Por Eduardo Fidanza
Cuando los sondeos de opinión -esos artefactos cada vez más
inciertos- indicaron que las decisiones sobre el Correo y las jubilaciones
estaban ocasionando un serio daño a la imagen del Gobierno, el Presidente
compareció ante los periodistas para anularlas.
Como en una democracia madura,
se respetaron las reglas de juego: el primer mandatario aceptó y respondió
todas las preguntas, incluida una expresada en forma de reclamo por la
situación económica de los trabajadores de prensa. El Presidente adquirió un
perfil estudiado, aunque no por eso teatral. Se lo vio sereno, como
sobrevolando las dificultades y urgencias, apoyado en una suerte de posición
cartesiana: mi entendimiento puede fallar, pero mi voluntad es inconmensurable.
"Soy falible -dijo Macri-, si me equivoco lo reconozco."
El discurso presidencial es un menú complejo, con un
objetivo manifiesto. La intención, plasmada en la estrategia de comunicación,
es construir una figura contradictoria respecto del liderazgo presidencial
anterior. Si Cristina era insensata, fanática y cerrada a cualquier crítica,
Macri será reflexivo, condescendiente y dispuesto a reconocer sus errores. Si
ella agobiaba con su tono beligerante, él susurrará esporádicamente su cuidada
y complaciente cordura. El conflicto de personalidades opuestas, la pugna ética
y estética, el contrapunto entre la locura y la sensatez, la corrupción y la
integridad, el Príncipe bello y la Bruja mala, el Bien y el Mal son, en
definitiva, polarizaciones históricas y universales que conmueven y producen
identificación. Le vienen tan bien a la literatura clásica como a la política
posmoderna o a las series de Netflix.
Sin embargo, una estrategia de comunicación debe contar con
la afinidad del personaje público para el cual se la diseña. No le sentará el
traje de lobo al que prefiera la negociación en lugar del conflicto. A la
inversa, no podrá hacer de bueno el prepotente. Éste amenazará y se llevará por
delante a sus rivales, como Trump, el exitoso antihéroe; aquél procurará
convencerlos con argumentos que conduzcan al consenso, como lo intenta Macri.
Si la política argentina fuera una película del Far West, el Presidente,
indefectiblemente, estaría del lado de los buenos, no de los indios y los
pistoleros. Pero la que él representa no es cualquier bondad, sino aquella que
extrae su sello de la sensatez. Con esa peculiaridad, John Wayne, el héroe
recio y compacto, deja el lugar al sensible Montaigne, que escribió: "Así
yo sostengo en mi pensamiento la duda y la libertad de elegir, hasta que la
ocasión me apremie". El momento de apremio presidencial es el rechazo a
sus iniciativas, que podría poner en riesgo las chances electorales de su
partido.
Más emparentado con Descartes, Pascal y Buda de lo que
pudiera imaginarse, el camino intermedio del Presidente tiene aún otras
implicancias, que parecen colocarlo en una tensión íntima y perpetua, apenas
disimulada. Por un lado, la connotación filosófica del lugar que se asigna
remite a una zona difícil y estrecha, ubicada entre el error y la certeza,
aquel sendero que eligió Descartes cuando el racionalismo empezó a emanciparse
de la religión. Pero hay un nuevo ingrediente del discurso presidencial que
tienta a ponerlo bajo el examen de otro maestro de los tormentos de la razón,
Sigmund Freud.
Esta posibilidad surge de una perlita de la conferencia de
prensa del jueves pasado, cuando el Presidente deslizó, con una sonrisa que
revela su insight: "Mi padre y la doctora Carrió no congenian mucho entre
ellos y yo estoy en el medio". Otra vez el camino de la difícil
equidistancia, sólo que ahora entre figuras que bien podrían representar a dos
de las tres instancias simbólicas del drama neurótico: Carrió, al idealista y
opresivo superyó; y Franco Macri, un padre trastrocado, a pulsiones compatibles
con el ello, como las gratificaciones que provienen del dinero y el poder. El
yo, tercer protagonista de la neurosis, debe conciliar el orden moral con el
caos pulsional. En términos políticos, podría traducirse así el dilema del yo
presidencial: cómo compatibilizar los ideales de una sociedad mejor con algunos
amigos sospechados y la oscura historia económica de la familia a la que
pertenece.
Tal vez las contradicciones del Presidente encierren la
cifra del éxito o el fracaso. Si se resolvieran de manera creativa acaso
constituirían el fundamento de un liderazgo novedoso y positivo para un país
acostumbrado a la insensatez de sus dirigentes. Significaría el triunfo de la
racionalidad reflexiva del liberalismo político frente a las verdades reveladas
de cierta religiosidad populista.
Pero si no se resolvieran podrían desatar el escarnio. En
política, el humor puede ser liberador o lapidario. Esta última posibilidad la
mostró Capusotto, en un sangriento sketch donde parodió a Macri bautizándolo
"Juan Domingo Perdón". Otro dardo fulminante, aunque más universal,
es el conocido apotegma de Groucho Marx: estos son mis principios, pero si no
les gustan tengo otros. Ante esas asechanzas, los asesores de comunicación
presidencial deberían recordar un detalle del idioma: en el Diccionario de la
Real Academia la primera acepción de la palabra falible es "que puede
engañarse o engañar".
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