Por Carlos Fuentes |
A principios de 1950, acababa de cumplir veintiún años cuando
llegué a Suiza para continuar mis estudios tanto en la Universidad de Ginebra
como en el Instituto de Altos Estudios Internacionales. Trabajaba en la misión
de México ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y le servía de
secretario al miembro mexicano de la Comisión de Derecho Internacional de la
ONU, el embajador Roberto Córdova.
Todo esto le daba a mi arribo a Suiza un
tono sumamente formal. Ginebra, como siempre, era una ciudad muy internacional.
Me hice amigo de estudiantes extranjeros, diplomáticos y periodistas. Conocí a
una bellísima estudiante suiza y me enamoré de ella, pero nuestros encuentros
clandestinos fueron interrumpidos por dos casualidades.
Primero, fui expulsado de la estricta pensión donde vivía en la
rué Emile Jung por razón de la clandestinidad ya dicha. Segundo, los padres de
mi novia le ordenaron que dejase de frecuentar a un joven proveniente de un
país oscuro e incivilizado, cuyos habitantes, según se contaba, comían carne
humana.
El día en que mi novia me cortó, me consolé yendo a un cine de la
rué Mollard a ver la famosa película de Carol Reed, El tercer hombre, que en
ese momento era la más grande atracción fílmica en todo el mundo. La
protagonizaba una de las más bellas mujeres que jamás se dejaron ver en la
pantalla, Alida Valli (años más tarde mi vecina en San Ángel Inn). En El tercer
hombre, la Valli era una perfecta máscara de helada sensualidad y ojos claros,
llameantes, vengativos, resignados.
Lo más importante, sin embargo, era que en la película actuaba
Orson Welles, cuyo Ciudadano Kane yo había visto de niño en Nueva York y que me
impresionó —desde entonces y hasta el día de hoy— como la máxima película
sonora jamás realizada en Hollywood.
Su belleza formal, la audacia de su iluminación, los ángulos de la
cámara, la atención al detalle, eran valores todos que convergían para narrar
La Gran Historia Norteamericana. El dinero, cómo ganarlo y cómo gastarlo. La
felicidad, cómo buscarla sin jamás encontrarla. El poder, cómo alcanzarlo y cómo
perderlo. Kane era al mismo tiempo el sueño americano y su reverso, la
pesadilla americana.
Ahora, en el cinema Mollard, Welles emergía de las sombras de los
alcantarillados de Viena como el cínico negociante del crimen, Harry Lime,
quien justificaba sus actividades ilegales con una frase que se hizo
universalmente famosa y que afectaba, directamente, a Suiza.
Italia, dijo Harry Lime-Orson Welles, la tierra de los Medicis, la
corrupción y el asesinato político, había producido a Miguel Ángel. Suiza, el
país de la paz, el orden y las vacas, había producido el reloj de cucú.
No recuerdo cómo fue recibida esta línea por el público ginebrino.
Sé que yo me había mudado de la puritana pensión a una boardilla bohemia en la
Place du Bourg du Four y desde allí, junto con un condiscípulo holandés, empecé
a explorar el lado oscuro de la tierra de los cucúes, la vida nocturna de
Ginebra. En ella abundaban los sub-Harry Lime en cabarets de mala reputación,
prostitutas oxigenadas eternamente sentadas con sus perritos poodle en el café
Canónica y un par de lindas bailarinas que el holandés y yo rápidamente
convertimos en amigas íntimas. Mi felicidad se vio un tanto empañada, sin
embargo, cuando pedí una cita sabatina con la bailarina, quien me dio la
respuesta siguiente: «No, el sábado es el día de mi marido.»
Ah, el espectro de Calvino. ¿Ni siquiera las bailarinas de cabaret
eran más que relojes de cucú animados?
Después de todo, ¿tendría razón Harry Lime?
Había leído la novela de Joseph Conrad, Bajo la mirada de Occidente,
antes de venir a Ginebra. El libro evocaba para mí una ciudad de intriga
política, hormigueante de exiliados rusos y temibles anarquistas. Pero aun en
la atmósfera de invernadero trágico descrita por Conrad, había una similitud
con la tierra del cucú: la protagonista Sofía Antonovna le dice al traidor
Razumov: —Recuerda, Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios
detestan la ironía. ¿Pudo haber añadido, «y los suizos también»? Como mexicano,
no me gustaban las generalizaciones sobre mi país o cualquier otro (salvo los
Estados Unidos: soy puro mexicano). Leyendo a Conrad en Ginebra, sólo pude
repetir con él que «hay fantasmas vivos así como los hay muertos».
