Por Fernando Savater |
Ahora me abruma tanto desperdicio. Una vida que renunció
demasiado pronto al verdadero camino de la sabiduría, que no supo evolucionar
en el buen sentido, incapaz de ascender desde la chiquillada a la seriedad
adulta. Un cierto talento, limitado aunque prometedor, derrochado en leer
tebeos (con la entrega que otros reservan para Kierkegaard), novelas policiacas
estudiadas con fervor como grimorios, y tantas películas del Oeste (con el
corazón en la mano: no hay nada más hermoso), o ambientadas en las
profundidades de la selva y los abismos del mar (donde acecha Kraken, el pulpo
monstruoso, y la sombra aciaga del insaciable tiburón), mañanas ensangrentadas
por los dinosaurios, medianoches sin luna de vampiros...
La trampa de la
infancia, de la que cuando no se sale a tiempo —¡oh, vergüenza!— ya no se sale
nunca. Y lo demás se fue en el altar de las carreras de caballos o en otros
compromisos poco edificantes, como beber los vientos (¡hasta los vientos!),
guiñar el ojo sin éxito pero con fruición, y dormir largas, bochornosas
siestas. Interminables, hasta hoy. No echo de menos el concepto claro ni la
erudición incansable, sino la inexperiencia que perdió la ocasión de madurar.
Buena persona, dicen los amigos más complacientes, que
también los hay. Pero no me llamo a engaño: nadie puede ser de veras bueno
habiéndose divertido tanto como yo. Y muchas o muchos se alejaron cuando les
dijimos que lo nuestro no era valor sino simple curiosidad, ¿verdad, Leonard?
Como confesó aquel futbolista mítico que murió arruinado, gasté todo mi tiempo
en lo innecesario y el resto lo perdí tontamente. Pero hoy, cuando el año
acaba, me agobia este desperdicio: la voz de la tristeza es la de la hormiga
amonestando a la incorregible cigarra. Inútilmente. Qué pronto se ha hecho
tarde.
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