Un texto de José
Ingenieros
En el verdadero hombre mediocre la cabeza es un simple
adorno del cuerpo. Si nos oye decir que sirve para pensar, cree que estamos
locos. Diría que lo estuvo Pascal si leyera sus palabras decisivas:
"Pue-do concebir un hombre sin manos, sin pies; llegaría hasta concebirlo
sin cabeza, si la experiencia no me enseñara que por ella se piensa. Es el
pensamiento lo que caracteriza al hombre; sin él no podemos concebirlo" (Pensées; XXIII). Si de esto dedujéramos
que quien no piensa no existe, la conclusión le desternillaría de risa.
Nacido sin esprit de
finesse, desesperaríase en vano por adquirirlo. Carece de perspicacia
adivinadora; está condenado a no adentrarse en las cosas o en las personas. Su
tontería no presenta soluciones de continuidad. Cuando la envidia le corroe,
puede atornasolarse de agridulces perversidades; fuera de tal caso, diríase que
el armiño de su candor no presenta una sola mancha de ingenio.
El mediocre es solemne. En la pompa grandílocua de las
exterioridades busca un disfraz para su íntima oquedad; acompaña con fofa
retórica los mínimos actos y pronuncia palabras insubstanciales, como si la
Humanidad entera quisiese oírlas. Las mediocracias exigen de sus actores cierta
seriedad convencional, que da importancia en la fantasmagoría colectiva. Los
exitistas lo saben; se adaptan a ser esas vacuas "personalidades de
respeto", certeramente acribilladas por Stirner y expuestas por Nietzsche
a la burla de todas las posteridades. Nada hacen por dignificar su yo
verdadero, afanándose tan sólo por inflar su fantasma social. Esclavos de la
sombra que sus apariencias han proyectado en la opinión de los demás, acaban
por preferirla a sí mismos.
Ese culto de la sombra oblígalos a vivir en continua alarma;
suponen que basta un momento de distracción para comprometer la obra pacientemente
elaborada en muchos años. Detestan la risa, temerosos de que el gas pueda
escaparse por la comisura de los labios y el globo se desinfle. Destituirían a
un funcionario del Estado si le sorprendieran leyendo a Boccaccio, Quevedo o
Rabelais; creen que el buen humor compromete la respetuosidad y estimula el
hábito anarquista de reír.
Constreñidos a vegetar en horizontes estrechos, llegan hasta
desdeñar todo lo ideal y todo lo agradable, en nombre de lo inmediatamente
provechoso. Su miopía mental impídeles comprender el equilibrio supremo entre
la elegancia y la fuerza, la belleza y la sabiduría. "Donde creen
descubrir las gracias del cuerpo, la agilidad, la destreza, la flexibilidad,
rehúsan los dones del alma: la profundidad, la reflexión, la sabiduría. Borran
de la historia que el más sabio y el más virtuoso de los hombres -Sócrates-
bailaba". Esta aguda advertencia de Montaigne, en los Ensayos, mereció una
corroboración de Pascal en sus Pensamientos: "Ordinariamente suele
imaginarse a Platón y Aristóteles con grandes togas y como personajes graves y
serios. Eran buenos sujetos, que jaraneaban, como los demás, en el seno de la
amistad. Escribieron sus leyes y sus retratos de política para distraerse y
divertirse; ésa era la parte menos filosófica de su vida. La más filosófica era
vivir sencilla y tranquilamente". El hombre mediocre que renunciara a su
solemnidad, quedaría desorbitado; no podría vivir.
Son modestos, por principio. Pretenden que todos lo sean,
exigencia tanto más fácil por cuanto en ellos sobra la modestia, desde que
están desprovistos de méritos verdaderos. Consideran tan nocivo al que afirma
las propias superioridades en voz alta como al que ríe de sus convencionalismos
suntuosos. Llaman modestia a la prohibición de reclamar los derechos naturales
del genio, de la santidad o del heroísmo. Las únicas víctimas de esa falsa
virtud son los hombres excelentes, constreñidos a no pestañear mientras los
envidiosos empañan su gloria.
Para los tontos nada más fácil que ser modestos: lo son por
necesidad irrevocable; los más inflados lo fingen por cálculo, considerando que
esa actitud es el complemento necesario de la solemnidad y deja sospechar la
existencia de méritos pudibundos. Heine dijo: "Los charlatanes de la
modestia son los peores de todos". Y Goethe sentenció: "Solamente los
bribones son modestos". Ello no obsta para que esa reputación sea un
tesoro en las mediocracias. Se presume que el modesto nunca pretenderá ser
original, ni alzará su palabra, ni tendrá opiniones peligrosas, ni desaprobará
a los que gobiernan, ni blasfemará de los dogmas sociales: el hombre que acepta
esa máscara hipócrita renuncia a vivir más de lo que permiten sus cómplices.
