Ilustración: El Español |
Por Ignacio Trucco
Así como no existe una única forma de definir el campo de
las tradiciones políticas, tampoco hay una única manera de clasificar a la
socialdemocracia. Esta tradición política, diversa y en permanente disputa,
adolece de la misma situación que el resto de las identidades que se expresan
en la arena político-social.
Para clasificarla, como para hacerlo con todas las
tradiciones políticas, se debe satisfacer una condición necesaria: debe partir
de principios de inteligibilidad histórica, es decir, de hipótesis que
establezcan la estructuración del campo en relación a la especificidad
histórica de la sociedad moderna. Es decir, la comprensión de una identidad
política no puede realizarse a partir de términos abstractos, lógicos o
funcionales, sino que, debe realizarse a partir de las relaciones y actores que
dan especificidad de la sociedad moderna y definen su dinámica.
Las sociedades modernas se articulan en torno a un doble y
simultáneo conflicto: de reparto o distribución de la riqueza producida por la
sociedad, y de reconocimiento político o cultural-identitario.
Este conflicto de distribución y reconocimiento se produce
entre los tres actores claves que caracterizan a las sociedades modernas: el
Estado, el trabajo y el capital. Estos tres actores tienen horizontes o
intereses diferentes, muchas veces antagónicos, sin embargo, se requieren
recíprocamente. Ello supone que toda economía moderna se basa en una
negociación permanente por parte de estos tres actores para definir el lugar
legítimo que cada uno ocupa (reconocimiento) y la participación de cada actor
en el reparto de la riqueza que la sociedad genera.
Cada uno de estos tres actores cuenta con una carta
distintiva que define la posición de cada uno en las economías capitalistas
modernas. La carta de negociación y reconocimiento del capital es,
precisamente, su control sobre una parte del excedente que puede convertirse en
inversión productiva y generación de mayor riqueza con mayor cantidad de
puestos de trabajo. La carta de negociación y reconocimiento de los
trabajadores es, precisamente, el trabajo. Es decir, la realización de las
actividades humanas necesarias para el proceso de producción. Sin estas
actividades la producción se detiene, y eso es lo que ocurre cuando los
trabajadores detienen el proceso de producción. Finalmente, la carta de
negociación y reconocimiento del Estado, es su poder de imperio, el cual es
(aunque parezca paradójico) siempre relativo y parcial. Este poder de imperio se ejerce, sobre todo,
de dos maneras: directa (impuestos + reglamentaciones + empresas públicas +
planificación) e indirecta, con la emisión de dinero soberano.
¿Pero qué es lo que distingue a la tradición socialdemócrata
de todas las demás? Lo que la hace distintiva es, precisamente, la búsqueda de
una solución democrática al conflicto distributivo y de reconocimiento mientras
que, por el contrario, otras dos tradiciones se caracterizan por proponer una
resolución autoritaria de dicho conflicto, la primera, liberal, la segunda,
nacionalista.
Dos grandes
tradiciones adversarias: liberalismo y nacionalismo
La tradición liberal se caracterizar por un principio
absoluto: la realidad social es una sumatoria de individuos y estos individuos
son caprichosamente libres. Es decir, la individualidad es una unidad
corpuscular independiente en cuyo interior haya vacío constitutivo, abierto e
indeterminado, en rigor, ininteligible. Una tabula rasa dirá John Locke. Esta
libertad caprichosa se expresa cabalmente en una institución modera específica:
la propiedad privada, es decir, la soberanía del propietario sobre la cosa
apropiada. Como puede demostrase, la propiedad privada es el principio de “el
capital”, es decir, de la acumulación de riqueza en la forma de capital
privado. La conexión entre propiedad privada y capital es estrecha,
prácticamente inmediata.
Sin embargo, este principio absoluto tiene, naturalmente,
una consecuencia autoritaria: niega, desde un comienzo, el reconocimiento a dos
de los actores articuladores de las economías capitalistas: el trabajo y el
Estado.. Para la tradición liberal, el Estado es una patología social que sólo
existe en la medida en que sobrevive en la sociedad atraso e irracionalidad, y
la captura por parte de un caudillo carismático de los recursos opresivos del
Estado. Sin embargo, los liberales no pueden sino reconocer la necesidad del
Estado en la custodia de la propiedad y en ejercicio de sus funciones
represivas. Eso convierte al estado es una paradoja irresoluble para el
liberalismo que adopta una posición esquizofrénica frente a la problemática.
Por otra parte, para la tradición liberal el trabajo no
existe en tanto tal, es decir, no tiene entidad como la fuerza viva del proceso
de producción que se encuentra en una relación asimétrica estructural respecto
del capital. En todo caso, el trabajo se define como el grupo de capitalistas
cuyas dotaciones iniciales están conformadas por tiempo disponible para el
trabajo. En este sentido, no hay diferencias cualitativas entre capitalistas y
trabajadores y el problema distributivo se resuelve a partir de la
productividad técnica y no en función de una puja político-económica.
