Por Jorge Fernández Díaz |
Después de haber echado a los Montoneros de la Plaza y antes
de encontrarse con su viejo amigo Alfredo Stroessner, Perón se reunió para
coordinar acciones con el mismísimo Augusto Pinochet. La presencia del dictador
chileno en tierra argentina levantó repudios en las propias filas del
peronismo. Irritado por ellas, y muy especialmente por una declaración que
firmaban los concejales porteños, el General los paró en seco: "Yo tengo
dos funciones, las relaciones exteriores y la defensa nacional, mientras que
ustedes, en el Concejo Deliberante, tienen tres: Alumbrado, Barrido y
Limpieza".
Contrariamente a lo que se piensa, el último discurso del
líder antes de morir no fue en su famosa despedida ("llevo en mis oídos la
más maravillosa música"), sino en un cónclave con la dirigencia sindical,
cuyos matones ya habían realizado represalias letales contra la izquierda
siguiendo sus expresas directivas. El contenido de ese discurso puede leerse en
la página 362 del extraordinario libro "Perón y la Triple A", que
escribieron Sergio Bufano y Lucrecia Teixidó. Allí Perón instruyó a los
caciques de la CGT en la idea de emplear una "represión un poco más fuerte
y más violenta". Los sindicalistas obedecieron la sugerencia y
recrudecieron sus incursiones ilegales y sus matanzas. Tiene razón Arturo
Pérez-Reverte: leer historia no soluciona nada, pero al menos sirve como
analgésico para digerir el presente. ¿Cómo pudimos olvidar todas estas graves
circunstancias, qué extraño virus social o demencia colectiva hizo que
perdonáramos los crímenes de lesa humanidad perpetrados por el justicialismo?
Esa misma desmemoria operó desde entonces con pecados menos trágicos pero
igualmente destructivos. Una extraña amnesia perdonó el Rodrigazo, el intento
de autoamnistía de 1983, el jaqueo con 14 paros y todo tipo de zancadillas que
le efectuamos a Raúl Alfonsín, la política entreguista y turbia junto con el
indulto y la hiperdeuda externa que caracterizaron la reencarnación noventista,
la participación subterránea en la destitución de Fernando de la Rúa, la
pesificación bestial, y los 12 años de megacorrupción de Estado, descalabro
económico, aislamiento, autoritarismo y florecimiento del narcotráfico. Apenas
dos o tres de estas calamidades hubieran bastado para borrar del mapa electoral
a una fuerza política en cualquier otro país más o menos evolucionado. Pero ya
se sabe: aquí los culpables nunca pagan, y tienen además el descaro de
arrinconar a cualquiera que no pertenezca a su rancia corporación y pretenda
gobernar, lo que implica casi siempre levantar la hipoteca que ellos mismos
dejaron y ligarse los tomatazos de la calle. No todo el peronismo es este
adefesio: las innegables conquistas de los años 40 y la renovación intentada
por Cafiero, Bárbaro y Bordón todavía inspiran a muchos militantes, y no hemos
perdido la esperanza de un peronismo republicano. Pero ese proyecto inestable
convive con la "tara autoritaria" (Pichetto dixit) y con un reflejo
caníbal según el cual cuando alguien sangra debe ser inmediatamente devorado.
Las torpezas del Gobierno y la tardanza en la reactivación
enardecen a los caranchos. En dos semanas, los triunviros que Cristina combatía
y Cambiemos corteja lanzaron un paro nacional; los gremios docentes cortaron
abruptamente el diálogo y anunciaron una huelga salvaje; las organizaciones
sociales aceptaron y violaron los millonarios acuerdos de diciembre y armaron
nueve piquetes por día, y el kirchnerismo y el propio titular del Partido
Justicialista pidieron un juicio político contra el presidente constitucional,
preocupados por "la transparencia y las instituciones" (sic). Los
impunes, con una pequeña ayudita de los desmemoriados y de los vivillos, están
de regreso. Peronistas de todos los pelajes y con responsabilidades en
distintos tramos de la "década saqueada" o con complicidad indirecta
en la quiebra económica, son ahora impiadosos fiscales de quienes tratan de
arreglar el mecanismo roto que les legaron. Vamos a decirlo en lenguaje
elegante: los argentinos vivimos en una nube de gases, el rojo fiscal sobre el
que estamos sentados es de 400 mil millones de pesos e hizo falta pedir
prestados 25.000 millones de dólares para poder financiarlo y seguir en Babia.
