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domingo, 5 de febrero de 2017

En la Argentina hay que pensar todo de nuevo

Por Jorge Fernández Díaz
Temprano todavía para sospechar del nivel de demolición institucional que el kirchnerismo alcanzaría, el sociólogo Eduardo Fidanza me tranquilizó una tardecita en la calle Bouchard: "Cruzarán muchos límites pero tienen uno infranqueable y paradójico -me dijo de un modo clarividente-. Cargan con el mandato existencial de ser políticamente correctos y eso actúa como un freno inhibitorio". 

La corrección, esa vacuna del "buenismo" compuesta por reglas de convivencia humanitaria y respeto por las minorías, a veces pasa de benéfica a tóxica. Es que mejora a las sociedades y recorta los autoritarismos, pero también hace estragos y amordaza cuando se extrema, como ocurre en muchas capitales de la Argentina y del mundo, y por supuesto en el corazón de una Europa cada vez más tilinga, donde ahora la lucha resulta diametralmente opuesta: "La presión sobre la libertad de opinión se ha hecho inaguantable -dice el lúcido escritor español Javier Marías-. Se miden tanto las palabras (no se vaya a ofender cualquier tonto ruidoso, o las legiones que de inmediato se le suman en las redes sociales) que casi nadie dice lo que piensa".

La pequeña burguesía culta e informada y las elites políticas quedaron aisladas de la clase media rasa y el proletariado industrial en los Estados Unidos. Trump rompió las reglas para darles voz y representarlos aun en sus prejuicios y pulsiones más siniestras, y por lo visto gobernará con la incorrección más salvaje. Esa fórmula del éxito hace pensar mucho a los exitistas argentinos, que cavilan si en la próxima reencarnación no deberían imitarlo. La reforma inmigratoria de Macri, que con semejante corrimiento global hacia la derecha parece un rezagado socialdemócrata, recogió el 80% de aprobación popular, y este dato no ha pasado inadvertido en los campamentos de la oposición donde se discuten las estrategias a mediano y largo plazo. No saben todavía, claro está, si Trump triunfará económicamente y por lo tanto si será cool (y contagioso), o si se convertirá con el tiempo en un quemo absoluto. Pero su nacionalismo trágico les encanta, los justifica, y su desprecio por la "partidocracia" les recuerda los apolillados apotegmas del primer Perón.

Por lo pronto, Guillermo Moreno ha tenido la valentía de decir este verano lo que muchos dirigentes piensan y callan: "Trump es medio peronista... creo que se instala la posibilidad de un nuevo eje Washington-Moscú-Roma". El asunto tiene una cómica complejidad, puesto que las brújulas están estallando por el aire, y entonces para algunos kirchneristas Putin encarna de repente una especie de peronismo del siglo XXI (orgullo nacional y popular pero con belicismo, persecución a homosexuales, despenalización de la violencia familiar y censuras múltiples); el Papa habla de cipayos y advierte sobre el terrible embate del "liberalismo económico" en América latina, mientras el populista de la Casa Blanca pulveriza precisamente los acuerdos de libre comercio, y el Partido Comunista chino se pone en Davos a la vanguardia del capitalismo mundial. ¿No era que la globalización perjudicaba a los países chicos y que el Nafta era un mecanismo perverso que desangraba a los mexicanos y alimentaba al imperio? Parece que resultó exactamente al revés, y que esta ola de populistas multimillonarios viene a instalar un nuevo orden donde la autopista comercial no sea de ida y vuelta. El problema no es entonces el "embate del liberalismo" sino la cancelación de un sistema globalizador que, con marchas y contramarchas y con sus innegables imperfecciones, estaba abriendo oportunidades para los países subdesarrollados y que de hecho sacó a millones de personas de la pobreza. Esa es la nueva táctica del imperialismo, compañeros, dejar atrás el nuevo mercado abierto, que dañaba a los poderosos y que beneficiaba a los emergentes. Y en el caso de la Argentina todo es bien claro: si nos cierran las puertas, las economías regionales alimentarias se derrumbarán un 50%; estaremos en el horno. Al igual que el detective barcelonés Pepe Carvalho necesitaríamos quemar en nuestra chimenea muchos libros, no como un acto de censura inquisitorial sino porque algunos de ellos nos han engañado durante décadas y ahora nos resultan completamente inútiles.

Macri también será víctima de todas estas metamorfosis: enero confirmó que Trump hará lo que prometía, que asoma un nuevo ciclo económico mundial de impredecibles secuelas y que es preciso pensar todo de nuevo; con quién negociamos y por qué, e incluso qué cosa es hoy "un país normal". Este terremoto debe hacer reflexionar a Cambiemos: más que nunca, el que genera empleo reina, y el que no lo crea, resbala y cae, en un planeta que avanza hacia la robótica y hacia nuevas condiciones que conspiran contra el trabajo tradicional. La influencia del mandatario más poderoso de la Tierra irradia sobre los pueblos y diseña culturas, el trumpismo está de moda y es el hecho maldito del país burgués, pero a la vez puede incendiar para siempre la palabra "populismo" si las cosas se le descalabran. La Argentina es porosa a esos movimientos externos. Siempre lo ha sido.

El cambio sorprende al peronismo sumido en un debate acerca de cuál debe ser su nuevo traje de ocasión. Como no hay un líder ni una idea unificadora, como la autocrítica de estos últimos doce meses no incluyó el fracaso económico ni las tropelías feudales, como todo quedó en acatar el castigo de las urnas y a lo sumo en tomar distancia de los "piantavotos", el gran movimiento invertebrado practica el desconcierto y la balcanización. Algunos de sus referentes han descubierto, encuestas en mano, el imperativo del momento: no ponerle la proa al flamante gobierno constitucional, como hicieron en el pasado. Pero no saben a ciencia cierta cuál debe ser su nuevo rumbo. Ese vacío siempre es peligroso, y en esta coyuntura podría llenarlo el modelo Trump, aunque esto suene algo escandaloso, sobre todo si se tiene en cuenta que el nuevo señor de la guerra no sólo es un proteccionista imperial, sino también un xenófobo y un apologista de la tortura. En las antípodas, Miguel Ángel Pichetto pateó estos días el hormiguero y colocó en el centro de la discusión lo que denominó "la tara autoritaria" del peronismo: "Tiene que ser un partido del sistema y no creerse el sistema mismo -declaró-. Muchas veces nos asemejamos al PRI, al creer que el poder es para siempre". La definición apunta a un asunto crucial e insinúa la lenta creación de un peronismo republicano. Desde las huestes del massismo, hubo respuestas disímiles pero sintomáticas. Se lo refutó diciendo que Pichetto no quería un peronismo "rebelde". ¿Rebelde a qué, a la democracia, a la alternancia, a la convivencia política? La "tara" denunciada por Pichetto sigue viva y es innegable, y el propio cacique del Frente Renovador tuvo que salir a cortar la mayonesa. Dijo que el Partido Justicialista estaba signado por la corrupción y el populismo, y confirmó de hecho su coalición con Margarita Stolbizer. Que será la muleta con la que Massa intentará ser el gran vencedor del año, para al día siguiente captar desde esa cima a toda la corporación peronista. Massa estuvo en la asunción de Trump y en la marcha de la resistencia; en misa y en procesión. Sus zigzagueos, los devaneos peronistas y los vaivenes de la política exterior de Cambiemos obedecen a que nadie sabe cómo caerá la taba, en este planeta desconocido donde los biempensantes dudan, los imperios cambian el libreto y ciertos preconceptos arden en la chimenea.

© La Nación

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