Hay, es cierto, otra forma de modestia, estimable como virtud legítima: es el
afán decoroso de no gravitar sobre los que nos rodean, sin declinar por ello la
más leve partícula de nuestra dignidad. Tal modestía es un simple respeto de sí
mismo y de los demás. Esos hombres son raros; comparados con los falsos
modestos, son como los tréboles de cuatro hojas. Fracasados hay que se creen
genios no comprendidos y se resignan a ser modestos para complacer a la
mediocracia que puede transformarlos en funcionarios; y son mediocres, lo mismo
que los otros, con más la cataplasma de la modestia sobre las úlceras de su
mediocridad. En ellos, como sentenció La Bruyére, "la falsa modestia es el
último refinamiento de la vanidad". La mentira de Tartarín es ridícula; pero
la de Tartufo es ignominiosa.
Adoran el sentido común, sin saber de seguro en qué
consiste; confúndenlo con el buen sentido, que es su síntesis. Dudan cuando las
demás resuelven dudar y son eclécticos cuando los otros lo son: llaman
eclecticismo al sistema de los que, no atreviéndose a tener ninguna opinión, se
apropian de todo un poco y logran encender una vela en el altar de cada santo.
Temerosos de pensar, como si fincasen en ello el pecado mayor de los siete
capitales, pierden la aptitud para todo juicio; por eso cuando un mediocre es
juez, aunque comprenda que su deber es hacer justicia, se somete a la rutina y
cumple el triste oficio de no hacerla nunca y embrollarla con frecuencia.
El temor de comprometerse les lleva a simpatizar con un
precavido escepticismo. Bueno es desconfiar del hipócrita que elogia todo y del
fracasado que todo lo encuentra detestable; pero es cien veces menos estimable
el hombre incapaz de un sí y de un no, el que vacila para admirar lo digno y
execrar lo miserable. En el primer capítulo de los Caracteres parece referirse a ellos, La Bruyére, en un párrafo
copiado por Hello: "Pueden llegar a sentir la belleza de un manuscrito que
se les lee, pero no osan declarar en su favor hasta que hayan visto su curso en
el mundo y escuchado la opinión de los presuntos competentes; no arriesgan su
voto, quieren ser llevados por la multitud. Entonces dicen que han sido los
primeros en aprobar la obra y cacarean que el público es de su opinión".
Temerosos de juzgar por sí mismos, se consideran obligados a dudar de los
jóvenes; ello no les impide, después de su triunfo, decir que fueron sus
descubridores. Entonces prodíganles juramentos de esclavitud que llaman
palabras de estímulo: son el homenaje de su pavor inconfesable. Su protección a
toda superioridad ya irresistible, es un anticipo usuario sobre la gloria
segura: prefieren tenerla propicia a sentirla hostil.
Hacen mal por imprevisión o por inconsciencia, como los
niños que matan gorriones a pedradas. Traicionan por descuido. Comprometen por
distracción. Son incapaces de guardar un secreto; confiárselo equivale a
ocultar un tesoro en caja de vidrio. Si la vanidad no les tienta, suelen
atravesar la penumbra sin herir ni ser heridos, llevando a cuestas cierto
optimismo de Pangloss. A fuerza de paciencia pueden adquirir alguna habilidad
parcial, como esos autómatas perfeccionados que honran a la juguetería moderna:
podría concedérseles una especie de viveza, quisicosa del ser y del no ser,
intermediaria entre una estupidez complicada y una travesura inocente. Juzgan
las palabras sin advertir que ellas se refieren a cosas; se convencen de lo que
ya tiene un sitio marcado en su mollera y muéstranse esquivos a lo que no
en-caja en su espíritu. Son feligreses de la palabra; no ascienden a la idea ni
conciben el ideal. Su mayor ingenio es siempre verbal y sólo llegan al
chascarrillo, que es una prestidigitación de palabras; tiemblan ante los que
pueden jugar con las ideas y producir esa gracia del espíritu que es la
paradoja. Mediante ésta se descubren los puntos de vista que permiten conciliar
los contrarios y se enseña que toda creencia es relativa al que la cree
pudiendo sus contrarias ser creídas por otros al mismo tiempo.
La mediocridad intelectual hace al hombre solemne, modesto,
indeciso y obtuso. Cuando no le envenenan la vanidad y la envidia, diríase que
duerme sin soñar. Pasea su vida por las llanuras; evita mirar desde las cumbres
que escalan los videntes y asomarse a los precipicios que sondan los elegidos.
Vive entre los engranajes de la rutina.
De El Hombre Mediocre (CAPÍTULO II – LA MEDIOCRIDAD
INTELECTUAL)
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