Por Antonio Jiménez Morato
Hace unas horas
decidí orearme un poco para escapar de la angustia de un día neblinoso en
Madrid. Los españoles no estáis hechos a la lluvia, así me lo explicó uno de
los albañiles bereberes que estuvo en casa la semana pasada. En Tinduf un día
así provocaría alegría y un mercado lleno, me dijo. Pero esto no es el
desierto, le respondí. Dale tiempo, me replicó. Tiene razón.
En unos años es
posible que Madrid sea la ciudad más boreal del Sahara. No estamos haciendo
nada por remediarlo. En todo caso, para escapar de la angustia y de la tristeza
que todo día así genera me fui a tomar un café y fumar un par de habanitos en
alguna terraza calefaccionada de las que cada vez más ocupan las calles de la
capital. Los impuestos asociados a disponer de esas mesas en el exterior son
demasiado altos como para no exprimir su uso durante todo el año. Los beneficiados
han sido los fabricantes de estufas de exterior y los instaladores de toldos y
mamparas. Como no podía ser de otro modo he agarrado un libro para llevarlo
conmigo. Uno de los que, en breve, dejarán de formar parte de mis posesiones
porque he decidido imitar a Fogwill y tener apenas un puñado de libros, los que
me hayan regalado días antes, para leer, y más tarde regalar los buenos a algún
amigo que pueda ser un buen destinatario de ellos o venderlos al peso a
cualquier librero de viejo.
Escogí El miedo del potero al penalty.
No porque esté en una fase de revisitar las historias del primer Handke,
algutinadas peripecias de personajes que sólo actúan, que jamás reflexionan, y
cuyas historias nos transmiten la perplejidad de la existencia, donde nada se
aclara y todo ocurre. No, en realidad si me metí en el bolsillo del abrigo ese
libro y no otro fue por su edición. Por su calidad material. El ejemplar que,
todavía, tengo es el de la primera traducción que se hizo en Alfaguara, la de
Pilar Fernández-Galiano que se editó en 1979, cuando la sede de la editorial
fundada por Cela estaba en el vanguardista edificio Torres Blancas, situado en
la entrada, o la salida, del casco urbano de Madrid, junto a la carretera de
Barcelona. O, como me gusta más recordar, junto al edificio donde pasó sus
últimos años leyendo novelas policiales plácidamente tumbado Juan Carlos
Onetti. Siempre que camino por esa zona, el cruce de la Avenida de América y la
calle Cartagena echó un vistazo a los áticos del edificio, y me gusta
imaginarlo todavía allí, rumiando otra historia de Santa María, vagamente
abstraído de todo y al mismo tiempo al tanto de cada cosa que sucede. Aunque
sea en su cabeza. Por aquellos entonces en Alfaguara hacían los que
posiblemente sean los libros venales más bellos que se han hecho en el mundo
hispanohablante. Cubiertas impresas en sobrias cartulinas para acuarela, con la
el enorme marco sin línea inferior que diseñó Enric Satué en gris y el resto de
la cubierta en sobrio azul marino. Impresa a dos tintas, blanco y amarillo, sin
imagen alguna, y siempre con una cenefa distinta para cada título, la misma que
se repite en los filetes de las tripas del libro. Interiores impresos en papel
de 100 gramos, ahuesado, en impolutos caracteres Garamond de cuerpo 12. Si he
seleccionado ese, precisamente ese libro y no otro de la estantería, se debe a
que sabía que leerlo, sostenerlo en las manos, pasar sus hojas, transitar por
cada renglón sería placentero. Los editores, abrumados por el contexto
económico y por la falta de formación, hace tiempo que parecen no darse cuenta
de la determinante importancia de la materialidad de un libro.
Se editan libros
de quinientas páginas compuestos con letras que carecen de serifas y que cansan
por lo tanto los ojos durante su lectura. Se imprimen libros en páginas de
gramaje tan ínfimo que se transparentan las líneas del reverso de la página y
por momento se hace complicada su lectura. Se distribuyen libros con portadas
sin solapas, frágiles e incómodos de guardar o manipular. Se venden libros
hechos por gente que no los ama, que se excusa en el cliché de que lo
importante del libro recae en la parte inmaterial del mismo. Pero, entonces,
¿por qué seguir haciéndolos como los objetos materiales que son? No es uno un
tipo de lector maniático. Al final lee aquello que quiere leer pese a cómo haya
sido editado. Pero no es uno tan necio o inculto como para no ser capaz de
percatarse de ese descuido. La cortesía exige no señalar los defectos ajenos, y
por eso obviaré nombres de editoriales. Pero la realidad incuestionable es que
hay editores que no aman los libros, que se dedican al oficio de editor como
podrían haberse enfrascado en el rubro de la compra y venta de cobre. Los
lectores atentos saben de qué hablo. Porque, como decía Juan Ramón Jiménez, un
libro editado de otro modo dice cosas distintas.
Me levanto de la
mesa donde escribo y me dirijo a la cocina para prepararme un té. Allí me
encuentro con la pava, sobre la encimera que compré hace una semana para la
cocina. Es una sólida encimera de madera de abedul. No de aglomerado con una
superficie lacada como tantas otras encimeras. No, es de madera sólida y noble,
abedul puro, que posiblemente sobrevivirá hasta que uno pase a mejor vida con
ligeras marcas en su superficie. El veteado de la madera se aprecia en su
superficie y resulta placentero deslizar la yema de los dedos sobre ella y
después golpear con los nudillos y escuchar el sonido denso y consistente que
la madera expulsa.
¿En qué momento
comenzamos a acostumbrarnos a que los libros, como las encimeras, no nos
reporten un placer sensual además del intelectual? No sé cuándo comenzamos a
sumergirnos en un mundo tan virtual como aburrido, pero hoy, al acompañar la
travesía del portero retirado Bloch yo disfrutaba, además, del placer del libro
que sostenía en mis manos.
El libro como
objeto de deseo y de placer, sin caer en los caprichos del bibliófilo, no me
malinterpreten. No, una edición comercial bien hecha, cuidada, respetuosa con
el lector y el texto que alberga. ¿Cuándo nos acostumbramos a prescindir de
eso?
© Eterna Cadencia / Agensur.info
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