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lunes, 27 de febrero de 2017

La posverdad marca el fin de una época

Por José Nun (*)
Creo que no se le ha prestado toda la atención que merece al término que vienen de incorporar los Diccionarios Oxford, juzgándolo "la palabra del año". Me refiero a posverdad. Según parece, lo usó por primera vez el dramaturgo Steve Tesich en 1992, en las páginas de The Nation, y fue reflotado en 2004 por el sociólogo Ralph Keyes en su libro The Post-Truth Era. Dishonesty and Deception in Contemporary Life (La era de la posverdad. La deshonestidad y el engaño en la vida contemporánea). 

Poco después, el periodista Eric Alterman lo aplicó a la política y bautizó la de George W. Bush como "la presidencia de la posverdad" por el modo mendaz en que manipuló a sus fines los atentados contra las Torres Gemelas. Y ahora la expresión resurge gracias a otro político republicano. Así, en septiembre del año pasado, The Economist le dedicó su artículo de tapa a Donald Trump, titulándolo "Art of the Lie. Post-Truth Politics in the Age of Social Media" (El arte de la mentira. La política de la posverdad en la era de los medios sociales).

¿Cuál es el significado del término? Denota aquellas circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y a las creencias personales. Dicho de otra manera: para amplios sectores, que algo aparente ser verdad se vuelve más importante que la propia verdad, sobre todo si coincide con su sentido común. Los promotores del Brexit, por ejemplo, tuvieron éxito porque, entre otras cosas, confirmaron los prejuicios de muchos ingleses asegurándoles que al salir de la Unión Europea se ahorrarían 435 millones de dólares por semana, una falsedad que reconocieron como tal sólo después de ganar el referéndum, cuando ya no les convenía sostenerla.

El caso de Trump es desopilante. Su campaña fue un compendio de disparates que confirmaron a dos tercios de sus votantes en la errada idea de que el desempleo había crecido durante la segunda presidencia de Obama y a 3 de cada 4 en la certeza de que George Soros financió las manifestaciones de protesta en contra de su candidato. Sólo en su primera semana de gobierno, se comprobó que Trump mintió más de 300 veces. Contra toda evidencia, su secretario de Prensa afirmó que a la ceremonia inaugural había asistido la mayor multitud de la historia. No es casual que en un libro firmado por Trump se lea que "la gente siempre quiere creer que algo es lo más grandioso y lo más espectacular que existe".

Volvamos a la posverdad. ¿Por qué no hablar simplemente de mentira? Porque, no del todo a sabiendas, se está apuntando a un cambio de época que trasciende la simple distinción entre lo verdadero y lo falso. Para apreciar mejor este cambio, conviene remontarse a los comienzos de la era que se ha venido cerrando.

Me refiero a finales del siglo XVIII, cuando fueron naciendo en Occidente las distintas ideologías políticas, hijas del Iluminismo. La fe, la tradición o la autoridad del emisor dejaban de ser credenciales suficientes para que una definición de la realidad ingresase con éxito al debate público. En principio, la racionalidad se convertía en el único título reconocido como válido. En palabras de Alvin Gouldner, "el Iluminismo se transforma en la edad de la ideología cuando se emprende la movilización de las masas para proyectos públicos a través de la retórica del discurso racional". Sin perjuicio de su inevitable recurso a las emociones y a los sentimientos, lo central es que los llamados a la acción de derecha o de izquierda pasaron a basarse en diagnósticos más o menos elaborados acerca de la sociedad a mantener o a cambiar.

A más de dos siglos de distancia, ese andamiaje racional que tantas veces tambaleó, hoy se está derrumbando. Resuena con mayor fuerza que nunca la idea de Nietzsche de que las pasiones, los intereses o los instintos son dimensiones de la vida humana más básicas que la razón para motivar nuestras creencias. Porque ésta es la gran cuestión. Desde el vamos, el racionalismo de los países desarrollados fue elitista, liberal y no democrático, y la participación política quedó restringida durante largo tiempo a la "gente decente". Luego, a medida que se iba expandiendo el sufragio y el liberalismo se democratizaba, la forma representativa de gobierno buscó ponerles la mayor sordina posible a los razonamientos de sentido común del grueso de la población al prohibir que los representantes quedaran sujetos a instrucciones o mandatos. Como expliqué en El sentido común y la política (FCE, 2015), es por eso que se remontan también a principios del siglo XIX los orígenes de un estilo político particular que se enfrentó a las distintas expresiones del liberalismo racionalista en nombre del sentido común propio del pueblo "verdadero", esto es, lo que décadas más tarde recibiría el nombre de populismo.

La larga historia que desemboca en la posverdad (y, ¿por qué no?, en la posdemocracia) es en extremo compleja y no admite simplificaciones. Pero quiero destacar aquí por lo menos tres de las claves que ayudan a pensarla. Una es contextual. El capitalismo no logra superar su cuarta gran crisis. La primera fue la de 1890; la segunda, la de 1929-30; vino luego la de los años 70, y estamos vadeando la que se inició en 2007/8. Las de 1890 y 1970 se debieron a fuertes caídas de las tasas de ganancia de las empresas. En cambio, tanto la de 1929-30 como la actual son el fruto de procesos salvajes de acumulación capitalista. Con rasgos muy distintos según el país, de la de 1929-30 se salió merced a una disminución considerable de la desigualdad (en los Estados Unidos el presidente Roosevelt les aumentó un 90% los impuestos a los ricos). Ahora, en cambio, la concentración de la riqueza es abismal y el neoliberalismo en boga postula como remedio que se les rebajen los impuestos a los ricos. No es extraño que la pobreza y la incertidumbre sean hoy los fantasmas que recorren el mundo.

En este clima, floreció una paradoja. La sociedad del conocimiento culminó en ese logro inmenso que es la informática, pero inesperadamente las redes sociales se han convertido en un colosal vehículo instantáneo de falsedades y fabulaciones que refuerzan los elementos más conservadores y dogmáticos de lo que Gramsci llamaba el "sentido común vulgar", siempre ávido de certezas. Se trata de la segunda clave a la cual aludía. Como solían decir los gauchos, anticipándose a Orwell, difundir una mentira es como echar agua sobre piso de tierra: nunca se la puede recoger toda.

Con lo cual llego a la tercera clave. Salvo para una minoría, en todas partes han perdido autoridad (a menudo por buenos motivos) los juicios de los expertos y de los periodistas, tradicionalmente encargados de discriminar entre verdad y mentira. Perón decía: "Alpargatas, sí; libros, no"; Trump declara: "Amo a la gente poco educada", y Beppe Grillo se alegra porque millones de personas ya no leen sus diarios ni miran su televisión. Cunde el antiintelectualismo y son legión los sabios y los entendidos que deben asumir su propia responsabilidad por este desenlace. Después de todo, los tecnócratas y los populistas tienen algo en común y es su aversión al debate: unos, porque poseen la única solución racional para cada problema; y los otros, porque sólo ellos expresan la voz del pueblo.

En esto estamos y de ahí que resulte necesario y urgente tomar conciencia de las razones de fondo que han llevado a la emergencia del término posverdad. Indica a su modo que se viene cerrando una época y sería grave ignorarlo, por poco que nos gusten las personas como Trump.

(*) Abogado y politólogo, exsecretario de Cultura de la Nación

© La Nación

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