Por Norma Morandini (*) |
“Mujeres son las
nuestras, las demás están de muestra”, nos cantaban los muchachos peronistas a
las entonces jóvenes universitarias de los años setenta. “Las demás”, las
otras, eran las burguesas o las zurdas, lo que delata el sectarismo que nos
atraviesa como cultura política. Gobernaba Isabel Martínez, la viuda de Perón.
Una mujer nacida de la costilla poderosa de un hombre poderoso, fiel a la
tradición peronista de la participación de la mujer en la política.
Los
matrimonios políticos y la idea de la mujer-esposa, como intermediaria entre el
líder y la masa. Con el único consenso, la figura de Eva Perón, a la que
también el peronismo interpreta según el momento político: del altar al balcón.
La santa venerada por los más humildes de los tiempos de Menem a la política de
los discursos de la última década, imitada en el tono de la voz, en el abrazo
del renunciamiento, institucionalizada ya como ícono urbano tanto en museos
como en la gigantografía del Ministerio de Acción Social que emula la del Che
Guevara de La Habana.
Sin embargo, ya mucha agua corrió debajo del puente de la
democratización, dinamizada por la recuperación de la libertad. Las mujeres en
Argentina hicimos un largo y hermoso camino, desde el silencio en las plazas
del país para demandar “verdad y justicia” hasta las bulliciosas
manifestaciones para que “ni una menos” pague con su vida sus ansias de
autonomía. El silencio como forma de protesta fue reemplazado por la fuerza de
las palabras porque, como escribió ese gran humanista que fue Vaclav Havel,
“una sola palabra, bajo ciertas circunstancias, pronunciada por una sola
persona, tiene más fuerza que un ejército. La palabra ilumina, despierta,
libera”. Son las palabras y las acciones las que nos permiten incorporarnos en
el mundo compartido, el del espacio público, donde mostramos lo mejor y lo peor
que somos capaces de hacer.
Las mujeres en Argentina ya no necesitamos gritar porque
tenemos la fuerza de los derechos, consagrados constitucionalmente. En menos de
cuatro décadas, se feminizaron los claustros, la política, las empresas y la
Justicia. Se naturalizó que las mujeres podemos ser presidentas, juezas o
ministras. Aun cuando no conseguimos evitar que la plaza pública siga ocupada
por el llanto, hoy las nuevas madres en duelo, las víctimas de la impunidad y
el desdén judicial, han democratizado generosamente su dolor para que “no nos
pase” lo que ellas vivieron. Pero sobre todo, se han incorporado a la política
numerosas dirigentes autónomas, verdaderas ciudadanas, nacidas de su propia vocación
pública. Ya no esposas, ya no mesías, ya no reinas sin coronas.
Simplemente ciudadanas, más parecidas a las dirigentes de
las democracias desarrolladas del mundo. De modo que, a esta altura del
desarrollo democrático, no vale la pena gastar energías para ocuparnos de los
residuos de autoritarismo e intolerancia, y opinar sobre la opinión ajena que
ha degradado el debate. En cambio, vale observar que las mudanzas culturales, o
sea los valores compartidos, son más lentos, dependen de la participación colectiva
y de la circulación de nuevas ideas en el debate público. En la medida en la
que las mujeres fuimos apareciendo en la vida pública, pasamos a ser vistas y
escuchadas, fuimos construyendo la pluralidad que define a la democracia.
Las argentinas, también, incorporamos la idea de la igualdad
en la diferencia. Ya no nos definimos por contraposición al hombre sino como su
paridad. La virtud de ser iguales para profundizar la democracia.
Frente a nuestra más obstinada cultura de muerte, vamos,
también, contraponiendo una cultura de vida, que no puede ser otra que una
auténtica educación en derechos humanos porque la naturaleza humana se define
por la dignidad. No por el sexo. Mujeres orgullosas de su condición de
personas, responsables por nuestras vidas y la de los otros para eludir lo que
también nos degrada: ser víctimas.
(*) Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado
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