Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Que fueron 30 mil, 8 mil, 6 mil, quince personas que
esperaban el bondi o un sopapo a un vendedor de estampitas de San Perón. Que
Gómez Centurión se fue al pasto con sus dichos negando algo que hasta Videla
reconoció. Que lo del titular de la Aduana no llega ni a los talones a lo de
Guillote Moreno cuando dijo que Videla “al menos no le quitaba la comida a los
chicos”.
Que las escuchas ordenadas por la justicia son ilegales. Que la que se queja tiene derecho a no ser escuchada cuando se la investiga por el 99,9% del Código Penal argentino y de algunos países más de la región. Que parece joda que la misma mina que da clases de respeto por la intimidad sea la que desayunaba a las 11.30 de la madrugada con las carpetitas de la Side en la cama.
Que las notas periodísticas sobre el Panamapeiper justifican
la renuncia de todo el gobierno aunque la pidan los mismos que sobrevivieron a
denuncias que van de la muerte de un fiscal federal que imputó a una presidente
por traición a la Patria al sobreprecio en cunas de cartón para pobres bien,
bien pobres. Que el hecho de señalar que pedir la expulsión inmediata de
delincuentes extranjeros 24 horas después criticar a un Juez por enviar al
extranjero a un delincuente es un poquito incoherente. Que la anécdota de una
ministra de Seguridad a la que le hackean una cuenta de Twitter sólo puede ser
superada por un ministro de Comunicaciones que nos explica qué es una red
social a través de una red social a veinte años del nacimiento de los blogs y a
diez del surgimiento de Facebook.
Que los inmigrantes de antes sólo estaban compuestos por
laburantes que nunca levantaron una Villa (como la 31 de los inmigrantes
polacos), que jamás formaron mafias (Juan Galiffi y Francesco Morrone eran
italianos que fueron forzados a delinquir por alguna energía sobrenatural y Zwi
Migdal no comerciaba prostitutas, jugaban a que eran mercadería), que nunca se
negaron a cumplir con la ley (la huelga de inquilinos fue un chascarrillo del
día de los inocentes) y que nunca comerciaron sin pagar impuestos, ya que esos
carros tirados a caballos para vender verduras o leche pasteurizada por
Cadorna, entregaban facturas imaginarias para evitar la polución ambiental.
Que está bien que puedas tomar sol en tetas en cualquier
playa. Que está mal que la policía te pida que te tapes lo que te queda de
busto. Que deberían taparle las tetas a los gordos o si alcanza con la lluvia
de azúcar de los churros. Que, en caso de estar de acuerdo con cubrir pechos
ajenos, es un exceso enviar cinco policías. Que es increíble que nos horrorice
más tres pares de tetas en una playa que un abuso sexual en pleno Palermo. Que
resulte aún más increíble que estén todas las opiniones en una misma bolsa y
nadie pueda putear por ambas cosas a la vez, como si el debate por el desnudo y
los violetas se autoanularan mágicamente. Que las playas argentinas están
vacías porque nadie tiene plata. Que el ruido de joda argentino en Uruguay,
Chile y Brasil se escucha desde Pinamar. Que veranear fuera del país es ser un
cipayo que prefiere irse diez días a Buzios por el mismo dinero que cuesta una
carpa en Mar del Plata. Que esto se pudre, que esto es la gloria, que acá son
todos iguales, que acá no ha pasado nada, que cualquiera puede opinar de lo que
desee, que lo que desean es opinar cualquier cosa.
Expertos en seguridad, economistas havardianos, liberales
con beneficio de inventario, nacionalistas que protestan contra los
nacionalismos extranjeros, socialistas proteccionistas que descubrieron la
bondades del libre mercado cuando el proteccionismo llegó al Imperio,
directores técnicos de kiosco de diarios, consultores empresarios que pagan la
deuda de expensas en cuotas, críticos de cine que no reconocen la diferencia
entre un travelling con steadicam de Kubrik y la escena final de Bañeros 4 los
Rompeolas. Todos tienen lugar en nuestra sociedad, y está perfecto que así sea.