Entonces, en el verano de 1950, fui invitado por unos viejos y
queridos amigos germano-mexicanos, los Wagenecht, a visitarlos en Zurich. Nunca
había estado en esa ciudad y tenía la idea preconcebida de que era la corona
misma de la prosperidad suiza que tan brutalmente contrastaba con la otra
Europa, la convaleciente de la guerra, Londres sujeta aún a racionamientos de
los artículos básicos, Viena ocupada por las cuatro potencias vencedoras,
Colonia bombardeada, Italia sin calefacción, sus trenes de tercera colmados de
hombres con pantalones raídos cargando maletas atadas con mecates, los niños
recogiendo colillas de cigarros en las calles de Genova, Nápoles, Milán...
Era una bella ciudad, Zurich. Los dulces días de junio dejaban
escapar el aliento moribundo de mayo y anunciaban el inminente calor de julio.
Era difícil separar al lago del cielo, como si las aguas se hubieran
transformado en aire puro, y el firmamento en un espejo más del lago. Era
imposible resistir el sentimiento de tranquilidad, dignidad y reserva que hacía
resaltar aún más la belleza física del entorno. Me pregunté, ¿dónde están los
gnomos, dónde tienen escondido el oro?, ¿en esta ciudad donde se suponía que
los nibelungos se hacían visibles, vestidos de chaqué y con sombreros de copa,
como en las caricaturas de George Grosz?
He de admitir que mi ironía potencial, bien fundada en las riberas
del lago Leman, se vino abajo una noche en que mis amigos me invitaron a cenar
en el Hotel Baur-au-Lac junto al lago. El restorán era una balsa, una terraza
flotante sobre el lago. Se llegaba a él por una pasarela. Lo iluminaban
linternas chinas y velas trémulas. Desdoblé mi tiesa servilleta blanca entre el
tintineo apacible de plata y vidrio, levanté la mirada y vi al grupo sentado en
la mesa de al lado.
Tres damas cenaban con un caballero maduro, un hombre de más de
setenta años, tieso y elegante como las servilletas almidonadas, vestido con
saco blanco cruzado e inmaculadas camisa y corbata. Sus dedos largos y
delicados rebanaban un faisán frío con minuciosa cortesía. Aun mientras comía,
parecía envergado como una vela, con una rigidez militar. Su rostro mostraba
«una fatiga creciente». Pero el orgullo fijo en sus labios y mandíbulas
desesperadamente trataba de ocultar el cansancio. Sus ojos brillaban con «el
fogoso juego del capricho».
Mientras las luces de carnaval de esa noche de verano en Zurich
jugaban con luces propias sobre las facciones que al fin reconocí, el rostro de
Thomas Mann era un teatro de emociones calladas, implícitas. Comía y dejaba que
las señoras hablasen; él era, ante mi fascinada mirada, el creador de tiempos y
espacios en los que la soledad es la madre de una «belleza poco familiar y
peligrosa», pero también el alma de lo perverso e ilícito. No supe medir la
verdad de mi intuición, esa noche de mi juvenil y distante encuentro con un
autor que, literalmente, había dado forma a los escritores de mi generación. De
Los Buddenbrooks a las grandes novelas cortas a La montaña mágica, Thomas Mann
había sido el amarre más seguro de nuestra atracción literaria latinoamericana
hacia Europa. Porque si Joyce era Irlanda y la lengua inglesa, y Proust,
Francia y la lengua francesa, Mann era más que Alemania y la lengua alemana.
Como jóvenes lectores de Broch, Musil, Schnitzier, Joseph Roth, Kafka y
Lernet-Hollenia, sabíamos que «la lengua alemana» era algo más que «Alemania»;
era la lengua de Viena y Praga y Zurich, y a veces hasta de Trieste y Venecia.
Pero era Mann quien las reunía todas como lenguaje europeo fundado en la
imaginación de Europa, algo más que sus partes. A nuestros jóvenes ojos
latinoamericanos, Mann era ya lo que un día Jacques Derrida habría de llamar
«La Europa que es lo que ha sido prometido en nombre de Europa». Mirando esa
noche a Mann cenando en Zurich, se fundieron para siempre en mi cabeza los dos
espacios del espíritu, Europa y Zurich. Gracias a este encuentro-desencuentro,
esa misma noche coroné a Zurich como la verdadera capital de Europa.
