Por Guillermo Piro |
Un hombre, ex empleado bancario, comienza en Buenos Aires a
impartir conferencias sobre economía orientadas a un segmento amplio de la
población, ampliando la teoría económica a los que no suelen ocuparse los
economistas “tradicionales”. La cosa funciona, al punto que en determinado
momento recibe una invitación para dar una serie de conferencias en Japón. El
problema es que este hombre suele matizar sus conferencias con chistes, y teme
que los nipones no los entiendan.
Le comenta esto, poco antes de la primera
conferencia, a otro conferenciante, mexicano, establecido en Japón. Este le
sugiere la siguiente prueba: que haga el primer chiste y vea la reacción del
auditorio; si no dan muestras de haber entendido, tal vez lo mejor será, en lo
sucesivo, omitirlos. Como consejo es bueno. La conferencia la dicta en español,
y toda la concurrencia está munida de auriculares, a través de los que una
traductora simultánea reproduce en japonés lo que el conferenciante dice.
Arranca la charla y llegado el momento este hombre suelta el primer chiste. Los
asistentes se descostillan de la risa. Sorprendido, alegre y relajado,
continúa, y a cada chiste los japoneses se ríen a carcajadas. Al terminar, el
hombre se acerca al mexicano que le había dado aquel consejo y le dice: “¡Entendieron
todos los chistes!”, a lo que el consejero explica: “No, no entendieron
ninguno, lo que pasó fue que la traductora a cada chiste decía: ‘Señores, por
favor, ¡ríanse!’”. Esto parece sacado de Selecciones del Reader’s Digest, pero
no. A veces la realidad imita a las malas revistas.
Hay muchas cosas que los occidentales no entendemos de
Japón. Una es el haiku. Otra es la lengua. No se trata de un lugar común, es
una observación que nace de un aspecto más bien marginal pero que, desde el
punto de vista simbólico, arroja luz sobre las relaciones entre Japón y el
resto del mundo. Como se sabe, a los japoneses les resulta muy difícil decir
“no”, y la principal razón es el enorme respeto que experimentan hacia su
interlocutor. Pero ése no es el único malentendido que surge cuando se
frecuenta Japón poco y mal.
Un aspecto que divierte mucho a los japoneses es la libre
utilización de término sayonara. Los occidentales creen que significa
simplemente “adiós”, y quienes lo utilizan lo hacen para darle un colorido
oriental e irónico a su saludo.
Sayonara es un saludo formal. Esto quiere decir que no se
usa entre amigos. Se la dicen los profesores a sus alumnos, y si alguien se la
dice a un amigo lo que éste experimentará será que entre los dos hay una grandísima
distancia. Algunas veces tiene también el significado de “adiós”: por ejemplo,
se lo intercambia una pareja cuando se divorcia. Etimológicamente, sayonara
significa “así debe ser”, lo que habla de una separación como destino
inevitable. Pero a los jóvenes japoneses no le gusta mucho la idea de separarse
y no volver a verse nunca más, así que prefieren decir matane, que literalmente
significa “de nuevo”, o sea “nos veremos de nuevo”. Sayonara entra en realidad
en esa galaxia de fórmulas alusivas que componen la especie del adiós, pero con
connotaciones fatalistas. Las fórmulas de saludo formal o definitivo, de lengua
en lengua, participan inevitablemente de ese aspecto no verbal que alude a los
senderos que se bifurcan: desde el farewell y el so long al sayonara, pasando
por el addio, el chau y el adiós.
Sayonara está bien utilizado, entonces, cuando la pronuncia
una mujer que despide a su esposo que parte hacia la guerra. Se utiliza también
antes de un largo, larguísimo viaje. Con solemnidad, si es posible.
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