Sólo me pregunto en qué momento tienen tiempo para hacer algo productivo si la
vida parece que se les va en decir a los demás qué es lo que tienen que hacer.
Sommeliers del buen gusto ajeno que creyeron que la movida
del empoderamiento hacia el consumidor consiste en exigir cómo tendrían que ser
los textos que leen, o de qué nos olvidamos al hacer un chiste en Twitter, o
sobre qué tendríamos que hablar, o de qué podemos reírnos y de qué no. Porque
hay que estar siempre serios, bien amargados, con cara de que todo el tiempo
está por suceder algo. Si por ellos fuera, Netflix tampoco existiría, porque
atenta contra la producción nacional de venta de películas truchas, o porque el
concepto de ver lo que quiero incluye que las series terminen como nos gustaría
a nosotros. Elija su propia censura.
Todos opinan de cualquier cosa y hasta Cristina se copa con
sus locas teorías afirmando que si dos funcionarios sostienen un número de
desaparecidos diferente al del relato –aunque, irónicamente, idéntico a la
cifra oficial– es que el autor de la idea es Mauricio Macri. Tiene lógica: en
su loca cabecita pelotudeadora de exfuncionarios y directriz del pensamiento
único, considera que nadie puede tener opinión propia. En contra de la expresi:
si seguimos su lógica de pensamiento, los actos de corrupción de dos o más
personas de su equipo entrarían en la misma lógica, teoría abonada por la
propia Justicia. Y puede que hayan sido más de dos, si la memoria no me falla:
Cometas de Skanska, plan Qunita, talleres ferroviarios,
Ferrocarril Sarmiento (por mencionar a uno solo), rutas a la nada, represas
energéticas sobrefacturadas antes de construirse, hoteles con ocupación plena
de aire, familiares multimillonarios, choferes y jardineros convertidos en
empresarios, cajeros de bancos devenidos en magnates, los bolsos voladores de
José López, el dragón custodio de carbón parrillero, los yates y aviones
privados de Ricardo Jaime, las chacras de Julio De Vido, la mansión de César
Milani –único imputado por crímenes de lesa humanidad que ocupó un cargo alto
desde Luis Patti–; las valijas de Antonini Wilson, la embajada paralela en
Venezuela, el caso Ciccone, el médano de Boudou, la imprenta de Boudou, la moto
de Boudou, Boudou; el tráfico de efedrina, Sergio Schoklender, Hebe de Bonafini
y Sueños Compartidos, el saqueo del PAMI, la recaudación de dinero sucio para
la campaña electoral –todas–, los subsidios truchos de la Oncca a los feedlots,
los vuelos de merca de Southern Winds, los vuelos de merca de los hermanos
Juliá, los no vuelos de la aerolínea sin aviones Lafsa, los seis millones de
pesos –con un dólar siete a uno– que cobró el peluquero de Aníbal Fernández por
servicios audiovisuales, la bolsa de Micelli, las jodas de Picolotti, los hijos
de los amigos contando millones en cámara, los 8 mil millones de pesos evadidos
por Cristóbal López que se le pasaron a Ricardo Echegaray, entre otros casos
aislados que no tienen por qué empañar lo notable de una gestión que nos
devolvió al podio internacional de corrupción, inflación y peores países para
emprender un proyecto comercial. No serán los campeonatos que queríamos, pero
no vamos a ponernos quisquillosos con la falta de puntería.
A veces creo que Cristina lo hace adrede, que se mete en el
momento en el que el Gobierno más necesita que se hable de cualquier cosa. Eso
o Macri es un diabólico estratega político que provoca que el país entre en
pausa hasta que decidamos si convertir el 24 de marzo en un feriado móvil es
más grave que armar un asado en la ESMA. Sea cual fuera el verdadero motivo, y
sin poder afirmar que ése sea el fin perseguido, ahí estamos todos en un debate
que va por más reediciones que los decimales del número Pi.
