Para ganar, en
ciertos juegos de naipes, se debe pasar, saltearse rondas, suspender la
ansiedad cuando las barajas no colaboran.
Por Roberto García |
Para ganar, en ciertos juegos de naipes, se debe
pasar, saltearse rondas, suspender la ansiedad cuando las barajas no colaboran.
En suma, dejar que otros jueguen. Nadie aconseja ese recurso lícito para la
política, disciplina que obliga a la participación constante, en cada fecha
electoral, ya que el auditorio devalúa a quien abandona una justa y evita la
competencia: exige concurrencia plena, más que al colegio o a misa.
Esa regla no escrita abruma hoy a personajes como Sergio
Massa, Florencio Randazzo, Elisa Carrió, Martín Lousteau o Cristina de
Kirchner. Ninguno con voluntad de protagonizar candidaturas en los
comicios de octubre: arriesgan más del capital que suelen invocar como propio.
Si bien cada uno es un mundo y responde a intereses diversos, la fecha del voto
los intimida como una sepultura personal mientras el triunfo apenas si
garantiza permanencia en la actividad, eventual promesa de un destino más
significativo.
Aunque nadie conoce a un dirigente político que se
haya vuelto pobre en las últimas décadas, la travesía por alcanzar cierta
comodidad en el Estado parece poco grata y el que se ausenta puede convertirse
en papel mojado, no sirve para lectura ni para envolver huevos. Aunque Lousteau afirmaba que se aburría en Washington,
opinión de embajador primerizo que algunos familiares no compartían, ahora esa
plaza –gracias a Trump– se ha convertido en la más fascinante del mapa, para
bien o mal del universo. Antes que pensar en las elecciones de octubre, el
jefe de ECO podría ser un observador bien pago en Washington, sin riesgos y con
ganancias aseguradas si logra una leve mejoría en las relaciones, hoy
bajo cero, entre el gobierno argentino y el norteamericano. Sólo basta recordar
que a la jura de Trump el Gobierno solamente derivó a Lousteau como
representante, mientras estuvo generoso con la despedida del amigo de Obama,
Noah Mamet, en Palermo (concurrió medio gabinete), y ni hablar del envío a
Davos de cuatro ministros. Desatino o típico desprecio kirchnerista, según el
gusto del lector (a propósito de Davos, ¿por qué al anterior encuentro el ingeniero Presidente llevó a Massa como
símbolo de homogeneidad con la oposición y esta vez, cuando más lo requieren
los empresarios como garantía por las inversiones, no proveyó la delegación con
adversarios razonables?).
Tampoco ayuda Malcorra. Debe creer
que ganó Hillary, se la observa desorientada buscando adhesiones en el Senado
de Estados Unidos con rivales de Trump, o firmando la contradicción del
documento de la Celac en el que se rechaza la criminalización de la migración
irregular y al mismo tiempo jura fidelidad a Macri, que decidió un sistema de control migratorio
contra los criminales extranjeros. Igual, si la canciller se hace
famosa, no será por esta declaración en Punta Cana. Episodios aparte, la dama
radical podría aportar para enojo de la Jefatura de Gabinete (Marcos Peña y
Fulvio Pompeo) la creación de una oficina ad hoc o una cartera de emergencia
para analizar y prevenir el efecto Trump en la Argentina. En un país con tantos
ministerios inexplicables y su consecuente burocracia, no vendría mal
un área específica para el comercio internacional, estrategia, defensa y
logística –apartándose de tantos CEO y economistas– que mitigue los
daños eventuales que en el país podría generar la política de Trump. Alguien
que, por ejemplo, ya supiera currículum e influencia de Craig Deare en la
cercanía del magnate presidente, un consejero militar para temas del Oeste que
ha escrito libros sobre México y América Latina. Si Trump es un caso
extraordinario para el mundo, también algunas medidas deben ser extraordinarias
en los países afectados (y no es por la veda a la venta de limones, ya que antes
ocurrió con De la Rúa y por razones más explícitas).
