Por Arturo Pérez-Reverte |
En este mundo traidor donde nada es verdad ni es
mentira, donde todo es según el color del cristal con que se mira –como dijo no
recuerdo quién–, las redes sociales e Internet están dando cobertura, en los
últimos tiempos, a una figura de articulista marcadamente siniestra. Y hoy me
apetece contarles por qué opino eso.
El periodismo español tiene una respetable tradición
de articulistas: Larra, Gómez de la Serna, González Ruano, García Serrano,
Umbral, escribieron textos legendarios. El periodismo de opinión español,
nómina ilustre, conserva todavía hoy, entre otros nombres de prestigio, los del
maestro Manuel Alcántara, Raúl del Pozo, Arcadi Espada, Rosa Montero, Javier
Marías o Ignacio Camacho –en mi opinión, el más riguroso y solvente columnista
político actual–. Y en la última década, esa relación se ve reforzada y
prolongada con la nueva generación que encabezan Antonio Lucas, Manuel Jabois,
David Gistau y otros brillantes periodistas todavía jóvenes, a los que el
tiempo y el oficio acabarán convirtiendo, como a sus predecesores, en maestros
y en clásicos.
Hay, sin embargo, y se extiende de forma casposa e
irritante, otro tipo de articulista parásito, tramposo, oportunista, a menudo
joven también, caracterizado por la falta de talento propio, la ausencia de
ideas, inteligencia y estilo; adobado todo, además, con una especie de complejo de Salieri: la biliosa envidia del
mediocre, consciente de que nunca llegará a superar sus pobres límites. Esta
variedad cutre del articulismo hispano, que se da en ambos sexos, encuentra
terreno abonado en medios digitales frívolos en los que tan pródigo es
Internet. El mecanismo de acción es muy sencillo. Muy fácil. El columnista
parásito carece de ideas propias, pero lee a los que sí las tienen y expresan
con talento. Y lo que hace es, simplemente, escribir sobre lo que otros ya han
escrito. Si Javier Marías habla de esto, si Antonio Lucas habla de aquello, el
casposo oportunista emboscado dedicará un artículo a comentar lo que él opina
de lo que han opinado ellos. Sin apenas esfuerzo, sin despeinarse. Emitiendo
veredicto censor desde la altura de su pequeñez intelectual y moral. Sabiendo
que así no arriesga nada y gana siempre.
Porque ahí interviene un factor característico del
negocio. Por su propia naturaleza, raro es que el articulista parásito tenga la
formación, la cultura y el talento del parasitado. De lo contrario, no se vería
forzado a parasitar a nadie. Sería original. Lo que hace esa sanguijuela de la
tecla es aplicar sus propias limitaciones, sus carencias de comprensión
lectora, sus complejos, envidias y mediocridades, y a veces también su
sectarismo analfabeto, al texto ajeno. Con lo que el resultado no sólo es tan
mediocre como el autor, sino que consiste en una burda manipulación del texto
original. Eso da al parásito, claro, algunos beneficios notables: rellena su
columna, comenta asuntos interesantes que él nunca habría podido plantear por
su cuenta, y se codea con firmas de postín como de tú a tú, babeando de gozo.
Además, factor decisivo, se beneficia de que, en las redes sociales, un nombre
de prestigio puesto en titulares, en buscadores de Internet, es tuiteado y alcanza
una difusión amplia; con lo que, gracias al nombre y texto ajenos, el parásito
consigue lo que jamás habría alcanzado por su propio nombre y mérito. Todo eso,
claro, fomentado por la cabecera del medio digital donde escribe; encantados
sus propietarios de que ese pobre hombre o pobre mujer –seamos paritarios
también en la infamia– les dé visibilidad a tan bajo coste.
Hay trucos sucios, además, que refuerzan la
eficacia del columnista parásito. Que hacen más rentable su negocio. Por mala
fe, o porque su intelecto no da para más, el sujeto en cuestión suele
descontextualizar frases del texto parasitado; e incluso titula, no con lo que
el texto original dice, sino con su interpretación sesgada o malintencionada. Y
eso, en un lugar tan atrozmente falto de comprensión lectora como España, donde
no suele opinarse sobre un texto original, sino sobre lo que alguien dice que
otro ha dicho, los efectos adquieren dimensiones disparatadas. Si Vargas Llosa
–por poner un ejemplo imaginario de autor muy respetable– escribiera un
artículo diciendo que, además de las jóvenes cantantes, a las que le encanta
escuchar, le gustan aquellas de vestido largo y voz ronca y sensual que
cantaban en los 40, no faltarían parásitos que titularían su columna: «El Nobel no encuentra sensuales a las cantantes de ahora».
Lo que, traducido a Twitter, acabaría siendo: «Intolerable machismo musical
de Vargas Llosa».
© XL
Semanal
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