Los libros subrayados
Páginas subrayadas en el libro Paradiso, del poeta y escritor cubano José Lezama Lima. |
Por Javier Núñez
Hace dos años una persona cercana y querida me prestó un par
de libros que deambularon durante un tiempo por los estantes de mi biblioteca y
la mesa de luz sin que nunca les llegara el momento propicio. Estaban ahí, al
acecho o a la espera, siendo relegados sin ningún motivo en particular.
Creo
que me los había prestado a raíz de algo que había surgido en una conversación,
pero no los empecé a leer la noche en que los recibí ni al día siguiente porque
ya estaba envuelto en otra lectura —aunque a veces emprendo más de una a la
vez, y puedo tener un libro en el morral que leo en el colectivo y otro par en
la mesa de luz— ni tampoco cuando acabé con lo que tenía entre manos. De modo
que esos libros —Mamá y La segunda vida de las flores, ambos de
Jorge Fernández Díaz— siguieron dando vueltas durante meses, siempre a mano en
el estante de cosas por leer. Y aunque cada tanto caían en mis manos, en esos
momentos de elección en que arrancaba tres o cuatro del estante como si los
sopesara, por alguna razón siempre eran relegados y otras lecturas le ganaban
el lugar, hasta que hace un par de meses empecé a leer Mamá, y cuando descubrí el tenue subrayado a lápiz que trazaba la
huella de otra lectura, me resultó imposible dejarlo.
Un libro subrayado es siempre más de un libro: la historia
narrada, la que percibe el lector, y la que habla de un lector anterior. Mamá es un libro bellísimo que hubiera
disfrutado aun sin el trazo ajeno entre sus páginas, pero esa huella
particular, privada, lo hacía irresistible y perturbador.
Leer un libro subrayado es asomarse a la intimidad ajena sin
comprenderla, sólo intuyendo o adivinando intenciones detrás del recorte
arbitrario de un párrafo o una frase. O mejor, a la intimidad de un momento de
otro: basta con acceder a un libro subrayado por uno mismo varios años antes
para comprender cuán inaccesibles son los motivos y cuánto está ligado, ese
acto, al tiempo en que sucede. Estoy convencido de que uno no lee el mismo
libro dos veces: a distintas edades, en distintos momentos de la vida, los
resultados serán siempre diferentes. El libro será el mismo, pero uno no. Los
subrayados propios son testigos de ese cambio, y asomarnos a ellos, la
evidencia de los que éramos. A veces, incluso, indescifrables para los que
somos hoy. ¿Por qué recorté esa frase? ¿Por qué me detuve en este párrafo?
Uno, me aventuro, subraya para apropiarse de un libro, para
hacer suya la palabra ajena, para encontrar, aun en la diferencia, ese momento
mágico de identificación en que un otro supo decir, con las palabras precisas,
lo que nos hubiera gustado decir a nosotros.
Los motivos para subrayar un libro son siempre tan
particulares que esbozar una generalización me resulta aventurado. Están, por
supuesto, los subrayados que están vinculados a la práctica crítica, que
intentan componer una lectura representativa del texto, una serie de citas
escogidas que de algún modo transmitan el espíritu de una obra —o logren
destrozarlo—. O los que tienen que ver con el reconocimiento —las frases
perfectas, mágicas, que pueden recortarse de un libro para armar una biblioteca
de posibles epígrafes o simplemente un muestrario de admiración—. Pero me
refiero al subrayado personal, al impulso de leer con un lápiz o un marcador o
una birome a mano para ir trazando las huellas de nuestra lectura sin ningún
objetivo en particular.
Se pueden intuir algunas razones. Uno, me aventuro, subraya
para apropiarse de un libro, para hacer suya la palabra ajena, para encontrar,
aun en la diferencia, ese momento mágico de identificación en que un otro supo
decir, con las palabras precisas, lo que nos hubiera gustado decir a nosotros.
Hay algo mágico en subrayar una frase que nos identifica porque evidencia una
especie de intimidad compartida, un encuentro maravilloso e inimaginable en el
que dos absolutos extraños —el autor y el lector— pueden coincidir en el
sentimiento más profundo. Sé, lo afirmé más arriba, que el subrayado está
profundamente ligado al momento de la vida en que sucede, que no todos los
recortes nos representarán para siempre. “Uno subraya desde su propia herida”,
escribió una vez Alberto Fuguet. Las hay que cierran, y los subrayados que
nacieron de ellas quizá mañana no hablen de nosotros. Pero están las que
perduran, las que nos acompañan. Siempre hay heridas que permanecen y los
subrayados que hicimos desde ellas persistirán.
“Volver a la patria de uno es dejar de ser un holograma y
aceptar que somos personas nuevas de carne y hueso. Es reconstruir los vínculos
desde la fotografía inofensiva de lo que fuimos y caminar despacio hacia la
afilada y riesgosa verdad de lo que ahora somos.”
“Volver a la patria de uno es dejar de ser un holograma y
aceptar que somos personas nuevas de carne y hueso. Es reconstruir los vínculos
desde la fotografía inofensiva de lo que fuimos y caminar despacio hacia la
afilada y riesgosa verdad de lo que ahora somos. Es también reconocer que uno
es, a la vez, el mismo de siempre y todo un extraño”, había subrayado en Mamá, entre tantas otras cosas, la
persona que me lo prestó. Y también “¿En qué podemos creer los que alguna vez
creímos?”, y “Te prometo que nunca más voy a dar tantos rodeos para terminar
otra vez en el mismo lugar”. Párrafos y frases sueltas que podrían resultar
incomprensibles pero en las que era fácil reconocerla, o reconocer ciertos
desvelos de algún momento de su vida.
¿Pasará lo mismo cuando presto mis libros? ¿Se perfilará en
alguna frase subrayada una faceta del que soy o supe ser? ¿O una inquietud, un
desvelo, un afán? Y si es así, me pregunto si a veces obrará ese pequeño
milagro de la comunión entre dos lectores, conocidos o no, que vislumbran la
complicidad absoluta de verse reflejados en el subrayado del otro.
Supongo que puede ocurrir. Al fin y al cabo, prestar un
libro subrayado no es prestar un libro. Es prestar la lectura cifrada que hice
de ese libro, la frase que me tocó, el párrafo en el que me detuve para agarrar
un lápiz y dejar mi huella en la palabra ajena. Prestar un libro subrayado es,
al fin y al cabo, prestar la transformación que hice de un lenguaje de otro
para convertirlo en algo personal, íntimo y revelador que promete desnudarme
ante la intuición del próximo lector.
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