Por Alejandro Higashi
Lo sé. Cuando se trata de gramática, lo primero que nos viene a la
cabeza son reglas... muchas y muy confusas. Y las reglas no nos gustan.
Cruzamos la calle sin mirar dónde está el paso de cebra y a las fiestas siempre
llegamos con retraso. Pese a todo, las reglas gramaticales forman parte de
nuestras vidas.
Decimos el agua fría y no la agua fría porque
sabemos que los sustantivos comunes femeninos que empiezan con a- requieren
un artículo masculino. También decimos el asta roja, el
águila majestuosa o el alma inmortal. Nunca, por supuesto,
diríamos el angustia o el albóndiga, porque
sabemos que nuestra regla solo funciona con los sustantivos femeninos que
inician con a- tónica (água, águila, álma).
¿Cuándo aprendimos que la conjugación del verbo andar es
irregular y que se conjuga yo anduve y no yo andé?
Asimilamos estas y otras reglas gramaticales espontáneamente, cuando adquirimos
nuestras primeras habilidades verbales. El día que alguien nos saludó y dijo hola,
aprendimos a repetir hola y a agitar la mano en un contexto de
saludo, pero al mismo tiempo supimos que no era un verbo porque no podía
conjugarse (yo holo, tú holas, él hola, nosotros
holamos... pero yo saludo, tú saludas, él
saluda...) y que no era un sustantivo porque no tenía ni género ni número (hola/holo/holas/holos)
como otro sustantivo homófono, pero de sentido muy distinto: las olas del
mar.
¿Espontáneamente? Consideremos la siguiente analogía. Digamos que
aprendimos a comer como aprendimos a hablar: por imitación. Para comer hemos
tenido que aprender a abrir la boca, a masticar y a deglutir; para hablar, a
abrir la boca y articular con ayuda de nuestro aparato fonador. Luego, ha sido
cuestión de meternos a la boca lo que nos han puesto delante y de repetir las
frases que hemos escuchado según la situación comunicativa en la que estemos. A
partir de aquí, las cosas se complicaron: tuvimos que aprender a clasificar los
cubiertos por su función (cuchara, cuchillo, tenedor) y tamaño (cuchara sopera
y cuchara cafetera) para manipularlos de la forma correcta y usarlos con el
alimento correcto (el tenedor no sirve para la sopa). Tuvimos que analizar los
datos (herramientas dispuestas alrededor del plato), identificar patrones
abstractos (la cuchara recoge líquidos y las sopas por lo general tienen una
consistencia líquida) e inferir reglas a partir de las regularidades percibidas
(la sopa se come con la cuchara). En una escala mayor, tuvimos que decidir
dónde comer en función de nuestras necesidades sociales (en casa con amistades,
en el restaurante para las citas de trabajo, en el restaurante de atmósfera
sofisticada para las citas románticas), lo que implicó un pelín de cultura
general que orientara nuestras decisiones (¿cuál es más formal?; ¿la comida
italiana o la argentina?, ¿los tacos o el sushi?). Aprendimos el lenguaje
especializado de la cocina (taco karaage, fetuccini, vacío, suadero, etcétera.)
y sus reglas básicas (las carnes saben mejor al carbón y las pastas se sirven
al dente). Armados de conceptos y reglas, muchos de nosotros aprendimos incluso
a cocinar. En resumen, la evolución de comer no fue comer
más; fue aprender más conceptos y más reglas para cocinar nuestros
alimentos.
¿Y la gramática? Simplemente la olvidamos y rara vez hemos pasado, en
consecuencia, del plano elemental de la imitación. Se diversificaron los
modelos y eso supuso cierta fortuna lingüística amasada con frases de la
televisión, el cine, la escuela, las amistades; pero no pasamos de imitar lo
que escuchamos con pequeñas variaciones. Solemos vivir en el analfabetismo
gramatical. Si el cuchillo y el tenedor cortan la carne, la puntuación nos
ayuda a dividir y organizar nuestras ideas. Si las hierbas de olor le dan un
toque personal a las recetas de todos los días, los adjetivos nos ayudan a
matizar la realidad objetiva para imprimirle nuestro punto de vista. La vajilla
nos salva de mezclar gustos; las reglas gramaticales evitan un mensaje confuso.