En consecuencia, el programa político liberal supone
suprimir la realidad misma del trabajo y del Estado, precipitándose, en una
resolución autoritaria del conflicto distributivo y de reconocimiento que toda
sociedad capitalista enfrenta. Finalmente, como es posible prever, ello no
puede más que conducir a una situación de crisis y descomposición social. El
ámbito perfecto para el desarrollo de la tradición nacionalista como reacción
opuesta.
Los nacionalistas, también componen una visión autoritaria
del problema distributivo, ya que tampoco reconocen la existencia autónoma de
dos de los actores claves de las economías capitalistas: ni el capital, ni el
trabajo, son concebidos como realidades autónomas frente al estado soberano,
que es la única entidad histórica realmente existente. Según ellos, la razón de
estado es totalizante y el fundamento de toda realidad social. Este es el
principio absoluto de la tradición nacionalista. El soberano aparece como una
entidad supra social, mistificada, que está más allá de la política y la
democracia, encarnando la realidad histórica del pueblo. En consecuencia, en la
medida en que el capital o el trabajo, entren en conflicto con las
disposiciones del soberano que encarna la realidad histórica pueblo soberano
(lo cual es esperable en la medida en que, en las economías capitalistas el
conflicto es la regla que las articula y no la excepción), entonces, el
soberano tiende a buscar la supresión del capital y del trabajo como realidades
autónomas.
Esta situación se precipita sobre una resolución
eminentemente autoritaria del problema distributivo y de reconocimiento propio
de las sociedades modernas. Ello no puede más que conducir a una situación de
crisis y descomposición social. A la inversa del caso anterior, se genera el
ámbito perfecto para el desarrollo de la tradición liberal como reacción
opuesta.
La socialdemocracia y
sus condiciones de posibilidad
La tradición socialdemócrata es aquella que parte de la
suposición de que las sociedades capitalistas están constituidas a partir de la
articulación conflictiva de estos tres actores: el capital, el trabajo, y
Estado. Esta tradición supone que el proyecto civilizatorio deseable (el más
ambicioso que el mundo moderno, tal cual lo conocemos, puede ofrecer) es la
construcción democrática de un pacto constitucional de reconocimiento y
distribución entre los tres actores considerados, tal que sea posible
establecer y cumplir un conjunto de metas socioeconómicas durante cierto
tiempo.
En otros términos, la socialdemocracia apuesta por una
resolución democrática del conflicto de reconocimiento y distribución en torno
al cual se organizan las sociedades modernas. Sin embargo, es fácil notar cómo,
esta tradición, enfrenta una dificultad estructural ya que las condiciones que
requiere un proyecto socialdemócrata son muy estrechas, y lo colocan frente a
un riesgo permanente de perder terreno frente al liberalismo o el nacionalismo.
Para que un proyecto socialdemócrata prospere es preciso que
exista una sociedad democrática, es decir, una comunidad que estén condiciones
de componer y aceptar el pacto democrático, de reconocimiento y distribución,
entre los actores claves de las economías modernas.
Las sociedades que han logrado, al menos parcialmente y
durante momentos históricos específicos, construir proyectos socia-democráticos
exitosos, han presentado dos características simultáneas que tensionan y riñen
entre sí. Por una parte, estos proyectos se han apoyado en la existencia de una
comunidad político-territorial estable y legítima que constituye una forma
particular de igualdad definida por la pertenencia de todas las personas miembros,
a una comunidad política territorialmente delimitada. Pero, por otra parte, los
proyectos social-democráticos también se han apoyado una segunda forma de
igualdad que existen en tensión con la anterior y que define una forma
diferente de igualdad secular. En este caso, se trata de la aceptación de
cierto grado libertad irreductible e indeterminada, que todos los hombres
conservan en la forma de un capricho individual que no puede ser suprimido. Su
manifestación más acabada no es en la soberanía política del individuo sino en
la soberanía del propietario sobre la cosa apropiada.
En otros términos, los proyectos socialdemócratas han
construido pactos de reconocimiento y distribución sólo a partir de la efectiva
realidad de dos principios igualitarios, opuestos entre sí y en tensión
permanente: la realidad de la comunidad político-territorial y la realidad de
la propiedad privada. No hay proyecto social democrático sin uno u otro.
Llevados al extremo, la idea de comunidad
político-territorial desemboca en el nacionalismo y su irracionalidad, mientras
que la de individuo convertida en absoluto se precipita sobre liberalismo y su
irracionalidad. La socialdemocracia, en cambio, propone el pacto y el acuerdo:
una idea de comunidad superadora, una sociedad de articulaciones que se
desarrolla, no sin conflictos, en un sentido de progreso.
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