domingo, 26 de febrero de 2017

El despertar lector

Por Noé Jitrik
¿Por qué, me he preguntado muchas veces, recuperando ese momento en el cual dejé de lado mis cuadernos escolares y vi que entre mis manos había un libro, necesité encerrarme para leerlo? Espontáneamente busqué un lugar que consideré propicio, me aislé y traté de que nadie viniera a perturbar lo que todavía no era una ceremonia secreta pero que lo era, así puedo considerarlo ahora, después de tantos años de soledades y de libros.

Pude pensar, y lo sigo pensando, que el acto de leer, que empieza a ocupar un lugar muy temprano en nuestra vida, es por fuerza solitario porque, ante todo, es un acto físico, de una corporalidad innegable, tanto que no se quiere que a uno lo vean en operación tan íntima y tan vulnerable, como si cuando uno lee fuerzas enemigas pueden venir a dañarlo sorprendiendo algo que se quiere reservar. Pero también es físico, o primero lo es, porque compromete vísceras, la mente y el corazón, en la primera lectura, en el primer libro que uno lee, todo se conmueve, el mundo trepida, nos asomamos con un delicioso temor a lo desconocido, no sabemos bien qué nos pasa y sobre todo qué nos puede llegar a pasar, entramos en una tierra desconocida; sin saberlo experimentamos el exquisito temblor de lo diferente.

Tal vez, lo pude pensar mucho después, cuando la experiencia de la lectura se convirtió en un tema para mí, esa primera sensación tiene un carácter general, o sea que todo el que por primera vez tiene un libro entre las manos siente lo mismo y, como yo, tarda en comprender qué le significó el aislamiento, diverso en cada caso, al que recurrió o que se le impuso como si empezar a leer fuera atravesar un vasto portón de un castillo medieval. Pero como es imprudente proponer categorías universales a partir de la sola y reducida experiencia, vale más que evoque lo que fue la primera para mí y cuyas consecuencias no termino de aquilatar.

El primer libro que leí fue La cabaña del Tío Tom, que no sé por qué elegí o por qué fui elegido por él. Yo vivía entonces en un pueblo de campo, a seiscientos kilómetros de Buenos Aires, designación que era sideralmente lejana; la vida en el pueblo transcurría en una casa muy elemental, cuatro cuartos todos iguales, una especie de cuadrado en el que cabíamos todos, muertos de frío en invierno y de calor en verano, sin atenuantes de ninguna especie. Las calles de tierra conducían a la vasta llanura llamada pampa y las aventuras infantiles consistían en ir a descubrir vizcacheras y extraer unas raíces llamadas macachines que devorábamos como si fueran manjares. La pobreza era general y las expectativas se reducían a ir a la estación del tren para esperar a los que seguramente traerían alguna novedad interesante, y la vida de relación familiar consistía en enumerar las dificultades crecientes, propias de la década en la que sobrevivir parecía la única tarea que tenía sentido. En ocasiones, el cine de propiedad de un pariente generoso nos permitía, algún domingo, asomarnos a otros mundos, casi huérfanos, al menos los niños, como era yo, de informaciones, qué podía ser el mundo exterior.

A los seis años, como todos, empecé a ir a la escuela; nunca percibí que en casa el resultado de esa educación se manifestara; no es que no existiera, había otras premuras, otras exigencias que, en principio, estaban a cargo de mi padre, silencioso proveedor de bienes y protector del conjunto. En la escuela, no sin dificultades, aprendí, no es ningún hecho excepcional, a escribir y a leer, en ese orden o al mismo tiempo. Debo a una hermosa muchacha, la maestra, que pudiera pegar el salto entre mis resistencias cuasi silvestres y el descubrimiento de una posibilidad. Que por no sé qué mecanismo empezó a concretarse muy rápidamente de modo que, antes de terminar ese arduo y luminoso primer año, no solo podía leer un escrito superior a los elementales palotes escolares sino páginas enteras; es más, junto con eso, y tampoco sé cómo eso vino a instalarse en mi voluntad, algo me indujo a ir a la biblioteca del pueblo para ver cómo era eso, yo no sabía, cuando comenzaron las clases, qué era y cómo era eso que se llama libro: la biblioteca, con esa acumulación, me pareció un cuerpo vivo, no puedo olvidar la imagen, algo que respiraba y palpitaba, un sitio cuya sacralidad me hizo olvidar la que en ocasión de las fiestas mi padre me permitía vislumbrar en la ritual sinagoga. Debo haber pensado, ese momento de decisión está lleno de bruma, por qué no, por qué yo no podría ingresar en ese mundo, pensé que el camino debía ser tener en mis manos uno de esos objetos que vibraban en los estantes. En un acto de coraje, me acerqué a quien debía ser un bibliotecario, le debo haber dicho que quería un libro, le debo haber dicho que ya sabía leer pero que no sabía qué libro elegir; debe haberme mirado con simpatía o condescendencia, debe haber considerado que parte de su misión, porque ser bibliotecario no es solo un oficio sino esa otra cosa, era hacerse cargo, considerar ese pedido como un llamado y, en consecuencia, pensó, buscó y, mientras yo estaba en una espera anhelante porque temía que se burlara de mi pedido, me alcanzó La cabaña del Tío Tom y sin más trámite me dijo que se lo devolviera después de haberlo leído.

