Por Noé Jitrik |
¿Por qué, me he preguntado muchas veces,
recuperando ese momento en el cual dejé de lado mis cuadernos escolares y vi
que entre mis manos había un libro, necesité encerrarme para leerlo?
Espontáneamente busqué un lugar que consideré propicio, me aislé y traté de que
nadie viniera a perturbar lo que todavía no era una ceremonia secreta pero que
lo era, así puedo considerarlo ahora, después de tantos años de soledades y de
libros.
Pude pensar, y lo sigo pensando, que el acto de
leer, que empieza a ocupar un lugar muy temprano en nuestra vida, es por fuerza
solitario porque, ante todo, es un acto físico, de una corporalidad innegable,
tanto que no se quiere que a uno lo vean en operación tan íntima y tan
vulnerable, como si cuando uno lee fuerzas enemigas pueden venir a dañarlo
sorprendiendo algo que se quiere reservar. Pero también es físico, o primero lo
es, porque compromete vísceras, la mente y el corazón, en la primera lectura,
en el primer libro que uno lee, todo se conmueve, el mundo trepida, nos asomamos
con un delicioso temor a lo desconocido, no sabemos bien qué nos pasa y sobre
todo qué nos puede llegar a pasar, entramos en una tierra desconocida; sin
saberlo experimentamos el exquisito temblor de lo diferente.
Tal vez, lo pude pensar mucho después, cuando la
experiencia de la lectura se convirtió en un tema para mí, esa primera
sensación tiene un carácter general, o sea que todo el que por primera vez
tiene un libro entre las manos siente lo mismo y, como yo, tarda en comprender
qué le significó el aislamiento, diverso en cada caso, al que recurrió o que se
le impuso como si empezar a leer fuera atravesar un vasto portón de un castillo
medieval. Pero como es imprudente proponer categorías universales a partir de
la sola y reducida experiencia, vale más que evoque lo que fue la primera para
mí y cuyas consecuencias no termino de aquilatar.
El primer libro que leí fue La cabaña del
Tío Tom, que no sé por qué elegí o por qué fui elegido por él. Yo vivía
entonces en un pueblo de campo, a seiscientos kilómetros de Buenos Aires,
designación que era sideralmente lejana; la vida en el pueblo transcurría en
una casa muy elemental, cuatro cuartos todos iguales, una especie de cuadrado
en el que cabíamos todos, muertos de frío en invierno y de calor en verano, sin
atenuantes de ninguna especie. Las calles de tierra conducían a la vasta
llanura llamada pampa y las aventuras infantiles consistían en
ir a descubrir vizcacheras y extraer unas raíces llamadas macachines que
devorábamos como si fueran manjares. La pobreza era general y las expectativas
se reducían a ir a la estación del tren para esperar a los que seguramente
traerían alguna novedad interesante, y la vida de relación familiar consistía
en enumerar las dificultades crecientes, propias de la década en la que sobrevivir
parecía la única tarea que tenía sentido. En ocasiones, el cine de propiedad de
un pariente generoso nos permitía, algún domingo, asomarnos a otros mundos,
casi huérfanos, al menos los niños, como era yo, de informaciones, qué podía
ser el mundo exterior.
A los seis años, como todos, empecé a ir a la
escuela; nunca percibí que en casa el resultado de esa educación se
manifestara; no es que no existiera, había otras premuras, otras exigencias
que, en principio, estaban a cargo de mi padre, silencioso proveedor de bienes
y protector del conjunto. En la escuela, no sin dificultades, aprendí, no es
ningún hecho excepcional, a escribir y a leer, en ese orden o al mismo tiempo.
Debo a una hermosa muchacha, la maestra, que pudiera pegar el salto entre mis
resistencias cuasi silvestres y el descubrimiento de una posibilidad. Que por
no sé qué mecanismo empezó a concretarse muy rápidamente de modo que, antes de
terminar ese arduo y luminoso primer año, no solo podía leer un escrito
superior a los elementales palotes escolares sino páginas enteras; es más,
junto con eso, y tampoco sé cómo eso vino a instalarse en mi voluntad, algo me
indujo a ir a la biblioteca del pueblo para ver cómo era eso, yo no sabía,
cuando comenzaron las clases, qué era y cómo era eso que se llama libro:
la biblioteca, con esa acumulación, me pareció un cuerpo vivo, no puedo olvidar
la imagen, algo que respiraba y palpitaba, un sitio cuya sacralidad me hizo
olvidar la que en ocasión de las fiestas mi padre me permitía vislumbrar en la ritual
sinagoga. Debo haber pensado, ese momento de decisión está lleno de bruma, por
qué no, por qué yo no podría ingresar en ese mundo, pensé que el camino debía
ser tener en mis manos uno de esos objetos que vibraban en los estantes. En un
acto de coraje, me acerqué a quien debía ser un bibliotecario, le debo haber
dicho que quería un libro, le debo haber dicho que ya sabía leer pero que no sabía
qué libro elegir; debe haberme mirado con simpatía o condescendencia, debe
haber considerado que parte de su misión, porque ser bibliotecario no es solo
un oficio sino esa otra cosa, era hacerse cargo, considerar ese pedido como un
llamado y, en consecuencia, pensó, buscó y, mientras yo estaba en una espera
anhelante porque temía que se burlara de mi pedido, me alcanzó La
cabaña del Tío Tom y sin más trámite me dijo que se lo devolviera
después de haberlo leído.
