Por Fernando Savater |
Uno oye decir ocho años, veinte, cincuenta y vuelve a verse
con esa edad, tratando de reconstruir mentalmente cómo la vivimos. Creyendo que
ese recuerdo servirá para entender a quienes la padecen o disfrutan hoy.
Gran
error: nada ha cambiado tanto como la niñez, juventud, vejez... Sobre todo la
niñez.
Repasando noticias de los últimos meses, encuentro a una chica de doce
años fallecida en Madrid de una monumental borrachera durante un botellón, un
chico de trece que asesinó con una ballesta a su profesor e hirió a cuatro
personas más en Barcelona, otro treceañero que mantuvo una relación pasional
con su maestra texana y la dejó embarazada, contándolo como es natural en
YouTube, lo cual es preferible a los chicos y chicas de menos de catorce que
suben asiduamente a la red las palizas que dan en manada a sus compañeros
nacidos para víctimas.
Veo que una niña de diez años ha ganado en la tele con unos
condumios rebuscados e indigestos un concurso de aspirantes a chefs mediáticos,
pura corrupción de menores. Y muchos suicidios a los doce, de un muchacho en
Eibar, de una chica que se hace un selfie
mientras se mata, etcétera.
Intento recordar mis doce años. Los días azules y el sol de
la infancia en la Concha, con sabor a patatas fritas, la noche de los sábados
leyendo el Capitán Trueno y el Jabato, las aventuras representadas con mis
hermanos en un cuarto que era la jungla, el Far West, Marte, el fondo del
mar...y en la radio el Zorro zorrito. Cada cumpleaños veíamos el cine mudo
proyectado en una sábana. Aún faltaba bastante para la televisión, para las
borracheras y las fornicaciones, para el desafío al mundo. En cuanto al
suicidio... Imprudente, preferí darle al tiempo su oportunidad.
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