Por Ernesto Tenembaum
César Milani, el jefe del Ejército designado por Cristina
Fernández de Kirchner, ha sido detenido bajo sospecha de haber cometido
crímenes de lesa humanidad. Eso quiere decir que un juez -más de uno, si se
suma la imputación en una causa paralela-cree que existen serias sospechas de
que Milani contribuyó al secuestro y la tortura de al menos dos detenidos, y a
la desaparición de otro.
La ex presidenta ya había sido advertida de que eso
era así por familiares de las víctimas, por programas periodísticos, por
algunos de los pocos dirigentes de derechos humanos que mantuvieron su
independencia en la última década, e incluso por un organismo de derechos
humanos muy cercano a su Gobierno. Pero dejó a Milani en su puesto
Ahora que fue detenido, Cristina no dice nada. No pide
disculpas, no defiende a su ex colaborador.
Nada.
Ella, que tuitea cada dos por tres, que habla hasta por los
codos, que presume de su coraje, no explica nada.
Se esconde en el silencio.
El silencio, en su caso, es un método, una herramienta a la
que suele apelar en determinadas circunstancias..
El miércoles se cumplen cinco años de la tragedia de Once.
52 trabajadores fallecieron en medio de los escombros de un accidente que
podría haberse evitado si la ex presidente hubiera prestado atención a las
infinitas advertencias de los organismos de control, o a las repetidas
rebeliones de usuarios -por las que su ministro estrella, Aníbal Fernández,
acusaba sin pruebas al Partido Obrero, a Pino Solanas, al Pollo Sobrero-, o a
los informes de los medios de comunicación, que mostraban como se viajaba cada
día. O si hubiera pedido que dejaran de robar, como era evidente para
cualquiera que revisara los números.
El país estaba estremecido por las imágenes, los cuerpos
inertes, los hierros retorcidos, las historias de las víctimas. Pero durante
cinco larguísimos días, Cristina no dijo nada, no explicó nada.
Se escondió, otra vez, en el silencio.
Y cuando regresó de él, fue peor lo que se pudo ver. Vamos
por todo, dijo desde una tribuna, cuando aun algunos cuerpos no habían recibido
sepultura.
Los ejemplos no terminan ahí.
El 30 de diciembre de 2004, ocurrió uno de los episodios más
terribles de la historia argentina. Una disco se había incendiado. Doscientos
chicos murieron calcinados. Las bolsas negras con los cadáveres se apilaban en
la vereda, mezcladas con los rostros desencajados, atónitos, shockeados de los
familiares y de los amigos de los muertos, algunos de los cuales habían entrado
y salido varias veces del local para rescatar a quienes pudieran. Néstor y
Cristina estaban de vacaciones en Calafate. No solo no volvieron -hubiera sido
un acto de piedad, eran los líderes de un país lastimado-, sino que tampoco
compartieron un mensaje de luto desde su lugar en el mundo. Al regresar,
Kirchner se mostró muy fastidiado, pero no con la organización del evento, o
con su aliado, el jefe de Gobierno, sino con el periodismo, que había destacado
su ausencia, su silencio.
Ese silencio es un método pero también responde a un patrón
muy evidente, donde las víctimas que molestan son abandonadas y, a veces,
maltratadas.
Esa crueldad es la peor cara del caso Milani y tal vez por
eso Cristina no aparece. Cualquiera de los integrantes de las organizaciones de
HIJOS debería hacerse una pregunta tan simple como humana: ¿qué hubieran
sentido si el promovido a Jefe del Ejército hubiera sido aquel que ellos
acusaban por haber asesinado a sus padres? Y si decidían denunciar la
injusticia, ¿que hubieran sentido si sus compañeros los aislaban porque
obedecían la orden de castigar el gesto de desobediencia? ¿qué hubiera dicho,
por ejemplo, Juan Cabandié si le tocaba a él y no a otros?
Esas sencillas preguntas les habrían permitido entender el
destrato y la humillación que estaban sufriendo otras víctimas, con tanto
derecho al respeto como ellos. Pero las víctimas a veces, quizá con cierto
derecho, también son crueles con otras víctimas. Porque había documentos, y
había testimonios, pero, lo más doloroso, es que había víctimas que pedían
Justicia. Marcela Brizuela, la mamá del soldado Ledo, era la presidente de
Madres de Plaza de Mayo filial La Rioja. ¿Por qué la ofendieron así? ¿Por qué
no le dieron explicaciones? ¿Por qué Hebe de Bonafini no le atendió más el
teléfono? ¿Por qué Martin Sabbatella despidió del Afsca a su abogada, una
militante de toda la vida? ¿Por qué nadie reaccionó ante la obscena foto entre
Bonafini y Milani? ¿Cómo aceptaron todos sin chistar que uno de los principales
colaboradores de CFK, Guillermo Moreno, se asociara con Milani, un acusado de
torturar y desaparecer personas? ¿Tanta era la obediencia, la ceguera, que les
impedía distanciarse de un sospechoso de haber torturado y secuestrado mientras
acusaban a cualquier crítico del Gobierno de haber sido cómplice de la
dictadura?
