Por José Nun (*) |
Creo que no se le ha prestado toda la atención que
merece al término que vienen de incorporar los Diccionarios Oxford, juzgándolo
"la palabra del año". Me refiero a posverdad. Según
parece, lo usó por primera vez el dramaturgo Steve Tesich en 1992, en las páginas
de The Nation, y fue reflotado en 2004 por el sociólogo Ralph Keyes en su libro The
Post-Truth Era. Dishonesty and Deception in Contemporary Life (La era
de la posverdad. La deshonestidad y el engaño en la vida contemporánea).
Poco
después, el periodista Eric Alterman lo aplicó a la política y bautizó la de
George W. Bush como "la presidencia de la posverdad" por el modo
mendaz en que manipuló a sus fines los atentados contra las Torres Gemelas. Y
ahora la expresión resurge gracias a otro político republicano. Así, en
septiembre del año pasado, The Economist le dedicó su artículo de tapa a Donald
Trump, titulándolo "Art of the Lie. Post-Truth Politics in the Age of
Social Media" (El arte de la mentira. La política de la posverdad en
la era de los medios sociales).
¿Cuál es el significado del término? Denota
aquellas circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos en la
formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y a las
creencias personales. Dicho de otra manera: para amplios sectores, que algo
aparente ser verdad se vuelve más importante que la propia verdad, sobre todo
si coincide con su sentido común. Los promotores del Brexit, por ejemplo,
tuvieron éxito porque, entre otras cosas, confirmaron los prejuicios de muchos
ingleses asegurándoles que al salir de la Unión Europea se ahorrarían 435
millones de dólares por semana, una falsedad que reconocieron como tal sólo
después de ganar el referéndum, cuando ya no les convenía sostenerla.
El caso de Trump es desopilante. Su campaña fue un
compendio de disparates que confirmaron a dos tercios de sus votantes en la
errada idea de que el desempleo había crecido durante la segunda presidencia de
Obama y a 3 de cada 4 en la certeza de que George Soros financió las
manifestaciones de protesta en contra de su candidato. Sólo en su primera
semana de gobierno, se comprobó que Trump mintió más de 300 veces. Contra toda
evidencia, su secretario de Prensa afirmó que a la ceremonia inaugural había
asistido la mayor multitud de la historia. No es casual que en un libro firmado
por Trump se lea que "la gente siempre quiere creer que algo es lo más grandioso
y lo más espectacular que existe".
Volvamos a la posverdad. ¿Por qué no hablar
simplemente de mentira? Porque, no del todo a sabiendas, se está apuntando a un
cambio de época que trasciende la simple distinción entre lo verdadero y lo
falso. Para apreciar mejor este cambio, conviene remontarse a los comienzos de
la era que se ha venido cerrando.
Me refiero a finales del siglo XVIII, cuando fueron
naciendo en Occidente las distintas ideologías políticas, hijas del Iluminismo.
La fe, la tradición o la autoridad del emisor dejaban de ser credenciales
suficientes para que una definición de la realidad ingresase con éxito al
debate público. En principio, la racionalidad se convertía en el único título
reconocido como válido. En palabras de Alvin Gouldner, "el Iluminismo se
transforma en la edad de la ideología cuando se emprende la movilización de las
masas para proyectos públicos a través de la retórica del discurso
racional". Sin perjuicio de su inevitable recurso a las emociones y a los
sentimientos, lo central es que los llamados a la acción de derecha o de
izquierda pasaron a basarse en diagnósticos más o menos elaborados acerca de la
sociedad a mantener o a cambiar.
A más de dos siglos de distancia, ese andamiaje
racional que tantas veces tambaleó, hoy se está derrumbando. Resuena con mayor
fuerza que nunca la idea de Nietzsche de que las pasiones, los intereses o los
instintos son dimensiones de la vida humana más básicas que la razón para
motivar nuestras creencias. Porque ésta es la gran cuestión. Desde el vamos, el
racionalismo de los países desarrollados fue elitista, liberal y no
democrático, y la participación política quedó restringida durante largo tiempo
a la "gente decente". Luego, a medida que se iba expandiendo el
sufragio y el liberalismo se democratizaba, la forma representativa de gobierno
buscó ponerles la mayor sordina posible a los razonamientos de sentido común
del grueso de la población al prohibir que los representantes quedaran sujetos
a instrucciones o mandatos. Como expliqué en El sentido común y la
política (FCE, 2015), es por eso que se remontan también a principios
del siglo XIX los orígenes de un estilo político particular que se enfrentó a
las distintas expresiones del liberalismo racionalista en nombre del sentido
común propio del pueblo "verdadero", esto es, lo que décadas más
tarde recibiría el nombre de populismo.
La larga historia que desemboca en la posverdad (y,
¿por qué no?, en la posdemocracia) es en extremo compleja y no admite
simplificaciones. Pero quiero destacar aquí por lo menos tres de las claves que
ayudan a pensarla. Una es contextual. El capitalismo no logra superar su cuarta
gran crisis. La primera fue la de 1890; la segunda, la de 1929-30; vino luego
la de los años 70, y estamos vadeando la que se inició en 2007/8. Las de 1890 y
1970 se debieron a fuertes caídas de las tasas de ganancia de las empresas. En
cambio, tanto la de 1929-30 como la actual son el fruto de procesos salvajes de
acumulación capitalista. Con rasgos muy distintos según el país, de la de
1929-30 se salió merced a una disminución considerable de la desigualdad (en
los Estados Unidos el presidente Roosevelt les aumentó un 90% los impuestos a
los ricos). Ahora, en cambio, la concentración de la riqueza es abismal y el
neoliberalismo en boga postula como remedio que se les rebajen los impuestos a
los ricos. No es extraño que la pobreza y la incertidumbre sean hoy los
fantasmas que recorren el mundo.
En este clima, floreció una paradoja. La sociedad
del conocimiento culminó en ese logro inmenso que es la informática, pero
inesperadamente las redes sociales se han convertido en un colosal vehículo
instantáneo de falsedades y fabulaciones que refuerzan los elementos más
conservadores y dogmáticos de lo que Gramsci llamaba el "sentido común
vulgar", siempre ávido de certezas. Se trata de la segunda clave a la cual
aludía. Como solían decir los gauchos, anticipándose a Orwell, difundir una
mentira es como echar agua sobre piso de tierra: nunca se la puede recoger
toda.
Con lo cual llego a la tercera clave. Salvo para
una minoría, en todas partes han perdido autoridad (a menudo por buenos motivos)
los juicios de los expertos y de los periodistas, tradicionalmente encargados
de discriminar entre verdad y mentira. Perón decía: "Alpargatas, sí;
libros, no"; Trump declara: "Amo a la gente poco educada", y
Beppe Grillo se alegra porque millones de personas ya no leen sus diarios ni
miran su televisión. Cunde el antiintelectualismo y son legión los sabios y los
entendidos que deben asumir su propia responsabilidad por este desenlace.
Después de todo, los tecnócratas y los populistas tienen algo en común y es su
aversión al debate: unos, porque poseen la única solución racional para cada
problema; y los otros, porque sólo ellos expresan la voz del pueblo.
En esto estamos y de ahí que resulte necesario y
urgente tomar conciencia de las razones de fondo que han llevado a la
emergencia del término posverdad. Indica a su modo que se viene cerrando una
época y sería grave ignorarlo, por poco que nos gusten las personas como Trump.
(*) Abogado y politólogo, exsecretario de Cultura de la Nación
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