollard, Welles emergía de las sombras de los alcantarillados de Viena como el cínico negociante del crimen, Harry Lime, quien justificaba sus actividades ilegales con una frase que se hizo universalmente famosa y que afectaba, directamente, a Suiza.
Italia, dijo Harry Lime-Orson Welles, la tierra de los Medicis, la corrupción y el asesinato político, había producido a Miguel Ángel. Suiza, el país de la paz, el orden y las vacas, había producido el reloj de cucú.

No recuerdo cómo fue recibida esta línea por el público ginebrino. Sé que yo me había mudado de la puritana pensión a una boardilla bohemia en la Place du Bourg du Four y desde allí, junto con un condiscípulo holandés, empecé a explorar el lado oscuro de la tierra de los cucúes, la vida nocturna de Ginebra. En ella abundaban los sub-Harry Lime en cabarets de mala reputación, prostitutas oxigenadas eternamente sentadas con sus perritos poodle en el café Canónica y un par de lindas bailarinas que el holandés y yo rápidamente convertimos en amigas íntimas. Mi felicidad se vio un tanto empañada, sin embargo, cuando pedí una cita sabatina con la bailarina, quien me dio la respuesta siguiente: «No, el sábado es el día de mi marido.»

Ah, el espectro de Calvino. ¿Ni siquiera las bailarinas de cabaret eran más que relojes de cucú animados?

Después de todo, ¿tendría razón Harry Lime?

Había leído la novela de Joseph Conrad, Bajo la mirada de Occidente, antes de venir a Ginebra. El libro evocaba para mí una ciudad de intriga política, hormigueante de exiliados rusos y temibles anarquistas. Pero aun en la atmósfera de invernadero trágico descrita por Conrad, había una similitud con la tierra del cucú: la protagonista Sofía Antonovna le dice al traidor Razumov: —Recuerda, Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios detestan la ironía. ¿Pudo haber añadido, «y los suizos también»? Como mexicano, no me gustaban las generalizaciones sobre mi país o cualquier otro (salvo los Estados Unidos: soy puro mexicano). Leyendo a Conrad en Ginebra, sólo pude repetir con él que «hay fantasmas vivos así como los hay muertos».

Entonces, en el verano de 1950, fui invitado por unos viejos y queridos amigos germano-mexicanos, los Wagenecht, a visitarlos en Zurich. Nunca había estado en esa ciudad y tenía la idea preconcebida de que era la corona misma de la prosperidad suiza que tan brutalmente contrastaba con la otra Europa, la convaleciente de la guerra, Londres sujeta aún a racionamientos de los artículos básicos, Viena ocupada por las cuatro potencias vencedoras, Colonia bombardeada, Italia sin calefacción, sus trenes de tercera colmados de hombres con pantalones raídos cargando maletas atadas con mecates, los niños recogiendo colillas de cigarros en las calles de Genova, Nápoles, Milán...

Era una bella ciudad, Zurich. Los dulces días de junio dejaban escapar el aliento moribundo de mayo y anunciaban el inminente calor de julio. Era difícil separar al lago del cielo, como si las aguas se hubieran transformado en aire puro, y el firmamento en un espejo más del lago. Era imposible resistir el sentimiento de tranquilidad, dignidad y reserva que hacía resaltar aún más la belleza física del entorno. Me pregunté, ¿dónde están los gnomos, dónde tienen escondido el oro?, ¿en esta ciudad donde se suponía que los nibelungos se hacían visibles, vestidos de chaqué y con sombreros de copa, como en las caricaturas de George Grosz?

He de admitir que mi ironía potencial, bien fundada en las riberas del lago Leman, se vino abajo una noche en que mis amigos me invitaron a cenar en el Hotel Baur-au-Lac junto al lago. El restorán era una balsa, una terraza flotante sobre el lago. Se llegaba a él por una pasarela. Lo iluminaban linternas chinas y velas trémulas. Desdoblé mi tiesa servilleta blanca entre el tintineo apacible de plata y vidrio, levanté la mirada y vi al grupo sentado en la mesa de al lado.