Era curioso. Era impertinente. ¿Me atrevería a acercarme a Thomas
Mann, yo, un estudiante mexicano de veintiún años con muchas lecturas entre
pecho y espalda pero con todas las inhabilidades de una sofisticación social e
intelectual muy lejos de mis manos? En un ensayo memorable Susan Sontag ha
recordado cómo ella, aún más joven que yo, penetró el santo de los santos de la
casa de Thomas Mann en Los Ángeles en los años cuarenta y descubrió que tenía
bien poco que decir, pero mucho que observar. Yo no tenía nada que decir pero,
como Sontag, mucho que observar.
Allí estaba él, la mañana siguiente, en el Hotel Dolder. donde se
hospedaba, vestido todo de blanco, digno hasta un punto menos que la rigidez,
pero con ojos más alertas y horizontales que la noche anterior. Varios hombres
jóvenes jugaban al tenis en las canchas pero él sólo tenía ojos para uno de
ellos, como si éste fuese el Elegido, el Apolo del deporte blanco. Ciertamente,
era un joven muy bello, de no más de veinte años, veintiuno acaso, mi propia
edad. Mann no podía quitarle de encima los ojos al muchacho y yo no podía
quitarle la mirada a Mann. Estaba presenciando una escena de La muerte en Venecia,
sólo que treinta y ocho años más tarde, cuando Mann ya no tenía treinta y siete
(su edad al escribir la novela maestra sobre el deseo sexual) sino setenta y
cinco, más viejo aún que el afligido Aschenbach enamorando de lejos al joven
Tadzio en la playa del Lido —donde veinte años después de ver a Mann en Zurich,
vi a Luchino Visconti, en compañía de Carlos Monsiváis, filmar La muerte en
Venecia con una mujer que asumía todas las bellezas y todos los deseos, incluso
los de la androginia, Silvana Mangano.
En Zurich aquella mañana, la situación se repetía, asombrosa,
famosa, dolorosa. El circunspecto hombre de letras, el Premio Nobel de
Literatura, Mann el septuagenario, no podía esconder, ni de mí ni de nadie más,
su deseo apasionado por un muchacho de veinte años que jugaba al tenis en una
cancha del Hotel Dolder una radiante mañana de junio del lejano 1950 en Zurich.
Entonces, una mujer joven llegó hasta donde se encontraba su padre, pareció
regañarlo cariñosamente, lo obligó a abandonar su apasionada avanzada y
regresar con ella a la vida de todos los días, no sólo la del hotel, sino la de
este autor inmensamente disciplinado cuyos impulsos dionisíacos eran siempre
controlados por el dictado apolíneo de gozar la vida sólo a condición de darle
forma.
Para Mann, lo vi esa mañana, la forma artística precedía a la
carne prohibida. La belleza se encontraba en el arte, no en el prematuro
cadáver de nuestros deseos informes, pasajeros, al cabo corruptos. Fue para mí
un momento dramático, inolvidable: un comentario verdadero sobre la vida y la
obra de Thomas Mann, el arribo de su hija Erika, visiblemente burlona ante las
debilidades eróticas de su padre, suavemente empujándolo de regreso, no al
orden de cuculandia, sino al orden del espíritu, de la literatura, de la forma
artística, donde Thomas Mann podía «tener la chancha y los veintes», ser el
dueño, y no el juguete, de sus emociones.
Me senté a almorzar con mis amigos germano-mexicanos en el comedor
del Dolder. El joven que nos sirvió la mesa era el mismo al cual Mann había
estado admirando esa mañana. No había tenido tiempo de bañarse y olía
ligeramente a sudor saludable y deportivo. El capitán de meseros se dirigió,
imperiosamente, a él, «Franz», y el muchacho corrió hacia otra mesa.
De manera que había un misterio en Zurich, algo más que relojes de
cucú. Había ironía. Y rebelión. Había el Café Voltaire y el nacimiento de Dada,
en medio de la más sangrienta guerra jamás librada en suelo europeo. Había
Tristan Tzara pintándole un violín al racionalismo: «El pensamiento proviene de
la boca.» Y Francis Picabia convirtiendo las tuercas en arte. Zurich diciéndole
a un mundo hipócrita, decadente y manchado de sangre en las trincheras en aras
de una racionalidad superior: «Todo lo que vemos es falso.» De tan sencilla premisa,
murmurada desde el Café Voltaire por el impertinente Tzara y su monóculo,
surgió la revolución de la vista y el sonido y el humor y el sueño y el
escepticismo que al cabo enterraron la autosatisfacción de la Europa
decimonónica pero no pudieron enterrar la barbarie por venir. ¿No era aún
Europa, no lo sería jamás, lo que había sido prometido en nombre de Europa?
