“En tierra de tuertos, el ciego es el rey”
La apoteosis de Homero, obra de Dominique Ingres / Museo del Louvre |
Por Renato Salas Peña
De Homero nada sabemos: pícaro rapsoda roba versos de aedas con ceño
fruncido, hijo de Creteis y un tal Meón parido a las orillas del río Meles (por
esto el Melesígenes), alumno selecto de Femio y viajante al lado de Mentes,
enceguecido por el tiempo y el cansancio, y de allí toda una “cuestión” que
arranca desde la época alejandrina y pasa por la vara rígida del abate de
D´Aubignac que la tilda de un simple menjunje compilatorio y llega a la
negación atea total de Juan Bautista Vico, pero que luego reaccionará con
defensores “a su manera” como Kirchhoff que también la refleja como una
sumatoria de partes, para llegar a Hegel que le da el valor de omnisciencia a
este extraño personaje que aprendió que en tierra de tuertos el ciego es el
rey.
Lo que logra Homero con sus obras es resumir a su época, reflejar posturas
de vida ante diferentes circunstancias, plantearnos qué tan pequeñitos y
ridículos somos en realidad, que nuestras vidas son luchas eternas y diarias y
que vivimos sumergidos en un viaje difícil, del cual muchas veces terminamos
siendo derrotados, que los sacrificios no valen, hay veces, las victorias que
vayamos a obtener, que el más fuerte, el más bello puede ser el más petulante
de todos y el más justo y moral no tiene oportunidades en esta batalla que
llamamos vida.
Estas creaciones que ya bordean los 2800 – 2900 años (no quiero errar la
cronología) cantan a una Ilión esplendorosa que hoy reposa en las costas de la
lejana Turquía ennovelada de nuevas historias o a todo un itinerario turístico
por islas paradisiacas, playas más azules que su cielo mismo, tierras preñadas
de verdes inmensos o secas tierras calientes. Estos son los escenarios que
Homero pone como telón de fondo a sus dos epopeyas que épicamente recorren a
ritmo de hexámetro los casi 30000 versos jónicos y que distribuye con
perfección mágica en 24 cantos en su Ilíada y Odisea.
Obras que anticipan lo que harán sus personajes, pero que sin embargo
nos mantienen sumergidos en la historia (Kafka y La metamorfosis o
Gabo con su Crónica de una muerte anunciada), esperamos la
muerte de nuestro antipático Aquiles y la obra cierra con el funeral de nuestro
amado Héctor; esa linealidad omnisciente que nos lleva a través de nuestro
barrio de broncas juveniles y adoptamos ser un huidizo París o un cachudo
encolerizado Menelao, porque sabemos de antemano que nosotros no tenemos dioses
protectores que saldrán en ayuda nuestra: no hay Poseidón, ni Atenea, ni
Afrodita, ni Hera, ni Zeus, a lo mucho un Hermes que nos avise que la
escapatoria es lo mejor que podemos hacer.
Es definitivo que las obras homéricas se asientan en motores
generadores, esas historias previas, esas influencias que hasta Homero “Padre
de la épica heroica y aristocrática” tuvo que tener, para ir tejiendo de a
poquitos solo 51 días del noveno año apoyado por esa manzana de oro que buscaba
a la más bella de todas (tarea casi imposible), peor aun, cuando las que se
enfrentan por esta son unas diosas petulantes y engañosas, pero que nadie en su
sano juicio podría negar que son bellísimas. O para envolvernos en ese canto
familiar, lleno de amor, fidelidad, patriotismo, amistad, y que lo lleva a
naufragar por 10 años envuelto en aventuras que no hubieran sido posibles si
este no se bañaba de petulancia ante Poseidón tras haber alucinado el ardid del
Caballo contra los teucros.
Y así forja la Ilíada y la Odisea embutiéndolas
de epítetos que marcan por siempre a sus personajes (Aquiles, el de los pies
ligeros. Odiseo, el rico en ardides), registrando con cámara lenta cada una de
las acciones, deteniéndolas cuando estas tienen que parar, subiendo, bajando:
del campo de batalla al Olimpo divino y viceversa, suerte de flashback
clasicista, descripciones microscópicas que más tarde se apoderarán tíos como
Balzac o Flaubert.
La Ilíada que canta la fuerza, el valor, el heroísmo; sin embargo, ninguna de
estas acciones podrá culminar con la guerra, se centra en la cólera, la ira, la
pataleta de este Aquiles, hijo de Tetis, que como buena madre engreidora ha
sumergido al niño en un baño de inmortalidad para que vaya por el mundo
presumiendo de su fuerza, qué lógico, tambalea, cuando lo contradicen y le
quitan a Briseida, y peor aún, cuando Héctor comete el peor de sus errores:
matar a Patroclo, allí sí que se encolerizó y no paró hasta acabar con el
asesino de su ilusión.
La odisea, en cambio, canta la astucia, el ingenio, la criollada que en este caso
sí servirá, y de mucho, tomará su tiempo, pero llegará a la meta, de allí que
ese viaje difícil sea la temática en la que gira esta obra: el difícil viaje de
Odiseo para llegar cómo sea a Itaca para reencontrarse con su amada Penélope y
su hijo Telémaco, y hasta su perro Argos (que dicho sea de paso, es el único
que lo reconoció).
Homero, es cierto, que tal vez sea una ilusión, una quimera creada por
esta otra mentira que es la literatura, pero al ser una de las primeras farsas
la aceptamos con devoción, entendemos que nuestras vidas son luchas constantes
por sobrevivir, ya no a batallas alucinantes, pero sí, a cuentas sin pagar, a
casas hipotecadas, a jefes tiránicos; ni tampoco a viajes llenos de
aventuras con hechiceras, sirenas, monstruos o diosas que se ofertan, porque
sabemos que la vida es, tal vez, más sencilla, más tranquilamente familiar, más
accesible al humano de hoy.
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Bellisimo!
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