Tres damas cenaban con un caballero maduro, un hombre de más de setenta años, tieso y elegante como las servilletas almidonadas, vestido con saco blanco cruzado e inmaculadas camisa y corbata. Sus dedos largos y delicados rebanaban un faisán frío con minuciosa cortesía. Aun mientras comía, parecía envergado como una vela, con una rigidez militar. Su rostro mostraba «una fatiga creciente». Pero el orgullo fijo en sus labios y mandíbulas desesperadamente trataba de ocultar el cansancio. Sus ojos brillaban con «el fogoso juego del capricho».

Mientras las luces de carnaval de esa noche de verano en Zurich jugaban con luces propias sobre las facciones que al fin reconocí, el rostro de Thomas Mann era un teatro de emociones calladas, implícitas. Comía y dejaba que las señoras hablasen; él era, ante mi fascinada mirada, el creador de tiempos y espacios en los que la soledad es la madre de una «belleza poco familiar y peligrosa», pero también el alma de lo perverso e ilícito. No supe medir la verdad de mi intuición, esa noche de mi juvenil y distante encuentro con un autor que, literalmente, había dado forma a los escritores de mi generación. De Los Buddenbrooks a las grandes novelas cortas a La montaña mágica, Thomas Mann había sido el amarre más seguro de nuestra atracción literaria latinoamericana hacia Europa. Porque si Joyce era Irlanda y la lengua inglesa, y Proust, Francia y la lengua francesa, Mann era más que Alemania y la lengua alemana. Como jóvenes lectores de Broch, Musil, Schnitzier, Joseph Roth, Kafka y Lernet-Hollenia, sabíamos que «la lengua alemana» era algo más que «Alemania»; era la lengua de Viena y Praga y Zurich, y a veces hasta de Trieste y Venecia. Pero era Mann quien las reunía todas como lenguaje europeo fundado en la imaginación de Europa, algo más que sus partes. A nuestros jóvenes ojos latinoamericanos, Mann era ya lo que un día Jacques Derrida habría de llamar «La Europa que es lo que ha sido prometido en nombre de Europa». Mirando esa noche a Mann cenando en Zurich, se fundieron para siempre en mi cabeza los dos espacios del espíritu, Europa y Zurich. Gracias a este encuentro-desencuentro, esa misma noche coroné a Zurich como la verdadera capital de Europa.

Era curioso. Era impertinente. ¿Me atrevería a acercarme a Thomas Mann, yo, un estudiante mexicano de veintiún años con muchas lecturas entre pecho y espalda pero con todas las inhabilidades de una sofisticación social e intelectual muy lejos de mis manos? En un ensayo memorable Susan Sontag ha recordado cómo ella, aún más joven que yo, penetró el santo de los santos de la casa de Thomas Mann en Los Ángeles en los años cuarenta y descubrió que tenía bien poco que decir, pero mucho que observar. Yo no tenía nada que decir pero, como Sontag, mucho que observar.

Allí estaba él, la mañana siguiente, en el Hotel Dolder. donde se hospedaba, vestido todo de blanco, digno hasta un punto menos que la rigidez, pero con ojos más alertas y horizontales que la noche anterior. Varios hombres jóvenes jugaban al tenis en las canchas pero él sólo tenía ojos para uno de ellos, como si éste fuese el Elegido, el Apolo del deporte blanco. Ciertamente, era un joven muy bello, de no más de veinte años, veintiuno acaso, mi propia edad. Mann no podía quitarle de encima los ojos al muchacho y yo no podía quitarle la mirada a Mann. Estaba presenciando una escena de La muerte en Venecia, sólo que treinta y ocho años más tarde, cuando Mann ya no tenía treinta y siete (su edad al escribir la novela maestra sobre el deseo sexual) sino setenta y cinco, más viejo aún que el afligido Aschenbach enamorando de lejos al joven Tadzio en la playa del Lido —donde veinte años después de ver a Mann en Zurich, vi a Luchino Visconti, en compañía de Carlos Monsiváis, filmar La muerte en Venecia con una mujer que asumía todas las bellezas y todos los deseos, incluso los de la androginia, Silvana Mangano.

