Por Jorge Fernández Díaz |
Temprano todavía para sospechar del nivel de demolición
institucional que el kirchnerismo alcanzaría, el sociólogo Eduardo Fidanza me
tranquilizó una tardecita en la calle Bouchard: "Cruzarán muchos límites
pero tienen uno infranqueable y paradójico -me dijo de un modo clarividente-.
Cargan con el mandato existencial de ser políticamente correctos y eso actúa
como un freno inhibitorio".
La corrección, esa vacuna del
"buenismo" compuesta por reglas de convivencia humanitaria y respeto
por las minorías, a veces pasa de benéfica a tóxica. Es que mejora a las
sociedades y recorta los autoritarismos, pero también hace estragos y amordaza
cuando se extrema, como ocurre en muchas capitales de la Argentina y del mundo,
y por supuesto en el corazón de una Europa cada vez más tilinga, donde ahora la
lucha resulta diametralmente opuesta: "La presión sobre la libertad de
opinión se ha hecho inaguantable -dice el lúcido escritor español Javier
Marías-. Se miden tanto las palabras (no se vaya a ofender cualquier tonto ruidoso,
o las legiones que de inmediato se le suman en las redes sociales) que casi
nadie dice lo que piensa".
La pequeña burguesía culta e informada y las elites
políticas quedaron aisladas de la clase media rasa y el proletariado industrial
en los Estados Unidos. Trump rompió las reglas para darles voz y representarlos
aun en sus prejuicios y pulsiones más siniestras, y por lo visto gobernará con
la incorrección más salvaje. Esa fórmula del éxito hace pensar mucho a los
exitistas argentinos, que cavilan si en la próxima reencarnación no deberían
imitarlo. La reforma inmigratoria de Macri, que con semejante corrimiento
global hacia la derecha parece un rezagado socialdemócrata, recogió el 80% de
aprobación popular, y este dato no ha pasado inadvertido en los campamentos de
la oposición donde se discuten las estrategias a mediano y largo plazo. No
saben todavía, claro está, si Trump triunfará económicamente y por lo tanto si
será cool (y contagioso), o si se convertirá con el tiempo en un quemo
absoluto. Pero su nacionalismo trágico les encanta, los justifica, y su
desprecio por la "partidocracia" les recuerda los apolillados
apotegmas del primer Perón.
Por lo pronto, Guillermo Moreno ha tenido la valentía de
decir este verano lo que muchos dirigentes piensan y callan: "Trump es
medio peronista... creo que se instala la posibilidad de un nuevo eje
Washington-Moscú-Roma". El asunto tiene una cómica complejidad, puesto que
las brújulas están estallando por el aire, y entonces para algunos
kirchneristas Putin encarna de repente una especie de peronismo del siglo XXI
(orgullo nacional y popular pero con belicismo, persecución a homosexuales,
despenalización de la violencia familiar y censuras múltiples); el Papa habla
de cipayos y advierte sobre el terrible embate del "liberalismo
económico" en América latina, mientras el populista de la Casa Blanca
pulveriza precisamente los acuerdos de libre comercio, y el Partido Comunista
chino se pone en Davos a la vanguardia del capitalismo mundial. ¿No era que la
globalización perjudicaba a los países chicos y que el Nafta era un mecanismo
perverso que desangraba a los mexicanos y alimentaba al imperio? Parece que
resultó exactamente al revés, y que esta ola de populistas multimillonarios
viene a instalar un nuevo orden donde la autopista comercial no sea de ida y
vuelta. El problema no es entonces el "embate del liberalismo" sino
la cancelación de un sistema globalizador que, con marchas y contramarchas y
con sus innegables imperfecciones, estaba abriendo oportunidades para los países
subdesarrollados y que de hecho sacó a millones de personas de la pobreza. Esa
es la nueva táctica del imperialismo, compañeros, dejar atrás el nuevo mercado
abierto, que dañaba a los poderosos y que beneficiaba a los emergentes. Y en el
caso de la Argentina todo es bien claro: si nos cierran las puertas, las
economías regionales alimentarias se derrumbarán un 50%; estaremos en el horno.