Había en la casa dos o tres lugares en los que me refugiaba y que me permitían aislarme: un gran árbol a cuyas ramas me trepaba, sin llegar a construirme, como en muchos relatos de infancia, una casita pero desde donde podía otear lo que nos rodeaba, un pobre patio polvoriento, una calle reseca y lo que pasaba por ella, caballos sobre todo, en particular el nuestro que junto a una bomba paliaba su sed y su tedio, escasos automóviles, otros niños; me imagino que soñaría pero no se ha fijado en mi memoria lo que podía haber soñado en esas siestas calurosas, solo, quizás, que podía estar fuera de casa, en un atisbo de libertad; también una pared, el muro del taller de mi padre que miraba al occidente y sobre el cual me apoyaba por las tardes mirando la caída del sol y dejando que pensamientos difusos me hicieran sentir en el centro del universo, donde nadie me encontraría y, por supuesto, el cuarto donde casi lo único que podía hacer era dormir, compartido con mis hermanos y, cuando ellos no estaban, hacer mis tareas, ser un poco dueño de un espacio, no muy lejos pero separado del permanente tráfico de la gran cocina donde transcurría la vida familiar y reinaba, como un tótem protector, la cocina económica.

En esos tres lugares empecé a leer, a devorar las desventuras del fiel esclavo y las penurias de esos niños. No sé si percibí lo que implicaba la fidelidad del negro o las desdichas de las niñas blancas, mucho más tarde conocí interpretaciones que recalcaban una idealización paralizante de la segregación, ese baldón de la historia norteamericana: solo recuerdo de ese momento el árbol en el que me refugiaba, la pared en la que me apoyaba y el humildísimo cuarto que me protegía del ruido exterior y de las tentaciones que venían del exterior, los otros niños que me venían a buscar y que se figuraban que yo estaba metido en una empresa extraña y dudosa, incomprensible para sus tiernas almas; y no olvido que sufrí con cada página que, milagrosamente, no se me resistía en su vocabulario, como si ya desde entonces, desde el instante en el que la maestra apoyó su mano en mi hombro y su toque cambió mi vida, el diccionario hubiera venido a colocarse en mi cerebro permitiéndome precisamente eso, leer.

¿Tendré que decir que luego la biblioteca me vio regresar y me fue prestando otros libros, cuyo contenido recuerdo más? Fueron los Dumas y los Verne y los Salgari y, con ellos, los mundos extraños y admirables, la boca abierta de reverencia, no por el poder de la escritura sino por la dimensión de la proeza y la fuerza del ingenio. Puedo decir que recuerdo casi íntegramente esos gigantescos novelones a algunos de los cuales regresé ya con otras miradas, menos dispuesto a dejarme llevar por el universo de personajes vivientes y fascinantes que por el gigantismo de la empresa y las relaciones con el complejo mundo en el que esa escritura se había producido. Y después, la mudez, el silencio, un forzoso paréntesis que duraría ya no sé cuántos años, y durante el cual la lectura había desaparecido al mismo tiempo que iba desapareciendo mi infancia.

Dos hechos muy posteriores vinieron a completar esos recuerdos. El primero se produjo cincuenta y seis años después de haber abandonado mi pueblo. Cuando a instancias de mi querido amigo Fernando Ulloa, cuya muerte dejó a muchos huérfanos de su bondad y sabiduría, volví a mi pueblo y recorrí lugares que habían sido míos cuando niño, cambiados ya radicalmente, y fui a la biblioteca del pueblo con la intención, de Fernando, de preguntar si había libros míos; en un arranque de melancolía pregunté sin esperanzas, por preguntar nomás, por La cabaña del Tío Tom; el bibliotecario buscó en los ficheros, declaró que no estaba pero, de inmediato, señaló que quizás estuviera en una biblioteca infantil conexa. Lo buscó y lo trajo y me lo pasó: era el mismo que yo había tenido en mis manos y leído casi sesenta años antes, Editorial Molino, papel color sepia gastado por el tiempo; casi podía sentir esa manos de niño recorriendo sus páginas con la ansiedad del recorrido y la emoción del final y la certidumbre de que con eso se había abierto un camino en el que terminé por internarme para siempre.

Años después, apareció de pronto, cuando acababa de terminar de escribir mi libro Atardeceres, un conjunto de fragmentos en el que recojo las imágenes que quedan en mi memoria de mi familia y mi infancia en mi pueblo, una mujer de mi edad que dijo haber vivido en una construcción anexa a mi casa, junto a mi árbol de refugio. Recordaba con afecto a mi padre y de mí tenía un recuerdo que consideré construido: decía que venía a buscarme para ir a jugar y que yo me negaba a salir porque tenía que leer y, para rematar la imagen, que junto a mí había una pila de libros, presuntamente esperando que posara mis ojos sobre ellos. No lo recuerdo ni me parece posible, nunca hubo más de uno en casa; la idealización, sobre todo si es reverencial, construye palacios sobre chozas de adobe.

© Eterna Cadencia

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