Había en la casa dos o tres lugares en los que me
refugiaba y que me permitían aislarme: un gran árbol a cuyas ramas me trepaba,
sin llegar a construirme, como en muchos relatos de infancia, una casita pero
desde donde podía otear lo que nos rodeaba, un pobre patio polvoriento, una
calle reseca y lo que pasaba por ella, caballos sobre todo, en particular el
nuestro que junto a una bomba paliaba su sed y su tedio, escasos automóviles,
otros niños; me imagino que soñaría pero no se ha fijado en mi memoria lo que
podía haber soñado en esas siestas calurosas, solo, quizás, que podía estar
fuera de casa, en un atisbo de libertad; también una pared, el muro del taller
de mi padre que miraba al occidente y sobre el cual me apoyaba por las tardes
mirando la caída del sol y dejando que pensamientos difusos me hicieran sentir
en el centro del universo, donde nadie me encontraría y, por supuesto, el
cuarto donde casi lo único que podía hacer era dormir, compartido con mis
hermanos y, cuando ellos no estaban, hacer mis tareas, ser un poco dueño de un
espacio, no muy lejos pero separado del permanente tráfico de la gran cocina
donde transcurría la vida familiar y reinaba, como un tótem protector, la
cocina económica.
En esos tres lugares empecé a leer, a devorar las
desventuras del fiel esclavo y las penurias de esos niños. No sé si percibí lo
que implicaba la fidelidad del negro o las desdichas de las niñas blancas, mucho
más tarde conocí interpretaciones que recalcaban una idealización paralizante
de la segregación, ese baldón de la historia norteamericana: solo recuerdo de
ese momento el árbol en el que me refugiaba, la pared en la que me apoyaba y el
humildísimo cuarto que me protegía del ruido exterior y de las tentaciones que
venían del exterior, los otros niños que me venían a buscar y que se figuraban
que yo estaba metido en una empresa extraña y dudosa, incomprensible para sus
tiernas almas; y no olvido que sufrí con cada página que, milagrosamente, no se
me resistía en su vocabulario, como si ya desde entonces, desde el instante en
el que la maestra apoyó su mano en mi hombro y su toque cambió mi vida, el
diccionario hubiera venido a colocarse en mi cerebro permitiéndome precisamente
eso, leer.
¿Tendré que decir que luego la biblioteca me vio
regresar y me fue prestando otros libros, cuyo contenido recuerdo más? Fueron
los Dumas y los Verne y los Salgari y, con ellos, los mundos extraños y
admirables, la boca abierta de reverencia, no por el poder de la escritura sino
por la dimensión de la proeza y la fuerza del ingenio. Puedo decir que recuerdo
casi íntegramente esos gigantescos novelones a algunos de los cuales regresé ya
con otras miradas, menos dispuesto a dejarme llevar por el universo de personajes
vivientes y fascinantes que por el gigantismo de la empresa y las relaciones
con el complejo mundo en el que esa escritura se había producido. Y después, la
mudez, el silencio, un forzoso paréntesis que duraría ya no sé cuántos años, y
durante el cual la lectura había desaparecido al mismo tiempo que iba
desapareciendo mi infancia.
Dos hechos muy posteriores vinieron a completar
esos recuerdos. El primero se produjo cincuenta y seis años después de haber
abandonado mi pueblo. Cuando a instancias de mi querido amigo Fernando Ulloa,
cuya muerte dejó a muchos huérfanos de su bondad y sabiduría, volví a mi pueblo
y recorrí lugares que habían sido míos cuando niño, cambiados ya radicalmente,
y fui a la biblioteca del pueblo con la intención, de Fernando, de preguntar si
había libros míos; en un arranque de melancolía pregunté sin esperanzas, por
preguntar nomás, por La cabaña del Tío Tom; el bibliotecario buscó
en los ficheros, declaró que no estaba pero, de inmediato, señaló que quizás
estuviera en una biblioteca infantil conexa. Lo buscó y lo trajo y me lo pasó:
era el mismo que yo había tenido en mis manos y leído casi sesenta años antes,
Editorial Molino, papel color sepia gastado por el tiempo; casi podía sentir
esa manos de niño recorriendo sus páginas con la ansiedad del recorrido y la
emoción del final y la certidumbre de que con eso se había abierto un camino en
el que terminé por internarme para siempre.
Años después, apareció de pronto, cuando acababa de
terminar de escribir mi libro Atardeceres, un conjunto de
fragmentos en el que recojo las imágenes que quedan en mi memoria de mi familia
y mi infancia en mi pueblo, una mujer de mi edad que dijo haber vivido en una
construcción anexa a mi casa, junto a mi árbol de refugio. Recordaba con afecto
a mi padre y de mí tenía un recuerdo que consideré construido: decía que venía
a buscarme para ir a jugar y que yo me negaba a salir porque tenía que leer y,
para rematar la imagen, que junto a mí había una pila de libros, presuntamente
esperando que posara mis ojos sobre ellos. No lo recuerdo ni me parece posible,
nunca hubo más de uno en casa; la idealización, sobre todo si es reverencial,
construye palacios sobre chozas de adobe.
© Eterna
Cadencia
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