Por James Neilson |
Mauricio Macri quiere ser el gran modernizador de la
Argentina, el presidente que, por fin, encuentre una salida de la zona
pantanosa en que deambula el país, empobreciéndose cada vez más, desde hace
casi un siglo. En principio, no debería serle tan difícil; otros pueblos, entre
ellos algunos de características afines, que a mediados del siglo pasado eran
más pobres que el argentino lograron acoplarse al mundo desarrollado, de suerte
que sabrá lo que es necesario hacer. Pero las cosas distan de ser tan
sencillas.
Por desgracia, no se equivocaba por completo el entonces
secretario del Tesoro norteamericano Paul O’Neill cuando, frente a la crisis
fenomenal de 2001 y 2002, dijo que “hace 70 años o más que los argentinos
entran y salen de situaciones problemáticas. Ellos no tienen una industria de
exportación que valga la pena. Y así les gusta. Nadie los obligó a que sean lo
que son”. Puede que el funcionario sólo aludiera al grueso de los políticos,
sindicalistas y empresarios que en última instancia son los responsables del
estado deprimente del país, ya que a los pobres y quienes corren peligro de
compartir su destino no les gustan para nada las situaciones problemáticas,
pero puesto que los miembros del establishment local llevan la voz cantante,
estaba en lo cierto.
Sucede que la clase dirigente argentina es muy pero muy
conservadora. Se resiste a cambiar. Aún más que sus equivalentes de otras
latitudes, sus líderes se aferran con tenacidad a lo conocido. Y no le ha ido
nada mal. Luego de superar lo de “que se vayan todos”, sus integrantes se las
arreglaron para consolidar sus muchas conquistas, ya que cuando de sacar
provecho de sus propios fracasos atribuyéndolos a otros se trata, son campeones
mundiales. Han podido hacerlo en gran medida porque, como acaba de recordarnos
Carlos Pagni, el ex socio televisivo del nuevo ministro de Hacienda Nicolás
Dujovne, abundan los esquizofrénicos que, si bien “rechazan a los políticos y
creen que la administración pública está plagada de incompetentes o de ñoquis”,
por hostilidad hacia lo privado quisieran que el Estado se encargara de
virtualmente todo. Tal actitud nos dice mucho.
Aunque los macristas aspiran a reformar lo que aquí hace las
veces de un Estado desburocratizándolo y profesionalizándolo, como en su
momento hicieron los británicos, franceses y japoneses con los suyos para crear
una especie de mandarinato inspirado explícitamente, en el caso de los
primeros, en el de la China confuciana, no hay garantía alguna de que prospere
la idea de que al país le convendría contar con un auténtico “servicio
civil”. Si es cuestión de algo realmente
importante, como el fútbol o el tenis, la gente suele ser ferozmente elitista,
pero preferiría que el Estado nacional y sus variantes provinciales o
municipales se organizaran según pautas mucho más flexibles que las habituales
en el mundo deportivo.
El temor a un brote de elitismo puede entenderse. Son muchos
los empleados públicos actuales que se verían perjudicados por la eventual
necesidad de participar de cursos de capacitación, rendir exámenes esporádicos
y así por el estilo. Los apoyan vigorosa y ruidosamente los sindicatos del
sector que, por razones que podrían calificarse de estructurales, siempre
defienden los presuntos derechos adquiridos de los afiliados más vulnerables.
La posibilidad de que colaboren con los deseosos de modernizar el Estado es
virtualmente nula. Lo mismo que los compañeros del sindicalismo docente, los de
otras reparticiones estatales seguirán anteponiendo los intereses de los menos
capacitados a aquellos de la sociedad en su conjunto. Algunos ya han dado a
entender que, en su opinión, los reformistas se han propuesto librar una guerra
contra el pueblo trabajador.
Los convencidos de que el capital humano de la Argentina es
tan maravilloso que, con tal que el gobierno nacional maneje la economía con
sensatez, debería serle fácil emular a países que han conseguido enriquecerse
en un lapso muy breve, propenden a pasar por alto el déficit educativo. De
tener razón quienes suponen que el futuro de una sociedad determinada dependerá
del nivel alcanzado por los alumnos de los colegios secundarios, las
perspectivas que enfrentamos a mediano y largo plazo son sombrías. Según las
pruebas internacionales, el desempeño de nuestros jóvenes es equiparable con
aquel de países como Kazajstán, Albania e Indonesia, a años luz de los más
avanzados, en especial de China, el Japón, Singapur y Corea del Sur, lugares en
que la pasión educativa es llamativamente intensa.