Hay un corazón helado detrás de todo esto.
O muchos.
Esos mismos criterios se aplicaron en la tragedia de Once,
con agravantes, porque las víctimas abandonadas eran muchas más y la causa de
la tragedia anidaba en el corazón mismo del Gobierno. No se trata de una mera
opinión. El caso ya fue juzgado en tres niveles distintos de la Justicia. El
fiscal de primera instancia fue Federico Delgado, uno de los investigadores más
activos de los enjuagues de Mauricio Macri. Participaron jueces de distintos
fueros y, a veces, enfrentados entre sí. Las condenas se conocieron apenas días
después de la asunción de Macri. La conclusión fue unánime: la tragedia de Once
fue producto de la corrupción en el más alto nivel.
Cristina no solo hizo silencio en esos días. No solo dijo
vamos por todo el día que reapareció. No solo hizo chistes al inaugurar una
estación ("terminemos rápido porque viene un tren y nos lleva
puestos"). Sus colaboradores quisieron sobornar a los familiares:
ofrecían, por ejemplo, pagar un pasaje para que un abuelo visitara la tumba de
un nieto a cambio de una foto con un ministro. Y algunos de sus periodistas
militantes intentaron que la tragedia cayera entera sobre el único trabajador
involucrado en la cadena de responsabilidades. Otros agredían a los periodistas
que, como tantas veces durante otros Gobiernos, visibilizaban la tragedia, no
dejaban que se silenciara a las víctimas. El abogado que operó de manera
evidente para que hubiera impunidad, Gregorio Dalbón, hoy es el abogado de
Cristina.
Frente a la detención de Milani, silencio.
Frente a la tragedia de Once, silencio.
Esa cadena de silencios se disparó, por primera vez, luego
de la tragedia de Cromañon, y excedió con creces a los Kirchner. Hasta
Cromañon, ese sector social, ese colectivo que se suele denominar como “el progresismo” -actores,
escritores, periodistas, intelectuales, dirigentes de derechos humanos- había
acompañado sin fisuras a las víctimas de la dictadura, a las de la AMIA, de
LAPA, a los padres de María Soledad Morales, a las del 20 de diciembre de 2001.
Pero Cromañon era otra cosa porque la tragedia podía debilitar a uno de los nuestros, el jefe
de Gobierno Aníbal Ibarra. Los muertos eran
pobres, no eran militantes, y entonces sus familiares fueron aislados,
marchaban muy solos. Empezaron a aparecer solicitadas, se realizaron actos,
donde se los acusaba de querer producir un golpe de estado contra Ibarra.
-Y si esto le pasara a Macri -le
pregunté en esos días a un amigo que firmaba esos textos-¿vos estarías con los
familiares en Plaza de Mayo o denunciarías un golpe de estado contra Macri?
Mi amigo fue sincero:
-No, si esto le pasara a Macri yo estaría en la Plaza con
los familiares.
Esa lógica es la que explica que a ese colectivo, Lopérfido
o Gómez Centurión les produzcan más indignación que Milani. Si un extraño
pronuncia una frase repugnante o, simplemente, cuestionable, se reacciona
masivamente. Si uno propio es sospechoso de haber torturado, se calla, aunque la
Jefa lo promueva al máximo cargo militar. Existe en
esta lógica una sensibilidad selectiva muy obvia
y autodenigrante. Eso se verá mañana, a las 8.30, en el trágico anden de Once, cuando, una vez
más, pocos artistas acompañen a los familiares.
Así son las cosas.
Hay muertos -los propios-cuyo nombre bautiza rotondas,
puentes, escuelas, comedores escolares, ciudades, villas, gimnasios, calles, caminos,
centros culturales, unidades básicas.
Y hay otros muertos, los molestos muertos de los otros, que
solo merecen silencio. Hay víctimas a las que se les reconoce esa categoría y
otras a las que se humilla.
Es un método. Responde a un patrón.
Pero, sobre todo, revela la existencia de un corazón helado.
O de muchos.
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