En Zurich aquella mañana, la situación se repetía, asombrosa, famosa, dolorosa. El circunspecto hombre de letras, el Premio Nobel de Literatura, Mann el septuagenario, no podía esconder, ni de mí ni de nadie más, su deseo apasionado por un muchacho de veinte años que jugaba al tenis en una cancha del Hotel Dolder una radiante mañana de junio del lejano 1950 en Zurich. Entonces, una mujer joven llegó hasta donde se encontraba su padre, pareció regañarlo cariñosamente, lo obligó a abandonar su apasionada avanzada y regresar con ella a la vida de todos los días, no sólo la del hotel, sino la de este autor inmensamente disciplinado cuyos impulsos dionisíacos eran siempre controlados por el dictado apolíneo de gozar la vida sólo a condición de darle forma.

Para Mann, lo vi esa mañana, la forma artística precedía a la carne prohibida. La belleza se encontraba en el arte, no en el prematuro cadáver de nuestros deseos informes, pasajeros, al cabo corruptos. Fue para mí un momento dramático, inolvidable: un comentario verdadero sobre la vida y la obra de Thomas Mann, el arribo de su hija Erika, visiblemente burlona ante las debilidades eróticas de su padre, suavemente empujándolo de regreso, no al orden de cuculandia, sino al orden del espíritu, de la literatura, de la forma artística, donde Thomas Mann podía «tener la chancha y los veintes», ser el dueño, y no el juguete, de sus emociones.

Me senté a almorzar con mis amigos germano-mexicanos en el comedor del Dolder. El joven que nos sirvió la mesa era el mismo al cual Mann había estado admirando esa mañana. No había tenido tiempo de bañarse y olía ligeramente a sudor saludable y deportivo. El capitán de meseros se dirigió, imperiosamente, a él, «Franz», y el muchacho corrió hacia otra mesa.

De manera que había un misterio en Zurich, algo más que relojes de cucú. Había ironía. Y rebelión. Había el Café Voltaire y el nacimiento de Dada, en medio de la más sangrienta guerra jamás librada en suelo europeo. Había Tristan Tzara pintándole un violín al racionalismo: «El pensamiento proviene de la boca.» Y Francis Picabia convirtiendo las tuercas en arte. Zurich diciéndole a un mundo hipócrita, decadente y manchado de sangre en las trincheras en aras de una racionalidad superior: «Todo lo que vemos es falso.» De tan sencilla premisa, murmurada desde el Café Voltaire por el impertinente Tzara y su monóculo, surgió la revolución de la vista y el sonido y el humor y el sueño y el escepticismo que al cabo enterraron la autosatisfacción de la Europa decimonónica pero no pudieron enterrar la barbarie por venir. ¿No era aún Europa, no lo sería jamás, lo que había sido prometido en nombre de Europa? ¿Sería Europa tan sólo la «noche y niebla» de Treblinka y Dachau? Sólo si aceptamos que todo lo que vino de Zurich —Duchamp y los surrealistas, Hans Richter y Luis Buñuel, Picasso y Max Ernst, Arp, Magritte, Man Ray— no era lo que había sido prometido en el nombre de Europa. Pero lo era. Lo que siempre fue prometido en el nombre de Europa fue la crítica de Europa, la advertencia de Europa contra su propia arrogancia, su complacencia y su confusa sorpresa cuando al cabo caían los golpes de la adversidad. Fue la advertencia que hicieron los artistas de Zurich en 1916. Debería, de nuevo, ser la advertencia, hoy que los fantasmas del racismo, la xenofobia, el antisemitismo y el antiislamismo levantan la cabeza y nos recuerdan nuevamente las palabras de Conrad en Bajo la mirada de Occidente: Hay fantasmas de los vivos así como fantasmas de los muertos.