Hablamos con corrección y quizá hablamos mucho, pero sin conocer y aprovechar
las herramientas gramaticales que nos permitirían experimentar con esas partes
para comunicar nuestras ideas con mayor claridad y eficiencia.
¿Para qué sirve la gramática? Para absolutamente todo. No exagero.
Digamos que estamos con un niño pequeño, echa a correr y le gritamos lo primero
que nos viene a la cabeza: Si corres te vas a caer. Se trata de una
construcción condicional con su prótasis (si corres) y su apódosis (te
vas a caer) en regla. La prótasis expresa un requisito que, de darse,
conduce a un resultado inminente... y como el niño ya corre, lo que afirmamos
es que fracasará sin remedio. Nuestra oración es un boicot lingüístico que lo
condena a caer. Minamos su joven autoestima sin darnos cuenta. La siguiente
vez, lo pensamos un poco más y gritamos No corras porque te caerás.
Ahora usamos una construcción bimembre ilativa, donde al primer segmento sigue
su consecuencia directa. Nuestro enunciado empeoró: inicia con una orden (no
corras) en presente de subjuntivo, por lo que la primera acción (correr)
resulta más bien conjetural, pero su consecuencia es real porque está en futuro
de indicativo: te caerás. Así de absurda es esta oración: pasa de
un hipotético no corras (aunque el niño ya está corriendo) a
una afirmación rotunda (te caerás). Esta frase nos convierte en adultos
autoritarios, capaces de augurar las peores consecuencias al pobre niño que
intente correr.
En la siguiente oportunidad, analizamos el enunciado para advertir que
nos hemos centrado en la tercera persona del singular (es decir, en el niño)
y olvidamos la opinión personal. Si volvemos sobre nuestros pasos, tendremos
que usar la primera persona del singular (yo): Te pido que no
corras porque me da miedo que te caigas. Quizá menos económica, pero mucho
más precisa. Queda claro que se trata de un juicio ejercido sobre
probabilidades: tanto el corras como el caigas son
conjeturales (en modo subjuntivo) y el te pido y me da
miedo son afirmaciones en primera persona del modo indicativo que
explicitan una perspectiva eminentemente personal. La situación comunicativa (el
niño que corre) y nuestra intención (que deje de correr) no
cambiaron, pero el enunciado se volvió más preciso y efectivo gracia a una
mayor conciencia lingüística. Nunca quisimos decir que la consecuencia
directa de correr era caerse. ¿Quién sería tan tonto para afirmar eso? Caerse no
deja de ser una eventualidad. Cualquier niño pequeño podría contraargumentar
fácilmente: “entonces, cuando juegue al futbol con mis amigos, ¿mejor no
corro?”
Si esto puede hacer la gramática en una situación tan simple como la
descrita, figúrense en una posición de liderazgo. ¿Qué haría la gramática por
el dirigente de un grupo? Imagínense un líder que en vez de ordenar refuerce
conductas positivas a través de charlas claras y bien construidas; que motive a
su grupo con la exposición amena y ordenada de las consecuencias directas de
estas conductas en vez de simplemente ser vocero de premios y castigos. Que
oriente a través de la exposición de propósitos comunes explicados con lucidez
y franqueza. Que dentro de su esfera de influencia construya coaliciones de
beneficio mutuo a través de narrativas sencillas y sinceras, con las que sus
seguidores puedan sentirse identificados. No se trata de engañar, sino de
aclarar. Todo esto se facilitaría con un dominio consciente del uso del
lenguaje. Una frase construida conforme a la gramática es precisa, estética,
honesta, respetuosa del entorno social y hace que nuestra idea original sea más
efectiva. ¿Quién no quiere eso? Si estudiáramos más el lenguaje (sus nombres,
sus patrones, sus excepciones), como hemos hecho con la comida, no debería ser
una meta a largo plazo... pero no nos gustan las reglas.
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