Al igual que el detective barcelonés Pepe Carvalho necesitaríamos quemar en
nuestra chimenea muchos libros, no como un acto de censura inquisitorial sino
porque algunos de ellos nos han engañado durante décadas y ahora nos resultan
completamente inútiles.
Macri también será víctima de todas estas metamorfosis:
enero confirmó que Trump hará lo que prometía, que asoma un nuevo ciclo
económico mundial de impredecibles secuelas y que es preciso pensar todo de
nuevo; con quién negociamos y por qué, e incluso qué cosa es hoy "un país
normal". Este terremoto debe hacer reflexionar a Cambiemos: más que nunca,
el que genera empleo reina, y el que no lo crea, resbala y cae, en un planeta
que avanza hacia la robótica y hacia nuevas condiciones que conspiran contra el
trabajo tradicional. La influencia del mandatario más poderoso de la Tierra
irradia sobre los pueblos y diseña culturas, el trumpismo está de moda y es el
hecho maldito del país burgués, pero a la vez puede incendiar para siempre la
palabra "populismo" si las cosas se le descalabran. La Argentina es
porosa a esos movimientos externos. Siempre lo ha sido.
El cambio sorprende al peronismo sumido en un debate acerca
de cuál debe ser su nuevo traje de ocasión. Como no hay un líder ni una idea
unificadora, como la autocrítica de estos últimos doce meses no incluyó el
fracaso económico ni las tropelías feudales, como todo quedó en acatar el
castigo de las urnas y a lo sumo en tomar distancia de los
"piantavotos", el gran movimiento invertebrado practica el
desconcierto y la balcanización. Algunos de sus referentes han descubierto,
encuestas en mano, el imperativo del momento: no ponerle la proa al flamante
gobierno constitucional, como hicieron en el pasado. Pero no saben a ciencia
cierta cuál debe ser su nuevo rumbo. Ese vacío siempre es peligroso, y en esta
coyuntura podría llenarlo el modelo Trump, aunque esto suene algo escandaloso,
sobre todo si se tiene en cuenta que el nuevo señor de la guerra no sólo es un
proteccionista imperial, sino también un xenófobo y un apologista de la
tortura. En las antípodas, Miguel Ángel Pichetto pateó estos días el hormiguero
y colocó en el centro de la discusión lo que denominó "la tara
autoritaria" del peronismo: "Tiene que ser un partido del sistema y
no creerse el sistema mismo -declaró-. Muchas veces nos asemejamos al PRI, al
creer que el poder es para siempre". La definición apunta a un asunto
crucial e insinúa la lenta creación de un peronismo republicano. Desde las
huestes del massismo, hubo respuestas disímiles pero sintomáticas. Se lo refutó
diciendo que Pichetto no quería un peronismo "rebelde". ¿Rebelde a
qué, a la democracia, a la alternancia, a la convivencia política? La
"tara" denunciada por Pichetto sigue viva y es innegable, y el propio
cacique del Frente Renovador tuvo que salir a cortar la mayonesa. Dijo que el
Partido Justicialista estaba signado por la corrupción y el populismo, y
confirmó de hecho su coalición con Margarita Stolbizer. Que será la muleta con
la que Massa intentará ser el gran vencedor del año, para al día siguiente
captar desde esa cima a toda la corporación peronista. Massa estuvo en la
asunción de Trump y en la marcha de la resistencia; en misa y en procesión. Sus
zigzagueos, los devaneos peronistas y los vaivenes de la política exterior de
Cambiemos obedecen a que nadie sabe cómo caerá la taba, en este planeta
desconocido donde los biempensantes dudan, los imperios cambian el libreto y
ciertos preconceptos arden en la chimenea.
© La Nación
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