Por James Neilson |
Lo decía George Orwell en su gran novela, 1984: “Quien
controla el presente controla el pasado. Y quien controla el pasado controlará
el futuro”. Hasta hace muy poco, no cabía duda de que el progresismo
internacional, un movimiento heterogéneo que se alimentaba de variantes de la
noción contestataria de que el capitalismo occidental, imperialista y racista,
encarnara el mal, era dueño del relato dominante, pero últimamente mucho ha
cambiado.
No sólo en Estados Unidos y Europa, sino también en la Argentina y
otros países latinoamericanos, ha cobrado fuerza una rebelión revisionista
contra la cual los defensores de lo que para ellos son verdades indiscutibles
están reaccionando con un grado de vehemencia rayano en la histeria.
Un blanco local de la ira de los justos es Juan José Gómez
Centurión. Para enojo de otros funcionarios del gobierno de Mauricio Macri que
quieren figurar como buenos progres y para la indignación, sincera o simulada,
de casi todos los demás, el titular de la Aduana nos recordó que, según los
datos verificables, no hubo 30.000 “desaparecidos” sino a lo sumo 8.000 y, lo
que para muchos es peor aún, dijo que a su juicio no fueron víctimas de un
“plan genocida” o “sistemático” sino de una “reacción absolutamente desmedida”.
Aunque conforme a la evidencia disponible está en lo cierto
cuando cuestiona el número elegido por aquellos que, a partir del hundimiento
de la dictadura, viven de su bien publicitado compromiso con los derechos
humanos de sus familiares, amigos o compañeros en la lucha contra lo que era el
statu quo en los años setenta del siglo pasado, lo del “plan” premeditado o no
es opinable. Al fin y al cabo, es legítimo suponer que los jefes militares,
frente a la negativa del grueso de los políticos a asumir sus
responsabilidades, entendieron que los civiles les pedían combatir el
terrorismo manu militari, con métodos parecidos a los empleados por Estados
Unidos y sus aliados en la lucha contra los yihadistas, lo que presupondría la
existencia de un “plan” cuidadosamente preparado.
De todas formas, aunque es antipático señalarlo, en aquel
entonces el relato en boga no era el confeccionado después de la guerra de las
Malvinas. Era, por decirlo de algún modo, mucho más derechista. Sin embargo,
caídos en desgracia los militares, la sociedad en su conjunto – lo mismo que la
alemana en la segunda mitad de 1945–, se las ingenió para convencerse de que
virtualmente nadie se había enterado de lo que ocurría en los años anteriores,
pero que así y todo, la mayoría abrumadora se había resistido a un régimen
dictatorial con coraje ejemplar, pero, claro está, silencioso por miedo a
atraer la atención de las autoridades de facto. Se trataba de una ficción que
contribuyó mucho a la consolidación de la democracia, de una mentira necesaria.
Casi todos los peronistas “de derecha”, entre ellos muchos
sindicalistas, que habían colaborado activamente con los militares en una lucha
contra quienes se proponían asesinarlos por motivos políticos, fueron
amnistiados luego de un intervalo muy breve. Asimismo, los montoneros, erpistas
y otros que habían soñado con un baño de sangre aleccionador parecido al
perpetrado en Cuba por aquellos humanitarios emblemáticos Fidel Castro y el Che
Guevara, se transformaron en heroicos luchadores democráticos que sólo habían
querido restaurar el respeto por la Constitución. Los únicos que no lograron
esconderse en las brumas del pasado para reinventarse antes de reincorporarse a
la sociedad eran los militares. Con el pretexto de que cometieron sus crímenes
en nombre del Estado y no, como los terroristas, en el de una agrupación
idealista del sector privado, todos los uniformados serían culpables de algo,
razón por la que muchos que no han sido condenados por la Justicia siguen
pudriéndose en cárceles malolientes. Se entiende: a ojos de quienes tienen
poder no son humanos, ergo no tienen derechos.
Antes de las elecciones de 2015, Macri aludió socarronamente
al “curro de los derechos humanos”, uno muy lucrativo, que facilitaba el
kirchnerismo pero, como acaba de aprender Gómez Centurión, a personas que nunca
han militado en facciones izquierdistas no les conviene oponerse frontalmente
al relato según el cual la tragedia de más de cuarenta años detrás fue obra
exclusiva de las fuerzas armadas y un puñado de auxiliares civiles. Las organizaciones
que han medrado en base a dicho relato conservan su poder de fuego y son más
que capaces de intimidar a cualquier hereje que se anime a cuestionarlo. Sin
tener que esforzarse mucho, consiguieron vetar el intento del Gobierno de hacer
del aniversario del golpe de 1976 un feriado movedizo; fue un tanto rara la
decisión original de conmemorar tal fecha, como hubieran hecho los militares en
el caso de que el Proceso tuviera el éxito que esperaban, ya que sería más
lógico festejar un día menos luctuoso, pero desde el punto de vista de quienes
se creen dueños del pasado colectivo es forzoso continuar celebrándolo.
