Por James Neilson |
Mientras que en otras latitudes dirigentes calificados de
populistas, personajes como el norteamericano Donald Trump, están surgiendo
como hongos después de la lluvia, aquí el Gobierno del presidente Mauricio
Macri está procurando librar al país del daño provocado por sus presuntos
equivalentes locales.
Aunque para Guillermo Moreno Trump es un peronista nato, cuando no un kirchnerista mal que le pese al ex mandamás de la maltrecha economía nacional, es poco probable que el magnate haga causa común con Cristina. Puede que le haya impresionado la longevidad del movimiento fundado por el general, pero le molestará la idea de que su llegada al poder se vea seguida por más de medio siglo de decadencia.
Pues bien, antes de formarse Cambiemos, Macri quería que su
propio partido, Pro, se erigiera en el sucesor del PJ como la fuerza hegemónica
que dominaría no sólo el escenario político sino también la vida intelectual
del país. El proyecto que tenía en mente no carecía de lógica: luego de décadas
de populismo voluntarista, el fracaso del “modelo” era tan evidente que le
parecía razonable suponer que la mayoría estaría dispuesta a optar por una
alternativa radicalmente distinta, una afín al conservadurismo liberal de sus
amigos españoles José María Aznar y Mariano Rajoy. Sin embargo, por motivos
bien concretos, Macri se vio obligado a elegir una estrategia menos frontal que
la prevista cuando musitaba acerca de lo que podría hacerse para que la
Argentina reencontrara el camino del desarrollo.
Por un lado, con la ayuda de Marcos Peña, Macri está
tratando de brindar a Cambiemos una conducción más coherente, más personal,
alejando a colaboradores con peso propio; por el otro está abriendo puertas
para que se sumen peronistas disconformes con lo que está ocurriendo en las
variopintas facciones del PJ. Será consciente de lo peligroso que podría
resultarle incorporar a sus huestes a representantes de un movimiento omnívoro
que a través de los años ha deglutido a docenas de partidos supuestamente rivales,
pero se creerá capaz de impedir que Cambiemos comparta el destino triste de la
UCeDe de Álvaro Alsogaray, el Modin de Aldo Rico y tantos otros. Se habrá dado
cuenta de que el peronismo no está agonizando, pero muestra muchas señales de
cansancio, lo que en vista de lo difícil que le será renovar su oferta no
sorprende.
De todos modos, como todas las viejas ideologías que en
otros tiempos servían para movilizar a multitudes, para venderse, los políticos
no tienen más alternativa que la de procurar hacer valer sus presuntas
cualidades personales. Lo entienden muy
bien Macri y sus simpatizantes. Para
ellos, lo que los separa de una oposición amorfa es su sentido de la responsabilidad.
Como yudocas, se han acostumbrado a aprovechar su propia debilidad parlamentaria
para congraciarse con la gente, transformándola en una ventaja. Somos humanos,
cometemos errores, dicen con un toque de orgullo, pero a diferencia de nuestros
adversarios estamos resueltos a hacer cuanto resulte necesario para que la
Argentina levante cabeza, ya que lo demás es sólo verso. En una sociedad que durante décadas ha
sufrido una sobredosis de retórica grandilocuente vacía, la modestia no carece
de cierto encanto.
Frente a una nueva temporada electoral, los macristas
confían en que la mayoría o, por lo menos, una minoría sustancial, de los
votantes preferirá el pragmatismo y el apego a la legalidad que creen son las
características más notables de su gestión al oportunismo populista de sus
contrincantes, en especial de los peronistas que, insisten, aún no han logrado
adaptarse a las nuevas circunstancias. Si los macristas son militantes de algo,
es del respeto por aquellos principios básicos que, según los memoriosos,
regían en el país relativamente exitoso de antes.
¿Será suficiente? Para
sorpresa de los convencidos de que en última instancia lo único que realmente
importa es el bolsillo, Macri no se ha visto demasiado perjudicado por el bajón
económico del año pasado que se vio acompañado por una caída abrupta del
consumo. Si bien la imagen presidencial brilla menos que en los días que
siguieron a su triunfo sobre Daniel Scioli, dista de haberse apagado. Para decepción de quienes esperaban que el
pueblo no tardaría en alzarse en rebelión contra el “ajuste salvaje” que según
los kirchneristas, muchos izquierdistas y algunos sindicalistas el Gobierno ha
puesto en marcha, el nivel de aprobación que conserva Macri sigue siendo
aceptable. Para más señas, a pesar del estado lamentable de muchas partes del
territorio que maneja, la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal es la
política más admirada del país.
