Por Javier Marías |
No sé si fue así, me lo han contado: al parecer,
según el programa de la SER de Gemma Nierga, hace unas semanas se me instó a
“aclarar las palabras” de mi columna Ese
idiota de Shakespeare (22-1-17)
en presencia de la excelente actriz Blanca Portillo, y “mi equipo” declinó la
invitación. Como no se refirieran al Real Madrid, ignoro de qué “equipo”
hablaban, pues no tengo de eso.
Nadie me llamó en todo caso, ni a nadie a mí
cercano. Vaya este preámbulo para que Blanca Portillo no me crea tan descortés
con ella como desabrida ha sido ella conmigo. Otras colegas suyas han sido
agresivas o groseras, soliviantadas ante dicha columna. No sé si vale la pena
explicar algo, dado cómo lee hoy mucha gente, o cómo decide leer, y atribuirle
a uno lo que no ha escrito en absoluto. Pero que por mí no quede.
Dije que hacía años que no iba al teatro para no
exponerme a sobresaltos. Eso no significa que no haya ido mucho ni que no pueda
regresar mañana. Numerosas veces he protestado del IVA punitivo con que lo
grava este Gobierno, y en cuanto a los sueldos de las mujeres, véase mi
artículo Trabajo equitativo, talento azaroso, de no hace ni tres meses, para saber mi postura
ante esa injusticia. De lo que hablé fue de un tipo de teatro, que abunda desde
hace ya lustros, en el que el texto es lo secundario. Soy un espectador –y un
lector– a la vez ingenuo y resabiado. Resabiado porque he visto y leído no
poco, y sobre todo porque me dedico a escribir ficciones y el primer obstáculo
con que me encuentro es que en principio me cuesta vencer mi incredulidad ante
lo que invento y narro. Así que me exijo (seguramente no lo bastante). Fue el
poeta y crítico Coleridge quien en 1817 acuñó la expresión “voluntaria
suspensión de la incredulidad”, que desde entonces se ha aplicado a lo que
todos necesitamos para adentrarnos en casi cualquier obra ficticia, sea
fantástica o realista. Cuando uno va al teatro, sabe que está en el teatro; no
ha olvidado que viene de la calle y que ha dejado a los niños con la canguro.
Cuando la función empieza –y aquí entra el espectador ingenuo que soy–, uno
precisa algo de ayuda por parte de quienes la llevan a cabo, no lo contrario.
Si uno se propone contemplar una obra, claro está, y no un “alarde” escénico,
interpretativo o circense. Hay quienes van a ver esto último precisamente, y
son muy dueños. Pero si a mí se me anuncia un clásico, Shakespeare de nuevo,
confío en que el montaje no vaya contra él, o que no lo tome como mero pretexto
para lucimientos diversos.
Si Glenda Jackson hace de Rey Lear, dije, me
resulta imposible creérmelo: estaré viendo a Jackson todo el rato, por
magnífica que sea su interpretación, lo que no pongo en duda. Mencioné un
montaje inglés de Julio César en una cárcel de
mujeres y con elenco exclusivamente femenino, y añadí: “La verdad, para mí no,
gracias”. No sostuve que eso no debiera hacerse ni critiqué a los que van a
verlo. Allá cada cual, faltaría más que no pudiéramos elegir espectáculo. Ahora
se da esta moda, pero la contraria me impide suspender mi incredulidad
igualmente, y por eso me referí a la Celestina del admirable José Luis Gómez.
Hace décadas Ismael Merlo interpretó a Bernarda Alba, y lo lamento, no podía
dejar de reconocer a Merlo, esforzándose. Si a Laurence Olivier se le hubiera
antojado encarnar a la Reina Gertrudis en vez de a Hamlet, por bien que hubiera
hecho su trabajo, habría visto a Olivier haciendo un alarde y no me habría
creído su personaje. Como si a John Wayne le hubiera dado por hacer de
Pocahontas o Clark Gable se hubiera empeñado en ser Escarlata O’Hara, afeitado
el bigote y cuanto ustedes quieran.
A quienes escribimos ficciones nos acechan las
inverosimilitudes por todas partes. Dejó de interesarme la celebrada House of Cards cuando el Vicepresidente
estadounidense (Kevin Spacey) mata con sus propias manos a una periodista en el
metro … y nadie lo ve, ni lo capta una cámara. Lo siento, pero un
Vicepresidente no está para esos menesteres. Se los encarga a un sicario, a
través de intermediarios; como mínimo, a su esbirro de mayor confianza. Uno
recobra la incredulidad muy fácilmente, por un detalle o una vuelta forzada del
argumento, por falta de ayuda. Hablé de la costumbre de convertir en nazis o gangsters a los personajes shakespeareanos. Aparte
de vetusta (el primero en vestirlos como a Goebbels fue Orson Welles hacia
1940), se hace arduo situar en esas épocas a un Macbeth que cree en profecías
de brujas. Es lícito “recrear” o “reinterpretar” a los clásicos, pero prefiero
que se me advierta que voy a contemplar algo “inspirado” en ellos, y no Fuenteovejuna de Lope o Enrique
V de Shakespeare. Hablo por mí –hay que insistir, cielo santo–,
como espectador resabiado e ingenuo. Se me ha reprochado, por último, opinar lo
que opiné desde EL PAÍS y siendo miembro de la Real Academia, una
“irresponsabilidad”. Veamos, ¿por escribir en este diario debo limitar mi
libertad de opinión? ¿Por pertenecer a la RAE debo inhibirme y domesticarme?
Pues ni lo sueñen. Menuda ganancia.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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