Por César Pérez Gellida
No logra aferrarse al cuero sintético que recubre
el volante del Meriva. Baja el cristal para dejar
de percibir el olor del miedo que huye cobardemente por todos y cada uno de los
poros de su cuerpo. El miedo a perderlo todo es nauseabundo. El aire que entra
en el habitáculo es frío, premonitorio; la noche cerrada.
Hay poca luz
artificial en General Rodríguez y las calles
sin asfaltar le transmiten el sufrimiento de su pesaroso transitar. Por suerte,
apenas le quedan unos minutos para llegar a su destino: el monasterio Nuestra Señora de Fátima. Consulta su reloj.
Como espera, a esa hora no hay un alma; la suya, corrupta, hace tiempo que dejó
de hablarle a través de la conciencia. La voz del dinero suena mucho mejor y un
coro de más de nueve millones de dólares le canta desde el maletero que se
sosiegue, que todo va a salir bien.
–Todo va a salir bien –repite José.
–Andá a verlo a Josecito que él se va a ocupar de
lo tuyo —escucha en su cabeza. El registro no es suyo, es de la persona que le
colocó como secretario de Obras Públicas, el que le enseñó lo sencillo que
resulta ser un rey Midas sin tener que tocar nada. Solo hay que saber manejar
el poder del ladrillo y el asfalto. Nada más.
–¿Y ahora quién se ocupá de lo mío? —replica él—.
¡¿Quién carajo se ocupá de mí ahora que la fiscalía me está investigando?!
Reduce la velocidad cuando enfila la vía que
desemboca en la puerta principal del conjunto religioso habitado únicamente por
tres monjas de avanzada edad pertenecientes a la orden de Misioneras Orantes y Penitentes de Nuestra Señora del
Rosario. Un molesto palpitar se hace fuerte en sus sienes y de
repente nota que hay menos oxígeno en la atmósfera. Le cuesta respirar. José se
obliga a sobreponerse. Tiene que darse prisa porque mover casi cien kilos de
billetes lleva su tiempo, lo ha comprobado cuando ha tenido que meter las
bolsas en el maletero del Chevrolet. Estaciona
frente a la puerta principal, desciende del vehículo y mira en derredor. Nadie.
Silencio absoluto, como si la tranquilidad que emana del interior del
monasterio se contagiara a las calles aledañas.
José siente que el Señor está con él, y en parte tiene
razón porque Jesús lo está viendo todo.
La primera mochila pasa por encima del portón sin
dificultad, la última le cuesta más. Ahora le toca a él. No tiene edad para
andar saltando tapias, pero la codicia es un magnífico aporte energético. Tiene
que hacer varios viajes para trasladarlo todo hasta la cocina, luego ya verá
dónde lo esconde. Su sudor ya no le repugna, ahora huele a triunfo, a la
victoria que ya puede acariciar con las yemas de sus dedos. Da gracias a Dios
al tiempo que Jesús Ojeda, un vecino que ha sido
testigo de su llegada, ha acariciado las teclas 9 y 1 —dos veces— de su teléfono
y ha alertado a la policía bonaerense.
El encuentro con los patrulleros es dramático. Nada
funciona, ni siquiera el soborno. A Josecito solo lo queda rogar ayuda divina y
acude a una de las religiosas que se ha personado en el escenario al escuchar
voces extrañas.
–¡Me van a robar! —grita acusando a la policía.
Una interrogación se dibuja en la cara de la
religiosa.
–¡Porque yo robé dinero para venir a ayudar acá!
—improvisa desesperado Josecito.
Lo siguiente que recuerda José López, exsecretario de Obras Públicas durante los doce
años de gobierno de Cristina Fernández de Kirchner,
es salir escoltado por el Grupo Halcón mientras algunos vecinos le cantan el
estribillo de la célebre canción de Bersuit: “Devolvé la bolsa”.
Y esto, que bien podría ser el final de una novela
de mi cliente y casi amigo el escritor, es, en realidad, el último capítulo de la corrupción que ha esquilmado Argentina durante
las últimas décadas. Un hecho real tan increíble que no tendría cabida en la
ficción. Ocurrió durante la madrugada del pasado 14 de junio y
uno se pregunta: ¿Cuántas madrugadas de este tipo se han producido sin que un
Jesús cualquiera fuera testigo? ¿Cuántas más han de producirse para que el
pueblo argentino señale con el dedo y obligue a la justicia a que persiga,
enjuicie y castigue a estos delincuentes disfrazados de políticos?
Hagámoslo extensible a España.
Porque más allá del delito, del robo, del blanqueo,
del fraude, de la prevaricación, del cohecho y de todos los delitos
relacionados con el enriquecimiento ilícito de las personas, mucho más allá,
está la ilusión de las otras personas, las de verdad. Las que reconstruyen con
su sudor lo que otros destruyen con su avaricia desmedida; las que creyeron en
un proyecto político que ahora muestra su lado más ruin y despreciable.
¡Cuánto chorro malnacido! ¡Y qué pocos son! A esos
pocos, insisto, hay que señalarlos, memorizar sus nombres, perseguirlos,
enjuiciarlos y castigarlos por sus delitos.
Y gritarles a la cara: ¡Devolvé la bolsa!
Publicado
en El Norte de Castilla el 20 de junio de 2016
© Zenda – Autores, libros y compañía / Agensur.info
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