Tendrá más suerte Macri con la propuesta de revisar otro
capítulo local del relato progresista internacional que nos asegura que la
inmigración irrestricta siempre es buena y por lo tanto es malo discriminar
entre los deseosos de afincarse aquí, rechazando a los narcotraficantes y otros
delincuentes o aquellos que, sería de suponer, no aportarían nada positivo a la
comunidad sino que, por el contrario, actuarían como quintacolumnistas de un
movimiento hostil. Puesto que Sergio Massa, Miguel Ángel Pichetto y otros
opositores ya se han pronunciado a favor de controles migratorios más rigurosos
que los habituales hasta ahora, Macri no afrontará demasiadas dificultades en
su esfuerzo por mantener a raya a quienes tienen antecedentes penales. Los hay
que dicen temer que el Gobierno quisiera “estigmatizar al extranjero”, pero
parecería que la iniciativa oficial cuenta con la plena aprobación de la mayoría.
Tal vez sólo sea una casualidad que el vivo interés del
Gobierno en reforzar los controles fronterizos por motivos de seguridad haya
coincidido con cambios similares que están dándose en otras partes del mundo,
comenzando, desde luego, con Estados Unidos, donde el presidente Donald Trump
ha enfurecido a sus adversarios al obstaculizar el ingreso de personas
procedentes de media docena de países mayormente musulmanes.
Al magnate reciclado en mandamás de la superpotencia no le
ha servido para nada señalar que en 2011 Barack Obama actuó de forma aún más
severa al prohibir durante seis meses la entrada de iraquíes sin que nadie
protestara en las calles de las grandes ciudades, o que, con la excepción de
Irán, los países nombrados en la lista, que heredó del gobierno anterior, son
Estados fallidos plagados de yihadistas, o que hay una cuarentena de países
musulmanes cuyos ciudadanos no se han visto afectados. Para quienes se aseveran
horrorizados por el decreto, se trata de un atropello antimusulmán sin precedentes
en el mundo civilizado, algo típico del ultranacionalista y, cuando no, racista
Trump. Como dijo el poeta español Ramón de Campoamor: “En este mundo traidor,
nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”.
Por cierto, el poder de los relatos no es nuevo. Las
imágenes que se inspiran en ellos suelen determinar lo que un político puede
hacer sin brindar a los adversarios políticos de turno una oportunidad
irresistible para movilizarse en contra. Un gobierno norteamericano, republicano
y por lo tanto “derechista”, el de Richard Nixon, pudo hacer las paces con la
dictadura comunista china de Mao sin correr los riesgos que hubiera enfrentado
uno demócrata más izquierdista. En cambio, si uno sospechado de derechismo toma
medidas contra la inmigración ilegal, se verá denunciado como enemigo del
género humano por una multitud de biempensantes, mientras que uno progresista,
como el de Obama, puede hacer lo mismo con impunidad. En el transcurso de su
gestión, Obama permitió la deportación de casi tres millones de indocumentados,
mayoritariamente “latinos”, de los que la mitad no tenían antecedentes penales;
de más está decir que a Trump no le será nada fácil superar el récord fijado
por su antecesor progresista.
Desgraciadamente para quienes hablan como si quisieran vivir
en un mundo sin fronteras, los problemas causados por las migraciones
descontroladas que han impulsado los convencidos de que una política de puertas
abiertas traería muchos beneficios están dividiendo las aguas en todos los
países democráticos.
Es por tal motivo que la larga campaña del progresismo
cosmopolita en contra del nacionalismo ha resultado ser contraproducente. En
Europa y Estados Unidos, son cada vez más los resueltos a subrayar lo que
suponen los hace diferentes de quienes se formaron en otras tradiciones o
cultos religiosos. En este ámbito como en tantos otros, están acercándose a la
Argentina donde el nacionalismo –que aquí suele ser más cartográfico que
étnico, de ahí la pasión por la soberanía sobre zonas como los Hielos
Continentales que nadie soñaría con poblar–, ha sido un factor aglutinante. Mal
que bien, parecería que, para funcionar, toda sociedad necesita contar con
mitos inclusivos que exaltan lo presuntamente suyo por encima de lo considerado
ajeno. Si no los tienen, la fragmentación resultante podría serles mortal.
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