Parecería, pues, que Cambiemos, esta amalgama de liberales
solidarios, radicales, progres sueltos y otros, entre ellos algunos peronistas,
está consolidándose. Por ahora al menos, ocupa el centro del escenario y, por
ser tan difusas las demás opciones, está resultando ser un polo de atracción
cada vez más fuerte. Todavía no ha
ganado la famosa batalla cultural, pero el que Trump se las esté arreglando
para desprestigiar la marca populista, podría beneficiarlo.
Antes de las elecciones de 2015, los macristas apostaron a
que el mundo celebraría su llegada al poder enviándoles muchísimo dinero.
Aunque nos asegura que el dinero está en camino, el tsunami salvador que
anticiparon no se produjo. Por motivos
comprensibles, los inversores internacionales suelen ser individuos muy cautos,
sobre todo cuando piensan en las hipotéticas ventajas de arriesgarse en lo que
hasta hace poco era un “mercado fronterizo” parecido a Venezuela, un país amigo
de los defaults festivos habituado a tomar a los empresarios extranjeros por
imperialistas rapaces deseosos de privarlo de lo suyo. Ahora los macristas
prevén que si hacen una buena elección en octubre luego de casi dos años muy
difíciles, lo que para muchos sería una hazaña bastaría como para persuadir a
los inversores en potencia de que, por fin, la Argentina se ha convertido en un
“país serio”.
Puede que estén en lo cierto. Aunque la irrupción de Trump
ha sembrado alarma en todas las cancillerías del planeta, incluyendo la
encabezada actualmente por Susana Malcorra, de difundirse la convicción de que
la Argentina está en manos de un gobierno insólitamente sobrio que se ve
respaldado por una proporción adecuada del electorado, muchos hombres de
negocios podrían sentirse tentados a probar suerte aquí.
Felizmente para el presidente Macri, no hay motivos para
suponer que los peronistas estén por
cerrar filas en torno a una propuesta viable y por lo tanto claramente distinta
de la reivindicada por Cristina y su tropa menguante de incondicionales
rencorosos. Aunque los compañeros más racionales les han dado la espalda por
entender que no les convendría en absoluto intentar defender lo indefendible
–el enriquecimiento heterodoxo en escala industrial, el lavado de dinero, la
contabilidad imaginativa, la mendacidad sistemática, la indiferencia frente a
la pobreza estructural, el pacto con Irán, el caso Nisman y así por el estilo–,
romper por completo con quien había dominado el movimiento durante muchos años
no le está resultando fácil. Si bien los peronistas son congénitamente
amnésicos, tendría que transcurrir cierto tiempo antes de que les sea dado
depositar lo que queda del kirchnerismo en el basural donde se pudren los
restos del lopezreguismo y otras excrecencias deformadas del movimiento de sus
amores.
Mientras que Macri aspira a ser el gran modernizador de la
Argentina, el hombre que por fin consiga frenar la caída que se inició varias
generaciones atrás, el peronismo representa el pasado. El país actual es en buena
medida su creación. Por ser tantos los problemas angustiantes, las
consecuencias de décadas de supremacía
política peronista deberían haber llevado al movimiento a la extinción,
pero es, como dicen los compañeros, “un sentimiento”, uno que se alimenta de
sus propios fracasos, de ahí las alusiones frecuentes a la importancia de la
lealtad.
Si bien los kirchneristas son los únicos que hablan de “la
resistencia”, dando a entender así que el gobierno de Macri es una dictadura
ilegítima contra la cual “el pueblo” debería luchar con medidas nada
democráticas, muchos peronistas siguen creyendo que el poder es suyo por
derecho natural y que, de tener la oportunidad, les correspondería expulsar al
intruso de la casa de Perón por los medios que fueran. Hace poco, el senador Miguel Ángel Pichetto
advirtió que la “tara autoritaria” del movimiento en que milita aún plantea un
peligro al sistema imperante. ¿Le prestarán atención aquellos sindicalistas,
por lo común dirigentes vitalicios, que están programando una serie de paros
escalonados con el propósito de obligar al Gobierno a dejar de pensar en
reordenar la economía? Es poco probable.
También lo es que se resignen a permitir que los macristas construyan un Estado
profesionalizado y meritocrático, parecido a los de países como Japón, sobre el
sucedáneo ruinoso que fue improvisado por gobiernos anteriores. De todas las
reformas propuestas por Macri, se trata de la más importante pero puesto que
aquí los defensores más vehementes del estatismo suelen ser los menos interesados
en la calidad de los servicios públicos, los sindicatos del sector harán cuanto
puedan para mantener las cosas como están.
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