Por Javier Marías |
Sirva como un ejemplo entre mil. Hace unos meses, con vistas
a una pequeña exposición, la Biblioteca Pública de Nueva York me solicitó el
préstamo de los borradores de una novela. Mis borradores están escritos a
máquina y llenos de tachaduras, flechas, añadidos y correcciones a mano, por lo
que hoy parecen casi tan exóticos como papiros egipcios. Se trataba de una
novela de 2002, unos 1.500 folios.
Se me indicó que los metiera en una caja,
que describiera dicha caja, que la midiera y comunicara sus dimensiones
exactas, que detallara su contenido y le pusiera título en una etiqueta
especial. Fui obediente, y allí estaba yo con una cinta métrica, traduciendo de
centímetros a pulgadas. Entonces se me dijo que, para el seguro y la aduana,
especificara el precio de lo que enviaba. “Ni idea”, le confesé a mi agente
María Lynch, que me hacía parcialmente de intermediaria. “Nunca he vendido esta
clase de material. Que lo calcule la Biblioteca, que estará más acostumbrada a
tasar manuscritos y demás”. Ah no, la Biblioteca no podía hacerlo, al ser parte
interesada y una hipotética compradora futura (muy hipotética, la verdad).
Tenía que ser yo quien lo valorara. “¿Ponemos $10.000, por poner algo, y no
hacerme mucho de menos?”, le pregunté a María. “Ya puestos”, me contestó ella
muy audaz, “vamos a decir $20.000”. “Más quisiera yo”, respondí, “pero sea, con
tal de acabar con tanto trámite”. Estaba ya todo más o menos listo cuando
surgió otro problema: la Biblioteca sólo podía asegurar mis folios una vez
estuvieran en suelo estadounidense, no durante el trayecto. A mí me daba lo
mismo, pero María se negó en redondo: “El mayor riesgo está en el viaje, ¿qué
sentido tiene que no los cubra el seguro hasta que hayan llegado a salvo?” Qué
hacer, pues. Intervino entonces mi amiga Mercedes López-Ballesteros, que me
echa una mano con un ordenador y otras tareas, e hizo lo que le sugirieron:
escaneó los tres primeros borradores de los 1.500, los envió por mail a la
Biblioteca y ésta colocó debajo unos 1.497 folios en blanco. Ese fue el montón
que se expuso al final: tres hojas no auténticas, sino escaneadas, sobre unas
1.497 no escritas, un simulacro en realidad. Por suerte las expusieron en una
vitrina, por lo que ningún curioso podía descubrir la farsa. Hubo buena
voluntad por parte de todos, pero ya ven, se hizo imposible algo tan inocuo
como enviar una caja llena de folios.
Este es el mundo que nos han construido. Ríanse de la
burocracia del siglo XIX, famosa en las obras de Dickens, Balzac y Larra. La
que padecemos hoy ha dejado aquélla convertida en un paraíso de facilidades y
libertad. Ustedes lo saben como yo: para cualquier imbecilidad, antaño
sencilla, hay que solicitar todo tipo de permisos y documentos. Para cualquier
gestión, oficial o no, hay que cruzar innumerables mails, sms, llamadas, y
firmar docenas de veces. Para establecer una empresa o negocio, los trámites
son inacabables y los obstáculos casi insalvables (y luego los políticos se
permiten alentar a los “emprendedores”, a quienes por lo general se impide emprender
nada). Para tratar con la Administración, todo el mundo está obligado a poseer
ordenador, pero esa misma Administración hace laberíntico y arcano el proceso
de presentación de lo que sea, o le falla “el sistema” cada dos por tres, o da
instrucciones contradictorias e imposibles. El resultado apetecido –parece– es
que todos nos paralicemos, que desistamos, que no hagamos nada. Por tanto, que
no creemos riqueza ni empleo. La misión de nuestros políticos es disuadirnos.
Ponen tal cúmulo de trabas que a uno le dan ganas de cruzarse de brazos y
sumirse en la pasividad.
Todo está demasiado controlado, regulado, burocratizado.
Están prohibidas acciones que ni imaginamos. Los requisitos e impedimentos son
interminables, todo invita al abandono de cualquier actividad. En Europa
tenemos en Bruselas a una monstruosa legión de burócratas que viven de eso, de
urdir normas y dificultades sin fin, que oprimen a los ciudadanos y no les
dejan vivir. De alguna manera han de justificar su sueldo. He aquí mi propuesta
y mi ruego: “Señores burócratas de Bruselas y España: No se preocupen por sus
empleos. Los tienen asegurados. Seguiremos pagándoles de buen grado aunque se
pasen la jornada mano sobre mano. Por favor, háganlo. Jueguen al ajedrez, al
dominó, a los naipes o con el smartphone. Vean estúpidos vídeos de youtubers en
sus horas laborables. Envíen chistes a sus colegas de Estrasburgo, Ginebra o La
Haya. Lean algún libro de tarde en tarde, si recuerdan cómo hacerlo. Hártense
de series de televisión, que duran y ocupan muchas horas. Nadie se lo va a
reprochar. Insisto, se les seguirá pagando religiosamente aunque sean ustedes
meros parásitos. Pero, se lo suplico, estense quietos. No piensen. No imaginen
nuevas prohibiciones y obstáculos demenciales. No inventen nada. No rastreen
con lupa la realidad a ver si se les ha escapado algún resquicio sin
reglamentar. Por favor, no nos asfixien, déjennos vivir. Déjennos un mínimo de
espontaneidad, iniciativa y libertad”.
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