Para Lousteau, entonces, no es deseable desalojar
Washington, resulta más atractiva esa tierra que la porteña, con el
desgaste de pelear voto a voto. Además complacería a Macri, quien lo
quiere lejos de su terruño alambrado. Pero el embajador también responde a una
parte bulliciosa del radicalismo, no precisamente oficialista, que en la
Capital le construyó actos y multitudes, le otorgó visibilidad política y lo
requiere para armar listas propias y un destino certero para 2019 en el
distrito. Lousteau, a su vez, quien mira tanto la jefatura porteña como la
presidencia, desearía llegar a ese año sin detenerse electoralmente en el
octubre venidero. Pero el tren de la política se detiene en todas las
estaciones.
Massa es otro al que la candidatura en la Provincia
se le vuelve cuesta arriba. Duda, como todos, pero parece obligado a
participar y ganar –o mostrar una performance expectante– si desea mantener sus
aspiraciones presidenciales. Lo bombardea Macri sin disimulo, algún sector del
peronismo que descubrió ventajas en colaborar con la división del partido para
beneficiar a Cambiemos. Juran hacerlo para evitar el regreso del cristinismo,
por la desconfianza que inspira Massa y, en algunos casos, porque los domina
comprensiblemente el odio. Como Eduardo Duhalde, un confeso de ese objetivo,
quien recibe mimos de Macri y, de paso, recupera algún amigo para la función
pública, como un especialista en libros propios y ajenos, Carlos Piñeiro
Iñíguez, que había sido cesanteado de la Cancillería y ahora podría reemplazar
a Miguel del Sel en Panamá. Si uno suma el ejército de intendentes que desfilan
en la pasarela de las ofertas y las tentaciones que ofrece el Gobierno, para
Massa sería saludable continuar sin escalas hasta 2019. Pero no puede.
Mismo limbo para Florencio
Randazzo, quien sólo presume hoy de que el avispado Julián
Domínguez lo acompaña como candidato a diputado si él se presenta como
aspirante al Senado. Randazzo sabe que si no se baja en la próxima parada
electoral, sus sueños presidenciales podrían complicarse, más dentro de un
peronismo sensible a las deserciones o a la falta de coraje para postularse.
Vive su intríngulis, al igual que su ex referente
Cristina, quien no sabe si ir por Santa Cruz, Buenos Aires o cobijarse en
Tribunales como su lugar en el mundo.
Un desafío para la ex. Si bien las
encuestas parecen sonreírle a Cristina Fernández de Kirchner, no en vano ese
gesto esconde el enigma de la Gioconda: la tribulación por la perdurabilidad
del amor popular y el temor de que en octubre la sorprenda un papelón. Más
cómodo sería proseguir con el tuit, sostenerse a mandobles en la pelea con el
Gobierno y dejar que pase otro año con el interrogante de si un juez la
encierra o no. Tampoco se fascina con volver a la campaña proselitista, fatigar
medios y kilómetros de aburrimiento con Daniel Scioli, al que ahora atiende
mucho más por celular al enterarse con misericordia de que “está más solo que
Kung Fu”, como el propio ex gobernador lo reconoce. Claro, los años pesan, pero
los comicios para ella son un examen de supervivencia.
En cambio, de vigencia es el test para
Elisa Carrió, menos forzada a competir aunque su voz en el Gobierno
tendrá otro timbre si la nutre de votos. Además, los sondeos de opinión afirman
que ella suma; por lo tanto, el carácter de imprescindible no se le niega a
nadie. Se recogen apuestas, eso sí, por su presentación en Capital o en
Provincia, recordando en ese ejercicio que los fueros les interesan a todos los
políticos, ya que el abanico de damnificados se vuelve gigante cuando se carece
de esa protección.
Curiosamente, los que pueden pasar en este juego de
barajas políticas –de Horacio Rodríguez Larreta a Macri, de María Eugenia Vidal
a Marcos Peña–, los que no arriesgan apellido, cuerpo y foto se someten
más al escrutinio que los que se lancen en octubre. Misterio de la
profesión.
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