Por Javier Marías |
Como quien oye llover. Dios te oiga. Oye tú, ¿qué
te crees? Oiga, ¿me permite una pregunta? Oído (es decir, enterado). Oyó las
campanadas del reloj, eran las dos. No quiero oír una queja más. Oí un ruido
espantoso. He oído que tienes novia. Oír, ver y callar. Se oyeron disparos.
Como lo oyes. No oigo bien con este oído. ¡Oiga usted!
Todas estas expresiones están a punto de
desaparecer o van desapareciendo de nuestra lengua. El porqué es un misterio.
Resulta difícil determinar cuándo los cursis horteras (no son términos
excluyentes, sino que con frecuencia van juntos) decidieron que el verbo “oír”
era “malsonante” o por lo menos no “fino”, algo tan absurdo como dictaminar lo
mismo respecto al verbo “ver”. A diferencia de cien mil otras aberraciones,
esta no procede del inglés mal traducido: en esa lengua aún se distingue
perfectamente entre “to hear” y “to listen”, “oír” y “escuchar” respectivamente. Tampoco
es un catalanismo contagiado por los muchísimos catalanes con protagonismo en
la radio y en la televisión nacionales. Ellos, en su lengua, diferencian y no
confunden “sentir” y “escoltar”. ¿Qué ha
sucedido para que en el español de hoy todo se “escuche”, hasta las cosas más
grotescas y menos escuchables? Si me ocupo de la cuestión es, lo confieso,
porque me saca especialmente de quicio. La suplantación se da por doquier: en
los telediarios, en las películas y series (teóricamente escritas por
guionistas que deberían conocer mínimamente su lengua), en el habla de la
gente, hasta en novelas y en este diario, que en tiempos remotos presumía de
estar escrito correctamente. (Hace poco leí en un titular que no sé cuántas personas
“atenderán a la toma de posesión de Trump”, en vez de “asistirán”, que es lo
que significa “to attend” en el inglés que ya
pocos traducen; la mayoría se limita a trasponerlo tal cual, aunque incurra en
disparates.)
Oigo o leo continuamente incongruencias de este
calibre: “Escuché disparos”. “Se escuchó una explosión tremenda”. “El teléfono
va mal, no te escucho”. “Me seguían, o al menos escuché pasos a mi espalda”.
“Se escucharon las campanas de la iglesia”. “No te he escuchado llegar”. “Sin
querer, escuché lo que le decías”. “Se escucha un gran alboroto”. Y quizá mi
favorita: “Llego tarde porque no he escuchado el despertador” (oída, lo juro,
en una veterana serie de televisión). Da vergüenza explicar cosas obvias, pero
es el signo de nuestros tiempos. (Tiempos inútiles, sin interés y sin avance,
si hay que repasar el abecedario continuamente y en todos los ámbitos.) “Oír” y
“escuchar” se pueden usar indistintamente en algunas –pocas– ocasiones. Se
puede oír o escuchar música, la radio, una conferencia, un discurso. Pero ni siquiera en esos casos los dos verbos son absolutos sinónimos.
“Escuchar” implica siempre duración y deliberación. Es decir, que lo escuchado
no sea efímero y que por parte del oyente haya voluntad de atender, de prestar
cierta atención, aunque sea distraída. “Oír” no implica por fuerza ninguna de
esas dos cosas, más bien presupone involuntariedad. Las explosiones, los tiros,
los ruidos inesperados, los alaridos, el despertador, así pues, no se escuchan,
sino que se oyen. Su sonido alcanza los oídos, independientemente de que éstos
quieran o no oírlo. La distancia entre los verbos es parecida (no idéntica) a
la existente entre “ver” y “mirar”. Nadie diría (aún): “Ayer miré a Jacinto
entrar en un bar de putas”, sino “Ayer vi …” La acción de entrar es muy breve,
no puede “mirarse”. Tampoco es que estuviéramos apostados a la puerta del bar
para controlar quiénes entraban, sino que por casualidad –no intencionadamente– vimos a Jacinto en mal momento. De la misma forma,
asegurar que se “escucharon” petardos, o pasos, o voces, es una sandez y una
cursilería.
Hace ya unos veinte años escribí un artículo
titulado “Breve y arbitraria guía estilística para detectar farsantes”.
Mencionaba expresiones o latiguillos que a mí –reconocía
que mi subjetividad mandaba– me servían para saber en seguida si quien escribía o
hablaba era un impostor, un mentecato, un cantamañanas o
incluso un hipócrita. Al cabo de tanto tiempo, quizá debería actualizar esa
“guía” algún domingo. Vaya hoy por delante mi desconfianza hacia cuantos
utilizan “estar en sus zapatos”, que han copiado literalmente de las novelas y
series americanas porque les parece más “cool” –como se dice
hoy en castellano– que sus equivalentes españoles más certeros, “ponerse en la
piel del otro” o “no me gustaría estar en su pellejo”. También veo farsantes en
cuantos utilizan el adjetivo “emocional”, que ha desterrado “sentimental” o
“emotivo”, según los casos y las circunstancias. De lo que no me cabe duda es
de que son pretenciosos catetos los que lo “escuchan” todo, hasta el grito de
una persona o el ladrido de un perro en mitad de la noche. O viceversa, que
todo puede llegar a ser, al paso que vamos.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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