Por Manuel Vicent |
Ya no
hay izquierdas ni derechas, solo gente abierta o cerrada, lista o torpe,
educada o zafia, noble o canalla, honrada o deshonesta, generosa o egoísta,
profesional o aficionada, de buena o de mala sangre. Y por ahí todo seguido.
Esta no es una clasificación colectiva, sino de las personas una en una, como
debe ser.
Más
allá de cualquier ideología, hay una clase de gente que conserva siempre el
germen de la rebeldía natural ante la injusticia dondequiera que esté; en
cambio otra gente con el tiempo acaba perdiendo la curiosidad, se agarra a los
valores de un mundo periclitado y los convierte en un baluarte inamovible.
Ya no
hay izquierdas ni derechas, sino gente joven y gente vieja, sin que en esta
división tenga nada que ver la edad ni el futuro que cada uno tenga por
delante. En este caso el futuro común son las veinticuatro horas de todos los
días.
Aquellos
jóvenes dorados de antaño, que durante la dictadura lucharon por recuperar la
democracia y la libertad, son hoy una gente muy mayor. Unos han envejecido bien
porque, llenos de coraje, no han bajado los brazos; otros han envejecido mal
porque el miedo les ha ido creando más conchas que a un galápago.
Lo
mismo sucede con los jóvenes de hogaño, airados e inconformistas. Unos se
alimentan todavía del caldo agrio, revenido y recalentado del marxismo
leninismo y pese a todos sus piercing, trenzas
rastafaris y tatuajes góticos se debaten en el cainismo izquierdista de
siempre; en cambio otros saben que la nueva estética política se inscribe hoy
en esa clase de actos nobles que se derivan de la mente dispuesta, del espíritu
rebelde, que te hacen revolucionario cada día.
No
hay alternativa: eres joven por estar abierto a las nuevas ideas del mundo o
eres viejo por pensar que ese mundo nuevo que llega no merece la pena vivirlo
porque crees que ya lo has vivido.
© El País (España)
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