Por Manuel Vicent |
El éxtasis es un estado en que la persona pierde la
conciencia del mundo exterior y consigue disolver su individualidad en un ser
ilimitado superior. Se trata de una experiencia mística que unas veces se
consigue con la meditación y otras con la ayuda de una droga propicia. El
cuerpo se queda sin peso y sumamente ligero se eleva muy alto hasta darle a la
caza alcance que, según Juan de la Cruz, consiste en una armonía y un placer
innombrables.
Hay quien asegura haber experimentado esta sensación en la
guerra mientras caían bombas alrededor y puede que alguno haya logrado por fin
esa unidad con el Todo en el paredón un momento antes de ser fusilado.
En el rostro de Teresa de Ávila que esculpió Bernini se
expresa esa subida a tan señalada cumbre donde el orgasmo acrecentado por la
santidad se funde con la llamada pequeña muerte. Pero no es necesario ser un
místico.
Mucha gente corriente sabe que el éxtasis también se halla
en el vértice de cada uno de los cinco sentidos. La conciencia cósmica se puede
obtener también ante una escorpa braseada si se acompaña con un vino exacto. La
iluminación interior, que coloca a una persona en un plano existencial elevado,
se produce al sorprender a una gota del deshielo que cae como una nota musical
desde el abeto y un pájaro escarlata se la bebe en el aire.
El estado de júbilo y felicidad se instala en el fondo del
cerebro más vulgar al oler a pan de payés en una profunda tahona de pueblo, a
enebro sangrante recién trasquilado, a la melaza que se expande al abrir un
libro antiguo de donde se escapa una tijereta.
El sentido de la inmortalidad está también en la decisión de
negarte a morir simplemente hasta oír al último pianista tocar Amapola en ese hotel donde nunca estuvo
ni Churchill ni los duques de Windsor. La mística moderna está ya al alcance de
cualquiera.
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