Por Julio María Sanguinetti (*) |
Las leyes deben ser asertivas, no simbólicas. El
feminicidio ya está comprendido en el artículo 311 del Código Penal, no hay
vacío legal. Y una nueva figura puede incluso complicar antes que ayudar.
Los
cambios —imprescindibles— deben producirse en el campo de la cultura, que es la
raíz de este problema que ha engendrado tantas tragedias.
Se está proponiendo en el Parlamento uruguayo crear
un nuevo delito, el feminicidio, o sea, el homicidio de una mujer. La propuesta
está motivada por el constante repicar de abusos en la vida familiar y
particularmente por la reiteración de homicidios de hombres a sus parejas. Esos casos
incluyen muchas veces el asesinato de los hijos y el suicidio del criminal.
Es natural que haya una reacción y están muy bien
las organizaciones que batallan en el tema. Hay que asumir, sin embargo, que no
es nada sencillo porque se trata de un cambio cultural que, como todo cambio de
esa naturaleza, requiere un enorme esfuerzo educativo. No hay nada más
persistente que la mentalidad y en la nuestra está, desgraciadamente, el
predominio masculino. Las cuatro religiones monoteístas establecieron la
subordinación femenina, pero mientras las judeocristianas fueron cambiando ante
el empuje del liberalismo, la musulmana persiste en esa idea (y de un modo tan
radical que indigna).
La filosofía liberal y democrática fue logrando, en
los dos últimos siglos, un gran avance, pero con enormes resistencias. El voto
de las mujeres se alcanzó en Europa después de las guerras porque, dada su
enorme contribución entre 1914 y 1918, era imposible negarse. Es notorio que
todavía hoy el tema es desafiante y cuesta. Basta salir a la calle y
observar cómo se trata a las mujeres, tanto por los demás automovilistas como
por esos presuntos limpiavidrios de los semáforos, para advertir que el
machismo está ahí, delante de nuestros ojos.
Los movimientos feministas han batallado mucho
aunque no siempre bien, porque en ocasiones sus excesos rozan el ridículo y, en
vez de abogar por la buena causa, logran lo contrario. El "todas y
todos" cuando desde siempre se iniciaron los discursos diciendo
"señoras y señores" ha sido, a nuestro juicio, un retroceso. El
fanatismo semántico llegó hasta una ministra española, que en una comisión se
dirigió a los "miembros y miembras" para solaz de los machistas, que
pudieron reírse a sus anchas.
Cuando aparecieron en nuestro país niñas musulmanas
con su velo en las escuelas públicas, dijimos que debía prohibirse, porque era
aceptar un símbolo de la subordinación femenina. Las autoridades educativas
resolvieron lo contrario, incurriendo en un lamentable extravío de la laicidad
y una contribución —involuntaria pero muy expresiva— de la degradación de la
condición femenina. Esa sí que es "una señal" y nuestra voz fue
solitaria en el reclamo.
Ahora bien, el establecimiento de un delito
específico, concebido como una señal, no va a significar nada.
El artículo 311 del Código Penal establece como
"circunstancias especialmente agravantes" del homicidio, con una pena
de diez a veinticuatro años de penitenciaría, "cuando se cometiera en la
persona del ascendiente o del descendiente legítimo o natural, del cónyuge, del
concubino o concubina 'more uxorio', del hermano legítimo o natural, del padre
o del hijo adoptivo". Los otros agravantes especiales son la
premeditación, la utilización de veneno y si hubiera un homicidio anterior.
O sea que está claro que el feminicidio ya está
comprendido, como el filicidio, de igual perversidad y merecedor de la misma
condena. No hay ningún vacío jurídico. Podría decirse que incluso una
nueva figura puede complicar más que ayudar, al aplicarse a episodios en
que van a convivir el nuevo delito con el tradicional.
Las leyes no están para dar señales sino para actuar
asertivamente, aprobando o —en su caso— reprobando, pero no para actitudes
simbólicas. Como es difícil oponerse dada la buena motivación inspiradora,
seguramente saldrá en el Parlamento, pero no se equivoquen los movimientos
feministas: no significará nada. Lo que sí ha de seguirse es una
campaña fuerte —e inteligente— de condenación, un reclamo vigoroso también a
los organismos educativos, una acción persistente que pueda golpear sobre esa
arraigada mentalidad, e intentar los cambios necesarios.
Hay que batallar y seguir batallando. Los hombres
algún día entenderán que, siendo hijos de una madre que les dio vida, ninguna
otra mujer será su propiedad sino lo contrario, su compañera si es su cónyuge,
o bien su responsabilidad y alegría si es una hija o una nieta. Los hábitos
familiares son lo principal. En el plano público, las señales más importantes
deben venir desde lo simbólico, en las parejas notorias, sean artistas o
políticos, que en su actitud de respeto hacia sus cónyuges hagan docencia. Y ni
hablar de maestros, mujeres u hombres, docentes en general, que han de inspirar
a los muchachos a sentirse más hombres respetando y queriendo, que agraviando o
mandoneando. En una palabra, sacarse de la mente la idea de que quien comprende
y sigue a su mujer no es "un pollerudo" sino lo contrario, un ser
maduro, consciente de su fuerza, que necesita de la fuerza de "la
otra" para que la vida valga la pena ser vivida.
(*) Abogado, Historiador y Escritor. Fue dos veces
presidente de Uruguay.
© Infobae
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