¿Quién había visto a estos espectros, quién los había pintado, quién les había dado horror corpóreo? Otro ciudadano de Zurich, Füssli, el más grande de los pintores prerrománticos, Füssli, que había encarnado, desde el siglo XVIII, todos los temas de la noche oscura del alma romántica tal y como los describió Mario Praz en su celebrado libro. La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica. Füssli y La Belle Dame Sans Merci, Füssli y La Belleza de la Medusa, Füssli y las Metamorfosis de Satanás, Füssli y la advertencia de André Gide: no creer en el Diablo es darle todas las ventajas de sorprendernos. El agua bautismal del romanticismo —la belleza de lo horrible— proviene de Füssli, ciudadano de Zurich. Las tinieblas desbaratadas por una luz inalcanzable. La alegría del crimen practicada por el anticucú Harry Lime. El Hombre Fatal y la Mujer Fatal que han fascinado nuestras imposibles imaginaciones, de Lord Byron a Sean Connery y de Salomé a Greta Garbo...

Zurich, ¿urna de los arquetipos del mundo moderno? ¿Por qué no, desde un amplísimo punto de mira? James Joyce cantó canciones coloradas en el Café Terrasse, jugando con las palabras con la anticipatoria alegría de Ulises, su work in progress. Lenin asistió asiduamente al Café Odéon antes de partir a Rusia en un vagón de ferrocarril famosamente sellado. ¿Se conoció la pareja, sólo en la obra de Tom Stoppard, sólo en la memoría de Samuel Beckett? ¿No caminaron todos estos fantasmas sobre las aguas del lago de Zurich?

Y sin embargo, para mí, tan deslumbrante como la pintura de Füssli y tan asombrosas como las bromas de Dada, tan tensamente opuestas como la vida de Zurich y las de Joyce y Lenin puedan serlo, es siempre Mann, Thomas Mann, el buen europeo, el europeo contradictorio, el europeo crítico, quien regresa a mi emoción y a mi cabeza como la figura que más asocio con la ciudad de Zurich.

¿Cuántas veces estuvo allí? ¿Cómo separar a Mann de Zurich? Qué larga fue su vida allí, yendo y viniendo de su villa en Kusnacht a sus casas en Erlenbach y Kilchberg; los lugares del reposo, los sitios del trabajo. Pero también hay que recordar a Zurich en las cumbres de la vida de Mann. La visita de 1921, cuando el autor se atrevió a aumentar a mil marcos sus honorarios por dar una conferencia. La lectura a los estudiantes, en 1926, de pasajes de Desorden y dolor precoz. La festiva celebración en 1936 de sus sesenta años, cuando Mann escogió a Zurich no como sitio extranjero, sino como «patria para un alemán de mi condición». Zurich como «antigua sede de la cultura germánica», allí «donde lo germánico se funde con lo europeo». La inquietante visita en 1937, al filo de la noche y niebla nazis, preparando la Carlota en Weimar como el desesperado intento de un nuevo aufklarung, una nueva ilustración, pasando por alto la negativa de Gerhart Hauptmann de saludarlo con una filosófica espera de «otros tiempos», acaso tiempos mejores. Tratando de salvar a su hijo Klaus Mann del mundo de las drogas, un mundo, escribió, «donde el esfuerzo moral... no recibe gratitud alguna».

Y luego el Thomas Mann que regresa a Zurich después de la guerra y emprende una actividad incesante, como si la edad y la fatiga no contasen. El cuarto de hotel en el Baur-au-Lac constantemente invadido por el correo, las solicitudes de entrevistas, los pedruscos de la gloria en las botas del escritor, acumulándose hasta constituir un estorbo insoportable. Y el reposo en la belleza de un muchacho anhelado, la espera de «una sola palabra del joven» y la convicción de que nada, nada en este mundo, puede devolverle el poder del amor a un viejo...

