Un texto de Lorenzo
Silva
Mujeres con burka / Foto: Rafael Pastorin |
Con mi gratitud para
el suboficial mayor Guillermo Folgar, del Grupo de Operaciones Especiales nº 4,
que compartió conmigo esta historia, permitiéndome contarla a otros.
Me vas a perdonar, espero, que mi historia no sea de esas
que sirven para relajarse a la sombra de un árbol, reposando a la hora de la
siesta en una tumbona. Y menos aún te servirá cuando pienses, como debes, que
lo que te cuento no es fruto de mi imaginación sádica y calenturienta, sino un
hecho real.
La protagonista es una mujer. La hija de alguien, como lo
somos todos. La pareja de alguien, como lo somos bastantes, aunque en su caso
eso de “ser pareja” tiene un sentido muy distinto a como solemos concebirlo por
aquí. Y es posible, casi es seguro, aunque no nos consta, que sea la madre de
alguien.
Su historia nos llega a través de un hombre. Un tipo curtido
en cien batallas, y en este caso la expresión no gira en sentido figurado,
porque se trata de un veterano militar con unas cuantas misiones a las espaldas
en cuatro continentes. Ya en sus cincuenta, he aquí que lo destinan al lugar
donde vive nuestra protagonista, a quien se me ocurre que a estas alturas del
relato deberíamos empezar a conocer por un nombre. Lo que sucede es que el
nombre de la mujer real lo desconocemos, como lo desconoce el hombre al que
debemos la historia. Vamos a echar mano, por primera vez y excepcionalmente, de
la imaginación. Supongamos que se llama Laila, un nombre más o menos común en
su lengua. Tiene un significado hermoso y triste, que le conviene mucho a nuestro
cuento: “nacida en la noche”.
La lengua de la mujer es el dari, el dialecto de la familia
del farsi, la antigua lengua persa, que se habla en el oeste de Afganistán.
Éste es el país al que envían a nuestro hombre. Ésa es la tierra áspera e
inmisericorde a la que Laila abrió un día sus ojos de niña y a la que miran los
de la joven mujer que hoy es.
Nuestro hombre, podemos llamarle Manuel porque es español y
ése es nombre corriente en la lengua de Cervantes (aunque su nombre verdadero
sea otro), llega a finales del crudo invierno afgano a una zona rural y algo
remota de la provincia de Badghis. Le impresiona, apenas pone el pie allí, que
pese al frío intenso y los restos de nieve que sobre el terreno hay aún (y le
dicen que en pleno invierno la temperatura baja hasta los 20 bajo cero), muchas
mujeres caminan descalzas. Si acaso tienen unas tristes y viejas sandalias para
protegerse los pies. Entre ellas está Laila, una de las habitantes del poblado.
Manuel ha visto muchas cosas terribles, en su cuarto de siglo largo de experiencia
como militar de operaciones especiales, y por ello habituado a meterse en los
peores lugares y en el peor momento. Pero con todo le sobrecoge ver a esas
mujeres con los pies destrozados, sin que los hombres que dicen ser sus padres,
maridos o hijos se cuiden de que vayan dignamente calzadas. Para ellos son
apenas criadas, o pertenencias que algún día otro hombre comprará, en el caso
de las niñas que aún no han llegado a la pubertad.
Manuel comunica a menudo con su mujer en España: los avances
de la tecnología le permiten mantener el vínculo a seis mil kilómetros de
distancia. En una de sus conversaciones, le pide que hable con sus amigas y que
hagan acopio de todos los zapatos viejos que tengan, prepare con ellos un
paquete y se lo envíe por la estafeta aérea que une España con Afganistán. La
mujer así lo hace, pero las formalidades y la logística del vuelo llevan su
tiempo. Al fin, cuando ya asoma el verano y el calor empieza a apretar sobre la
amarilla y polvorienta tierra afgana, el paquete llega y Manuel, con ayuda de
sus compañeros, monta en el mercado local un tenderete con todos los zapatos
expuestos. Por medio de uno de los intérpretes les dice a las mujeres que
acuden al mercado que los zapatos son para ellas, gratis; que cada una puede
llevarse el que quiera. Las afganas, enfundadas en sus burkas (por si quien
esto lee creía que la liberación de la mujer afgana a cargo de Occidente ha
llegado a erradicar dicha prenda de esa apartada región, le aclararemos que
yerra), se acercan al tenderete y empiezan a manosear, cuchicheando y entre
risas, aquella mercancía para ellas extraña y asombrosa. Ni una sola, no
obstante, se lleva un par de zapatos. Los tocan, los miran, los comentan, pero
los devuelven a su sitio.
Cuando las mujeres se van, sin los zapatos que les regala,
Manuel no acierta a entender qué ha sucedido. Es el intérprete, afgano como
ellas, quien le proporciona la explicación:
—El problema son los tacones. Ninguna de ellas se atrevería
a ponerse tacones. Los tacones son de prostitutas.
Si ése es el problema, Manuel se dice que tiene fácil
remedio. Problemas mucho peores ha tenido que afrontar, y lo hizo tan
expeditivamente como afronta éste. Llama al guarnicionero del acuartelamiento y
le pide que les sierre los tacones a todos los zapatos. Así se lleva a efecto,
y el siguiente día de mercado expone los zapatos mutilados en el mismo
tenderete de la vez anterior, a disposición de sus destinatarias, a las que por
medio del intérprete invita a acercarse y a servirse a discreción.
Vienen las mujeres y esta vez sí: se apoderan de casi todos
los zapatos, dejando sólo los que por su color o por su horma resultan
irremisiblemente escandalosos: un par rojo, otro amarillo, alguno demasiado
puntiagudo. Salvo éstos, apenas media docena de pares, los otros desaparecen
con rapidez. Las mujeres se van con su botín y Manuel suspira satisfecho. Ha
encontrado el modo de hacer su buena obra, en este país donde nunca podrá
evitar que lo vean como un invasor, que lo odien por llegar sin ser invitado y
armado hasta los dientes, como le toca ir.
Está recogiendo los restos del tenderete cuando Laila se
acerca rauda y sigilosa y, levantándose apenas el burka, se inclina, le toma la
mano y se la besa. Luego se esfuma, tan ligera como ha venido. Manuel queda
desconcertado. Nunca se es lo bastante viejo, nunca se está lo bastante
baqueteado o desengañado como para que algo así no te conmueva hasta el fondo del
corazón, si es que te queda algo de eso. Y a Manuel le queda.
A la mañana siguiente, Laila aparece a la entrada del
acuartelamiento español, ensangrentada y apaleada hasta casi morir. A toda
velocidad la trasladan al hospital, en Herat. Es la última vez que Manuel la
ve. Se corre la voz de que pudo ser el propio intérprete, que vio el gesto de
gratitud de Laila, el que informó a su marido de la liviandad de la mujer hacia
el extranjero. En el hospital lograrán, por poco, salvarle la vida. Y sin otro
destino posible, tan sólo podrá regresar a la noche en la que nació.
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