Por Cristian Vázquez
1
Un día de 1947, Jozef Odi, exprisionero y por entonces guardia de
Auschwitz-Birkenau, encontró algo extraño en los cimientos de uno de los
barracones de lo que había sido el campo de concentración. Era una botella.
Dentro de la botella había 22 hojas con dibujos que retrataban el horror: la
llegada de la gente deportada, la separación de las familias, los trabajos
forzados, los maltratos físicos, el traslado hasta las cámaras de gas, las
ejecuciones. Es —junto con las fotografías tomadas a escondidas por el Sonderkommando y
las del llamado álbum Lili Jacob-Meier— uno de los
documentos iconográficos más valiosos para conocer lo que sucedió en aquel
sitio infame.
Del autor de los dibujos se sabe muy poco. Apenas que firmó sus obras
como “MM”, que las habría realizado en 1943 y que habría pertenecido a varios
grupos de trabajo, como los que ordenaban la llegada de los nuevos prisioneros
y los del hospital del campo. Y que se puso a un enorme riesgo al realizar
estos dibujos, ya que si los nazis los hubiesen descubierto le habrían
significado una muerte inmediata. El último quedó sin terminar. Quizá fue
trasladado a otro campo y, como no podía llevarse sus obras con él, las
escondió allí. Quizá murió y otra persona ocultó los dibujos.
Y sabemos una cosa más: que hizo todo lo posible por que su obra se
conservara, que su mensaje llegara a otros, aunque él mismo no supiera a quién,
aunque él mismo no estuviera allí para disfrutarlo. En 2014, el Museo Estatal
de Auschwitz-Birkenau lo publicó bajo el título de El cuaderno de
bocetos de Auschwitz. Uno de esos dibujos ilustra este artículo.
2
En su novela Nocilla Dream, de 2006, Agustín Fernández Mallo
incluye, entre otras muchas historias, la de una poeta estadounidense llamada
Hannah, que paga de su bolsillo una edición de 2 mil ejemplares de su poemario New
Directions y los dedica uno por uno de su puño y letra: “A quien lo
haya encontrado. Ahora, si quieres, ya puedes tirarlo. Afectuosamente, la
autora, Hannah”.
“Después —dice el narrador—, en sucesivas semanas, de día y de noche,
los iba tirando por la calle, en las aceras, debajo de los coches, o los dejaba
en las estaciones de metro, autobús, o aeropuertos, acción que desarrolló
durante tres meses por todas las ciudades importantes de los estados que rodean
al de Utah”.
La autora documenta el proceso porque lo considera arte
conceptual. Sin embargo, “la circunstancia importante, la que cambiaría su
vida”, no tiene nada que ver con el arte conceptual, sino con el hecho de que
un hombre llamado Ted encuentra uno de los ejemplares en un restorán de comida
rápida, se enamora de la foto de Hannah en la solapa y se propone encontrarla.
Hace unos años, un escritor que conozco replicó este experimento, aunque
en una escala bastante menor. Tomó una decena de sus libros, los dedicó y dejó
sus datos de contacto en la primera página y los “liberó” en distintas
estaciones del metro de Madrid. No obtener respuesta alguna lo desilusionó un
poco. Cuando le pregunté si se había basado en la historia de Nocilla
Dream, me dijo que había leído la novela, pero que no recordaba en absoluto
esa subtrama. La memoria y la literatura tienen estas cosas.
3
La acción de “liberar libros” comenzó a popularizarse en 2001, a través
de la creación de la web BookCrossing. Lo que es menos común es que
sean los propios autores quienes se ocupen de “liberar” sus libros. Se trata,
en cualquier caso, de un esfuerzo más en busca de que los libros lleguen a sus
lectores. O a su lector. Supongo que con que haya una sola persona
a la que un libro le llegue, un libro cuya lectura aporte y represente algo
especial en su vida, ese libro y su autor pueden darse por satisfecho. Si
además, como en la ficción de Fernández Mallo, ese lector se enamora y
encuentra a la autora y también cambia la vida de ella, ¿qué más se podría
pedir?
Cuenta el editor Mario Muchnik que, en una conferencia dictada en
España, el escritor albanés Ismaíl Kadaré pronunció la siguiente frase: “Estamos
habituados a vivir con la velocidad de la ciudad, pero la literatura vive con
la velocidad de los astros”. Es decir: para entender mejor la literatura,
tenemos que despojarnos del ritmo frenético de la urbe y acoplarnos al de los
fenómenos celestes, distanciados por décadas o siglos o milenios unos de otros.
Es en esos términos como conviene esperar que un libro encuentre a sus
lectores, o a su lector. Sin dejarse ganar por la impaciencia del marketing,
las listas de novedades o los rankings de los más vendidos. Quizá los
ejemplares “liberados” por su autor en el metro de Madrid siguen buscando a su
lector; tal vez alguno ya lo encontró, pero este no tuvo (todavía) ganas de
contárselo. Es posible que el autor —ese o cualquier otro— nunca sepa si su
obra dio o no con su lector, como no lo supo el enigmático “MM” que dibujó el
horror de Auschwitz. Por fortuna, el oficio de la escritura ejercita la
paciencia.
4
El propio Fernández Mallo, en Nocilla Experience (publicada
en 2008, es la segunda parte del Proyecto Nocilla, que se completó al año
siguiente con Nocilla Lab), al referirse a la expansión del
universo, habla de “la lógica del náufrago y el mensaje en la botella, que se
lanza para que no vuelva”. En algún sentido, el solo hecho de publicar un libro
ya es “liberarlo”, dejarlo hacer su propio camino al andar. En un sentido,
también, todos los libros son como mensajes en botellas, que se lanzan al mar
para que lleguen lo más lejos que sea posible, sin que importe demasiado si ha
de obtenerse o no una respuesta.
Ahora mismo, en algún lugar del espacio interestelar a más
de 20.000 millones de kilómetros de nosotros, viaja la sonda
espacial Voyager 1, el objeto de realización humana más alejado de nuestro
planeta. Lanzado por la NASA en 1977, lleva en su interior un disco de oro, de 30 centímetros de
diámetro, donde hay grabados saludos en 56 idiomas humanos, una treintena de
canciones (entre ellas, “El cascabel”, del mexicano Lorenzo
Barcelata), sonidos animales, el latido de un corazón, el oleaje, un martillo
neumático, el crepitar del fuego, un trueno y el beso de una madre. También
incluye imágenes: diagramas del ADN y del sistema solar, fotos de la
naturaleza, arquitectura, mujeres amamantando a sus bebés y atletas compitiendo,
entre muchas más.
No me cabe duda de que ese disco de oro —diseñado por un equipo cuyo
líder era Carl Sagan— es, a su manera, el libro más formidable que hemos creado
los seres humanos. Y lo creamos, precisamente, para meterlo en una botella y lanzarlo
al mar, al más grande de todos los mares. Vive, literalmente, con la velocidad
de los astros. Es casi seguro que nunca sabremos si halló o no a sus lectores,
a su lector. Pero, por supuesto, nadie nos podrá quitar la ilusión de que eso
suceda.
© Letras Libres /
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