Y cuando, el 15 de agosto de 1955, «el trono quedó vacío», yo miré de vuelta hacia aquel encuentro fortuito en Zurich durante la primavera de 1950 y escribí:
«Thomas Mann había logrado, a partir de su soledad, el encuentro de la afinidad anhelada entre el destino personal del autor y el de sus contemporáneos.» A través de él, yo había imaginado que los productos de su soledad y de su afinidad se llamarían arte (creado por uno solo) y civilización (creada por todos). Habló con tanta seguridad, en La muerte en Venecia, acerca de las tareas que le imponían su propio ego y el alma europea, que yo, paralizado por la admiración, lo vi de lejos aquella noche en Zurich sin poder imaginar una afinidad comparable en nuestra propia cultura latinoamericana, donde las exigencias extremas de un continente saqueado, a menudo silenciado, a menudo también matan las voces del ser y convierten en un monstruo político hueco la de la sociedad, a veces matándola, o pariendo a un enano sentimental y, a veces, lastimoso.

No obstante, cuando recordaba mi apasionada lectura de todo lo que Thomas Mann escribió, de La sangre de los Walsung al Doktor Faustus, no podía sino sentir que, a pesar de las vastas diferencias entre su cultura y la nuestra, en ambas —Europa, la América Latina, Zurich, la ciudad de México— la literatura al cabo se afirmaba a sí misma a través de una relación entre los mundos visibles e invisibles de la narrativa, entre la nación y la narración. Una novela, dijo Mann, debería recoger los hilos de muchos destinos humanos en la urdimbre de una sola idea. El Yo, el Tú y el Nosotros estaban secos y separados por nuestra falta de imaginación. Entendí estas palabras de Mann y pude unir las tres personas para escribir, años más tarde, una novela, La muerte de Artemio Cruz.

Entonces los años cincuenta se extraviaron en los sesenta y nos hicimos cargo de otro ciudadano de Zurich, Max Frisch y No soy Stiller. Nos enteramos de Friedrich Dürrenmatt y su Visita. Incluso nos dimos cuenta de que hasta Jean-Luc Godard era suizo y de que el proverbial cucú estaba tan muerto como el también proverbial pato anglosajón por el igualmente proverbial clavo hispánico. Harry Lime salió de las alcantarillas y se volvió gordo y complaciente, anunciando wine before its time. Pues incluso él, Welles, había sufrido la suerte de Kane, indulgente pero trágico. Acaso dejó trazos de su inmenso talento en manos de los duros, trágicos, implacables escritores suizos como Frisch y Dürrenmatt, aquellos que para Harry Lime habían sido ni más ni menos que relojes de cucú.

Tengo dos finales distintos para mi historia de Zurich, uno es más cercano a mi edad y a mi cultura. Es la imagen del escritor español Jorge Semprún, republicano y comunista, enviado a la edad de quince años al campo de concentración nazi de Buchenwald y que, al ser liberado por las tropas aliadas en 1945, no fue capaz de reconocerse a sí mismo en el joven demacrado, salvado de la muerte, que no hablaría de su dolorosa experiencia hasta que su rostro le dijese: —Puedes volver a hablar.

Lo que hace Semprún en su notable libro, La escritura o la vida, es esperar pacientemente hasta que una vida plena le sea restaurada, aunque le tome décadas (y se las toma) hablar sobre el horror de los campos. Entonces, un día, en Zurich, se atreve a entrar a una librería por primera vez desde su liberación años atrás y se sorprende mirándose a sí mismo en la vitrina del comercio. Zurich le ha devuelto su rostro. No necesita recobrar el horror. Recuperar el rostro ha bastado para contarnos toda la historia. La vida de Zurich le rodea.

El otro final está más cerca de mi propia memoria. Sucedió esa noche de 1950 cuando, sin que él lo supiera, dejé a Thomas Mann saboreando su demi-tasse mientras la medianoche se aproximaba y el restorán flotante del Baur-au-Lac se bamboleaba ligeramente y las linternas chinas se iban apagando con lentitud.

Siempre le quedaré agradecido a esa noche en Zurich por haberme enseñado, en silencio, que en literatura sólo se sabe lo que se imagina.

© Carlos Fuentes – “En esto creo” (2002) / Agensur.info

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