¿A qué se debe tanto atraso? Los sospechosos de siempre son
los sindicatos, los maestros, un sistema educativo supuestamente anticuado y,
desde luego, la pobreza, pero tal vez no sea más que la consecuencia lógica de
una cultura política reñida con el esfuerzo individual. Mientras que en China,
la eliminación por Deng Xiaoping de una red espesa de trabas que habían tejido
marxistas dogmáticos resultó ser más que suficiente como para liberar las
energías de un pueblo de mentalidad capitalista nata, de ahí el crecimiento
explosivo de un país hasta entonces paupérrimo, aquí medidas similares
modificarían poco. Lejos de aprovechar la oportunidad para hacer valer los
talentos propios como hicieron los chinos, millones de personas se sentirían
abandonadas por un “Estado ausente” al que acusarían enseguida de defraudarlas.
En una época en que, a pesar de lo ocurrido últimamente en
distintas partes del mundo desarrollado, los valores dominantes siguen siendo
más individualistas que colectivistas, la diferencia así supuesta es clave. En
algunas sociedades, apostar a la iniciativa personal tiene sentido; en otras,
sólo motiva indignación y envidia.
Macri y sus coequiperos esperan que la Argentina,
debidamente aleccionada por una larguísima sucesión de fracasos desastrosos,
esté dispuesta a protagonizar una suerte de revolución cultural como las que
posibilitaron la “modernización” de otros países que, a primera vista, no
tenían más que una pequeña fracción de sus ventajas comparativas. Es que aun
cuando los recursos naturales –el campo, Vaca Muerta, la minería – resultaran
ser fabulosamente lucrativos, no bastarían como para reemplazar el factor
humano que hoy en día es, por lejos, el recurso económico más valioso.
Lo comprenden muy bien los chinos; sueñan con tener sus
propias versiones de empresas gigantescas como Apple, Google y otras que son
productos casi exclusivamente de la inteligencia creativa si bien, de modo
indirecto, hicieron su aporte las condiciones socioeconómicas en que pudieron
desarrollarse. De todos modos, nadie ignora que, de concebir un joven argentino
un proyecto parecido a los de Steve Jobs, Larry Page y compañía que pronto
engendrarían miles de millones de dólares, para que asumiera una forma concreta
tendría que emigrar, ya que por razones burocráticas, económicas, legales y
culturales, el medio ambiente nacional no le sería del todo propicio.
Aquí, lo que hace mucho tiempo alguien llamó “la máquina de
impedir” sigue funcionando con eficacia notable. Puesto que cuenta con la
aprobación de muchas personas influyentes que entienden que el cambio podría
resultarles muy incómodo, los decididos a desmantelarla se saben constreñidos a
proceder con mucha cautela. Nada de choques y ni hablar de “ajustes”.
Con todo, el gradualismo entraña casi tantos riesgos como la
alternativa. Brinda a los comprometidos con el orden tradicional muchas
oportunidades para contraatacar con el propósito de desbaratar los esquemas de
los modernizadores tratando pequeños episodios, que en otras circunstancias
pasarían desapercibidos, como si fueran escándalos nacionales, evidencia de que
los odiados “neoliberales”, con la brutalidad que les es propia, estén
procurando pisotear los derechos de sus compatriotas. Aunque virtualmente todos
se afirman a favor de la “modernización”, abundan los contrarios a los cambios
necesarios para que fuera algo más que una palabra atractiva.
Durante mucho tiempo, los ingresos posibilitados por la
geología han servido para suministrar a los políticos fondos para anestesiar a
los pobres asegurándoles lo que necesitan para sobrevivir, pero es tan grande
la demanda que, para suplementar el dinero así proporcionado, el gobierno de
Macri ha optado por un mayor endeudamiento y, con suerte, un torrente de
inversiones que, dice, significaría la creación de una multitud de “trabajos de
calidad”.
Pues bien: ¿estarán preparados los desempleados o
subempleados actuales para desempeñar las tareas exigidas por los “trabajos de
calidad” previstos por el presidente? La verdad es que no hay demasiadas
razones para creerlo. Antes bien, lo mismo que en otras partes del mundo, el
progreso económico, cuando llegue, amenazará con reducir drásticamente las
oportunidades laborales disponibles para una franja creciente de trabajadores,
comenzando con los “ni-ni” que, por los motivos que fueran, carecerán de las
calificaciones necesarias para cumplir un papel activo en el nuevo mundo que la
tecnología está creando a gran velocidad. Como muchos otros gobiernos, en tal
caso el de Macri o los de sus sucesores tendrían que optar entre resignarse a
una economía a la medida de la población existente y una que subordine “lo
humano” al crecimiento.
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