¿Sería Europa tan sólo la «noche y niebla» de Treblinka y Dachau? Sólo si
aceptamos que todo lo que vino de Zurich —Duchamp y los surrealistas, Hans
Richter y Luis Buñuel, Picasso y Max Ernst, Arp, Magritte, Man Ray— no era lo
que había sido prometido en el nombre de Europa. Pero lo era. Lo que siempre
fue prometido en el nombre de Europa fue la crítica de Europa, la advertencia
de Europa contra su propia arrogancia, su complacencia y su confusa sorpresa
cuando al cabo caían los golpes de la adversidad. Fue la advertencia que
hicieron los artistas de Zurich en 1916. Debería, de nuevo, ser la advertencia,
hoy que los fantasmas del racismo, la xenofobia, el antisemitismo y el
antiislamismo levantan la cabeza y nos recuerdan nuevamente las palabras de
Conrad en Bajo la mirada de Occidente: Hay fantasmas de los vivos así como
fantasmas de los muertos.
¿Quién había visto a estos espectros, quién los había pintado,
quién les había dado horror corpóreo? Otro ciudadano de Zurich, Füssli, el más
grande de los pintores prerrománticos, Füssli, que había encarnado, desde el
siglo XVIII, todos los temas de la noche oscura del alma romántica tal y como
los describió Mario Praz en su celebrado libro. La carne, la muerte y el diablo
en la literatura romántica. Füssli y La Belle Dame Sans Merci, Füssli y La
Belleza de la Medusa, Füssli y las Metamorfosis de Satanás, Füssli y la
advertencia de André Gide: no creer en el Diablo es darle todas las ventajas de
sorprendernos. El agua bautismal del romanticismo —la belleza de lo horrible—
proviene de Füssli, ciudadano de Zurich. Las tinieblas desbaratadas por una luz
inalcanzable. La alegría del crimen practicada por el anticucú Harry Lime. El
Hombre Fatal y la Mujer Fatal que han fascinado nuestras imposibles
imaginaciones, de Lord Byron a Sean Connery y de Salomé a Greta Garbo...
Zurich, ¿urna de los arquetipos del mundo moderno? ¿Por qué no,
desde un amplísimo punto de mira? James Joyce cantó canciones coloradas en el
Café Terrasse, jugando con las palabras con la anticipatoria alegría de Ulises,
su work in progress. Lenin asistió asiduamente al Café Odéon antes de partir a
Rusia en un vagón de ferrocarril famosamente sellado. ¿Se conoció la pareja,
sólo en la obra de Tom Stoppard, sólo en la memoría de Samuel Beckett? ¿No
caminaron todos estos fantasmas sobre las aguas del lago de Zurich?
Y sin embargo, para mí, tan deslumbrante como la pintura de Füssli
y tan asombrosas como las bromas de Dada, tan tensamente opuestas como la vida
de Zurich y las de Joyce y Lenin puedan serlo, es siempre Mann, Thomas Mann, el
buen europeo, el europeo contradictorio, el europeo crítico, quien regresa a mi
emoción y a mi cabeza como la figura que más asocio con la ciudad de Zurich.
¿Cuántas veces estuvo allí? ¿Cómo separar a Mann de Zurich? Qué
larga fue su vida allí, yendo y viniendo de su villa en Kusnacht a sus casas en
Erlenbach y Kilchberg; los lugares del reposo, los sitios del trabajo. Pero
también hay que recordar a Zurich en las cumbres de la vida de Mann. La visita
de 1921, cuando el autor se atrevió a aumentar a mil marcos sus honorarios por
dar una conferencia. La lectura a los estudiantes, en 1926, de pasajes de
Desorden y dolor precoz. La festiva celebración en 1936 de sus sesenta años,
cuando Mann escogió a Zurich no como sitio extranjero, sino como «patria para
un alemán de mi condición». Zurich como «antigua sede de la cultura germánica»,
allí «donde lo germánico se funde con lo europeo». La inquietante visita en
1937, al filo de la noche y niebla nazis, preparando la Carlota en Weimar como
el desesperado intento de un nuevo aufklarung, una nueva ilustración, pasando
por alto la negativa de Gerhart Hauptmann de saludarlo con una filosófica
espera de «otros tiempos», acaso tiempos mejores. Tratando de salvar a su hijo
Klaus Mann del mundo de las drogas, un mundo, escribió, «donde el esfuerzo
moral... no recibe gratitud alguna».
