Por Arturo Pérez-Reverte |
Acabo de darme una vuelta por la cuesta Moyano de
Madrid, deteniéndome a charlar con los viejos amigos de las casetas, y camino
sin prisas, dando un paseo con el botín de la jornada en una bolsa de lona. La
mañana de caza no ha estado mal: un par de libros útiles para documentar un
episodio de la segunda novela de Falcó, que va por su quinto capítulo sin
problemas dignos de mención, y también, aunque ya están en mi biblioteca, El asesinato de Rogelio Ackroyd, de Agatha Christie, Las hazañas del brigadier Gerard, de Conan Doyle, y el
volumen de obras completas de Wodehouse sobre Bertie Wooster y su mayordomo
Jeeves; libros estupendos que cada vez que me tropiezo con ellos compro para
regalar a algún amigo.
Total del gasto, y eso que el de Jeeves es caro, 59 euros.
Para que luego vengan diciendo los que nunca leen –y no sé cómo lo consiguen–
que los libros cuestan demasiado y que la perra vida no tiene analgésicos.
Paseo, como digo, con mi biblioteca portátil en la
mano, camino de la terraza de un café para echar un vistazo tranquilo a las
alforjas, cuando me cruzo con un grupo de niños de ambos sexos acompañados por
algunos padres y madres. Los críos tendrán entre los seis y los ocho años. Debe
de haber alguna fiesta escolar cerca, porque todos llevan disfraces. No soy
nada ducho en iconografía infantil, pero reconozco a alguno de los personajes
homenajeados: uno va de Mario Bros y otro de Bob Esponja, emparedado entre dos
cartones pintados de amarillo. Me los quedo mirando con una sonrisa, porque
incluso esos días en los que uno se levanta, oye la radio, hojea los diarios,
mira el mundo y piensa que no habría nada más grato que olor a napalm por la
mañana, los niños y los perros siempre se salvan. Los dejas aparte. Lo de los
críos es más discutible porque luego crecen, se parecen a los padres y se
convierten, a su vez, en buenos candidatos al napalm. Pero de momento, a esa
edad, aún te remueven cosas. Como los perros, ya digo. Los niños, con su lógica
implacable y su honradez intelectual, aún están a la altura de esos chuchos
nobles y leales. Todavía te ponen blandito por dentro.
El caso es que estoy viendo pasar el grupillo de
enanos, y hay una niña que viene algo más retrasada, junto a uno de los padres.
Lleva un vestido violeta y una larga peluca rubia de Rapunzel, y camina algo
entorpecida por el ruedo de la falda. Y de pronto, otro de los críos se vuelve
y le grita: «Venga, Carlos, que llegamos tarde». Entonces veo que Rapunzel hace
ademán de acelerar el paso, le miro bien la cara y descubro, o comprendo, que
no es una niña sino un niño. Ignoro si la sorpresa se me refleja en la cara o
no, pero lo cierto es que lo miro –la miro– con discreta curiosidad. Y en ese
momento, mi mirada se cruza con la del padre que camina a su lado. Es un hombre
todavía joven, bien vestido. Nos observamos durante unos segundos. Ignoro si me
reconoce o no, pero acto seguido tiene una reacción rápida, casi brusca.
Extiende una mano, coge la de su hijo y me sostiene la mirada con aire
desafiante. Sigo mi camino, y él y su hijo siguen el suyo. Y me alejo dándole
vueltas a la mirada de ese padre, entre otras cosas porque, a partir de cierta
edad y con ciertas cosas en la mochila, uno sabe interpretar miradas como ésa.
Y la que el padre de Rapunzel me dirigió era elocuente. Atrévete a sonreír, decía
sin palabras, y te arranco la cabeza.
Y oigan. No tengo ni idea de pedagogía, ni de
aficiones a tal o cual disfraz, ni de hasta qué punto un crío de ocho años
disfrazado o travestido de chica entra en los cánones convencionales de la
normalidad de sexos, o se sale de ésta. Ni idea. No sé si eso es bueno o malo
para él, e ignoro si un padre que accede a que su hijo se disfrace así hace lo
correcto, o no lo hace. Opinar sobre ello no es asunto mío. Todo ser humano es
un mundo; y cada familia, un laberinto de afectos y esperanzas, un territorio
complejo que resulta estúpido juzgar de forma superficial, desde fuera. De lo
que sí estoy seguro es de que hace falta mucho amor y mucha entereza para
acceder a que un hijo tuyo, nacido varón, vaya a una fiesta escolar cumpliendo
su ilusión de vestirse de niña. Y, lo que es aún más importante, acompañarlo
con paso firme y la cabeza bien alta, dándole la mano, protector, cuando temes
que alguien pueda mirarlo con burla o desprecio.
Así que rectifico. No sólo críos y perros. También,
si uno se fija, hay adultos que se salvan y nos salvan. Porque no me cabe duda:
si yo fuera un niño al que le hiciera ilusión vestirse de Rapunzel, querría
tener un padre como ése.
© XL Semanal
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