Por Martín Caparrós |
América Latina no reacciona. Ya pasó una semana desde que el señor
Trump lanzó su ofensiva contra México y no hay respuestas significativas. Los
gobiernos de Argentina, Perú y Colombia pronunciaron unas palabras cuidadosas,
que aludían al problema sin nombrarlo; solo el boliviano Morales y el
ecuatoriano Correa fueron más explícitos. Pero no parece que los países del
continente preparen políticas comunes frente a la amenaza.
Es cierto que hay elementos que complican las cosas. México siempre tuvo
una relación particular con los Estados Unidos: sus tratos privilegiados por el
TLCAN, los 35 millones de mexicanos y estadounidenses de origen mexicano
viviendo y trabajando —legales y no tanto— en sus estados, la frontera común.
Muchos en Latinoamérica tienen la sensación de que, de tanto mirar al
norte, México se fue olvidando del sur. Y, además, ahora mismo tampoco queda
claro qué va a hacer el gobierno de Peña Nieto frente al desafío estadounidense.
Pero México, para Estados Unidos, es la expresión más visible y próxima
de América Latina. En 1982 la guerra de las Malvinas contra el Reino Unido
convenció a la Argentina de que formaba parte de ese espacio; quizá esta
ofensiva estadounidense convenza a México de lo mismo. Puede parecer abusivo
comparar una guerra con un muro; puede parecerlo menos si se recuerda que, solo
desde 2000, más de 6000 personas murieron intentando cruzar esa
frontera: seis veces más que en aquella guerra.
La falta de acción común de los países latinoamericanos suena
sospechosa. Parece como si cada país pensara que debe actuar por su lado,
defender sus intereses particulares, ver qué ventajas puede conseguir,
acomodarse a su manera con el nuevo gobierno estadounidense.
En Argentina, en estos días, el señor Macri está tomando medidas para
limitar la migración que muchos desprevenidos podrían relacionar con las que
acaba de producir el señor Trump. En lugar de combatir el terrorismo habla de
combatir la delincuencia. Que produce, en el imaginario social argentino, el
mismo reclamo de represión estatal.
Defender sus propios intereses puede ser una buena idea: solo que muchas
veces la mejor defensa propia es una defensa común. Una de las imágenes que más
circularon estos días fue una pancarta que alguien levantó en las calles de
Washington: First they came for the muslims… and we said not this time,
motherfucker —“Primero vinieron por los musulmanes… y esta vez dijimos
que no, hijo de puta”— tuvo decenas de miles de me gusta y retuits. Refería al
famoso poema que muchos atribuyen a Bertolt Brecht pero escribió el pastor
Martin Niemöller: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio, porque yo no era comunista…”. Alguien podría decir que primero
vinieron por México y que continuarán, pero los gobiernos latinoamericanos
prefieren olvidarse del poema alemán.
Quizá deberían recordar la lección principal del populismo, que Trump y
Chávez y Kirchner y Putin y Le Pen conocen tan bien: nada une tanto como un
buen enemigo. Inventar buenos enemigos es decisivo para estos movimientos
confusos: les sirve para crearse objetivos que les den sentido, para cohesionar
sus fuerzas diversas y dispersas.
Así que ahora el señor Trump está dedicado con alma y vida a ese noble
proceso. Los musulmanes, los políticos, la prensa y, por supuesto, México y, a
través de México, el continente de los supuestamente más oscuros, supuestamente
más bajitos, supuestamente más taimados y violentos. No es solo una cuestión
simbólica: sus políticas proteccionistas ya empezaron a causar problemas en
varios países de la región.
Pero sus gobiernos no reaccionan. Por ahora parecen una bandada de
avestruces: todos con la cabeza bien hundida en la tierra esperando que si les
toca, no les toque muy duro. El ataque contra México es el caso testigo: si el
gobierno del señor Trump ve que ninguno de los otros hace nada, la próxima se
lo pensará menos todavía y le resultará más fácil. Y habrá, seguramente,
carnicería de avestruces.
A menos que la bandada saque la cabeza, se mueva, se reúna, decida
apoyar seriamente al país amenazado. La ventaja es para las dos partes: a
México le sirve tener el respaldo de los demás países del área; a esos países
les conviene tener de su lado al más grande del idioma. Solo que para eso hay
que pelearse con el padrastro gritón y a algunos les da un miedo espantoso.
Creen que si hacen lo que él quiere, si dicen lo que él quiere escuchar, si le
obedecen, les irá mejor.
Entonces, si no es en los palacios, quizá sea en las calles —como en el
propio Estados Unidos— donde aparezcan las voces que sí digan y hagan. First
they came for the mexicans…
© The New York Times
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