Y luego el Thomas Mann que regresa a Zurich después de la guerra y
emprende una actividad incesante, como si la edad y la fatiga no contasen. El
cuarto de hotel en el Baur-au-Lac constantemente invadido por el correo, las
solicitudes de entrevistas, los pedruscos de la gloria en las botas del escritor,
acumulándose hasta constituir un estorbo insoportable. Y el reposo en la
belleza de un muchacho anhelado, la espera de «una sola palabra del joven» y la
convicción de que nada, nada en este mundo, puede devolverle el poder del amor
a un viejo...
Y cuando, el 15 de agosto de 1955, «el trono quedó vacío», yo miré
de vuelta hacia aquel encuentro fortuito en Zurich durante la primavera de 1950
y escribí:
«Thomas Mann había logrado, a partir de su soledad, el encuentro
de la afinidad anhelada entre el destino personal del autor y el de sus
contemporáneos.» A través de él, yo había imaginado que los productos de su
soledad y de su afinidad se llamarían arte (creado por uno solo) y civilización
(creada por todos). Habló con tanta seguridad, en La muerte en Venecia, acerca
de las tareas que le imponían su propio ego y el alma europea, que yo,
paralizado por la admiración, lo vi de lejos aquella noche en Zurich sin poder
imaginar una afinidad comparable en nuestra propia cultura latinoamericana,
donde las exigencias extremas de un continente saqueado, a menudo silenciado, a
menudo también matan las voces del ser y convierten en un monstruo político
hueco la de la sociedad, a veces matándola, o pariendo a un enano sentimental
y, a veces, lastimoso.
No obstante, cuando recordaba mi apasionada lectura de todo lo que
Thomas Mann escribió, de La sangre de los Walsung al Doktor Faustus, no podía
sino sentir que, a pesar de las vastas diferencias entre su cultura y la
nuestra, en ambas —Europa, la América Latina, Zurich, la ciudad de México— la
literatura al cabo se afirmaba a sí misma a través de una relación entre los
mundos visibles e invisibles de la narrativa, entre la nación y la narración.
Una novela, dijo Mann, debería recoger los hilos de muchos destinos humanos en
la urdimbre de una sola idea. El Yo, el Tú y el Nosotros estaban secos y
separados por nuestra falta de imaginación. Entendí estas palabras de Mann y pude
unir las tres personas para escribir, años más tarde, una novela, La muerte de
Artemio Cruz.
Entonces los años cincuenta se extraviaron en los sesenta y nos
hicimos cargo de otro ciudadano de Zurich, Max Frisch y No soy Stiller. Nos
enteramos de Friedrich Dürrenmatt y su Visita. Incluso nos dimos cuenta de que
hasta Jean-Luc Godard era suizo y de que el proverbial cucú estaba tan muerto
como el también proverbial pato anglosajón por el igualmente proverbial clavo
hispánico. Harry Lime salió de las alcantarillas y se volvió gordo y
complaciente, anunciando wine before its time. Pues incluso él, Welles, había
sufrido la suerte de Kane, indulgente pero trágico. Acaso dejó trazos de su
inmenso talento en manos de los duros, trágicos, implacables escritores suizos
como Frisch y Dürrenmatt, aquellos que para Harry Lime habían sido ni más ni
menos que relojes de cucú.
Tengo dos finales distintos para mi historia de Zurich, uno es más
cercano a mi edad y a mi cultura. Es la imagen del escritor español Jorge Semprún,
republicano y comunista, enviado a la edad de quince años al campo de
concentración nazi de Buchenwald y que, al ser liberado por las tropas aliadas
en 1945, no fue capaz de reconocerse a sí mismo en el joven demacrado, salvado
de la muerte, que no hablaría de su dolorosa experiencia hasta que su rostro le
dijese: —Puedes volver a hablar.
Lo que hace Semprún en su notable libro, La escritura o la vida,
es esperar pacientemente hasta que una vida plena le sea restaurada, aunque le
tome décadas (y se las toma) hablar sobre el horror de los campos. Entonces, un
día, en Zurich, se atreve a entrar a una librería por primera vez desde su
liberación años atrás y se sorprende mirándose a sí mismo en la vitrina del
comercio. Zurich le ha devuelto su rostro. No necesita recobrar el horror.
Recuperar el rostro ha bastado para contarnos toda la historia. La vida de
Zurich le rodea.
El otro final está más cerca de mi propia memoria. Sucedió esa
noche de 1950 cuando, sin que él lo supiera, dejé a Thomas Mann saboreando su
demi-tasse mientras la medianoche se aproximaba y el restorán flotante del
Baur-au-Lac se bamboleaba ligeramente y las linternas chinas se iban apagando
con lentitud.
Siempre le quedaré agradecido a esa noche en Zurich por haberme
enseñado, en silencio, que en literatura sólo se sabe lo que se imagina.
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