Estamos fundidos, y encima andamos con ínfulas. Pero ¿quiénes fueron los
responsables de crear semejante bola de nieve? Los mismos millonarios que en
nombre de los pobres se ponen ahora en pie de guerra.
Tampoco hay por qué asombrarse: los libros de historia
contemporánea demuestran que después de los fiesteros vienen siempre los
pagadores, y que los primeros se dedican a limar a los segundos como si nada
tuvieran que ver con el desaguisado ni con los consecuentes dolores y
sacrificios. Baradel responde a Sabbatella y los triunviros mayormente a Massa,
Pérsico confiesa intenciones políticas detrás de sus movidas callejeras, Gioja
y los Suturados de Cristina no han sido capaces de la mínima autocrítica, e
Insaurralde, Katopodis y otros prohombres de las nuevas generaciones se
abrazaron por fin con Máximo Kirchner y cerraron filas con la Pasionaria del
Calafate, en una ceremonia bonaerense que cancela cualquier ilusión renovadora
y que confirma una notable falta de escrúpulos, porque pretende convertir las
investigaciones judiciales de la democracia en persecución política y porque
reivindica a la mayor sospechosa, a su estado mayor corrupto y a su inefable
secta del helicóptero. Todos juntos triunfaremos, compañeros; total la
Argentina tiene Alzheimer y nadie nos pedirá cuentas. Quienes destrozaron la
casa se postulan como plomeros y albañiles de su reconstrucción, para felicidad
del pueblo y salvación de la patria.
El gran truco del peronismo es muy conocido; consiste en
señalar que sus sucesivos disfraces no le pertenecen. Cristina no era
peronista, ni Josecito López ni Boudou ni De Vido ni Jaime. Menem tampoco. Ni
Luder ni Isabel ni López Rega ni los Montoneros. Ni siquiera Perón era
peronista, con lo que el peronismo siempre está a salvo de sus trastadas y en
condición de alumbrar en la próxima estación su verdadera y esplendorosa
identidad. Fue interesante leer, en este contexto, un excelente artículo de
Fernando "Chino" Navarro que publicó el viernes en este diario, donde
defiende con inteligencia la ley de emergencia social. Al final no puede, sin
embargo, evitar el malabarismo peronista de autoexculpación. "Es curioso
que en un país con familias con una tercera generación sin trabajo -escribe, se
le diga al nieto que es mejor que espere a un posible empleo formal cuando son
las políticas que defendieron los abanderados del libre mercado las que dejaron
sin trabajo regular a su abuelo y a su padre". ¿Quién es responsable de
esa familia desgraciada, diputado? Porque la fuerza que más gobernó durante
estas décadas de desigualdad fue el peronismo. Si esas políticas son las
culpables de la miseria y la demolición de la cultura del empleo, alguna
factura debería caerles a los últimos cuatro presidentes peronistas. A menos
que pensemos seriamente que Alfonsín y Macri inventaron la pobreza. Hay un
agregado fatal: a ese nieto desocupado que menciona lo alcanzó últimamente la
maldición del paco y la tentación del tráfico; el kirchnerismo de arcas llenas
fue incapaz de devolver a esas familias al sistema y entregó inermes a esos
chicos sin destino a la mafia de la droga. No se puede ser a un mismo tiempo el
partido hegemónico y el inocente perpetuo de un país quebrado y decadente.
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