La batalla cultural se libra en otro terreno, gente. Eso de
seguir discutiendo los setentas es como un Día de la Marmota al que se le
olvidaron de ponerle un desenlace. Imaginemos un Grandes Valores del Ayer
político: pasan los años, a los que le interesan esas historias también van
palmando, tiene cada vez menos rating, pero ahí están, contando una y otra vez
sobre aquella oportunidad en la que quisieron cambiar el mundo al saludar al
flaco del centro de estudiantes. Un corte, una quebrada y enseguida volvemos
con más experiencias de tipos que no tienen ni siquiera un éxito para mostrar y
viven del recuerdo de una historia que para ellos es épica, para otros un
fracaso y, para el resto, una tragedia.
Y están ahí, pidiendo que no se metan con la memoria. El
tema es para qué queremos esa mentada memoria. ¿Para que no vuelvan a existir
guerrillas de niños ricachones con culpa de clase que matan lo que se les cruce
en nombre de un pueblo que nunca los acompañó para llegar al Poder sin saber
bien para qué? ¿Memoria para que no se vuelva a dar un Golpe de Estado militar
apoyado por el silencio de la mayoría que derivó en una dictadura dentro de la
cual se dieron lugar los delitos más atroces? ¿Memoria para recordar que la
amnistía del 25 de mayo de 1973 fue aprobada por unanimidad de todo el
Congreso? ¿O memoria para que no existan más enfrentamientos ideológicos que
fomentan peleas de poder y terminan en soluciones tan pelotudas como la
justificación de la muerte?
No sé qué le pasará a usted, amable lector, pero desde este
lado del teclado, ya no tengo ganas de discutir siempre sobre lo mismo.
Básicamente, porque hemos asimilado que un debate es una competencia por
demostrar quien tiene las mejores palabras para aniquilar la postura ajena,
aunque se trate de un tema que no soluciona una pizca la situación actual ni
aporta nada positivo para los problemas que nos aquejan. Lo mismo va para los
que generan estos quilombos a título gratuito, esos que en la puerta del cine
le preguntaban al extra qué opinaba del kirchnerismo, generando una ola de
puteadas de los antikirchneristas que nunca habían oído hablar del trabajo de
ese señor y el aplauso de kirchneristas furibundos que tampoco lo junaban,
mientras flotaba en el aire la pregunta que nadie se hizo: si no le pregunto a
mi peluquero qué piensa sobre el cupo de exportación ganadera, ¿por qué debería
cambiar mi humor lo que diga un hombre cuyo rol social es otro? Puede
importarme –o no– pero no debería por qué trastocar los roles que cada uno
eligió ocupar en la sociedad. Pero es parte de ese daño enorme que ya ni sé
cuándo se produjo, ese que dice que si no querés que un político te cague,
tenés que meterte en política. Aún no entendí si es para convertirnos en garcas
nosotros o qué, pero lo cierto es que cuando me pongo a escribir no tengo a ningún
funcionario ayudándome en su tiempo libre. Quisieron dedicarse a eso, pidieron
que los voten: laburen ustedes, changos.
Hasta ahora, lo único que veo es lo mismo de siempre:
dictaduras buenas si son de un color, dictaduras malas aunque sean socias comerciales
de la dictadura buena; golpismos que atentan contra la democracia, golpismos
necesarios para que se vayan en helicóptero los que son tan antipopulares que
llegaron al cargo por el voto ciudadano.
En unos meses debutan en las urnas los que nacieron en 2001.
Entre tanto, nosotros seguimos en la discusión de algo que ocurrió tres décadas
antes de que nacieran, o de cualquier cosa que pase a lo largo del día. Estoy
seguro de que nadie sabe qué tienen en la cabeza estos chicos, como también doy
por sentado que lo más probable es que sigamos marginándolos por no que no
entienden nuestro mundo de agresión gratuita al que piensa lo que se le canta
el ocote pensar, de pedidos de manifestaciones a favor de funcionarios a los
que nadie conoce personalmente por cagadas que se mandaron solitos, de peleas
titánicas por cuestiones que no aportan nada, de discusiones eternas para
hallar respuestas que nadie pidió para preguntas que nadie hizo.
No es que no lo entiendan. Temo que no les importa
pertenecer a esto.
Lo bien que hacen.
Martedí. No me tomen en serio. Después de todo, también soy
un boludo que opina sobre lo que quiere, cuando quiere y como quiere.
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