Por James Neilson |
Sería injusto culpar a Alfonso
Prat-Gay por la resistencia a reanimarse de la maltrecha
economía nacional que sigue atrapada en el pantano fétido en que la
depositaron los kirchneristas. Así y todo, Mauricio Macri y Marcos
Peña llegaron a la conclusión de que no les perjudicaría que la gente le
atribuyera el letargo prolongado que se ha apoderado de ella, de ahí la
decisión de remplazarlo por un dúo con pergaminos menos impresionantes y,
esperan, de temperamento mucho más dócil: Nicolás Dujovne, que se
encargará de Hacienda, y Luis Caputo, que tendrá en sus manos el área de
Finanzas de la que era secretario.
Aunque según Peña sólo se trataba de una
modificación del “diseño organizacional del Gobierno”, nadie tomó muy en
serio sus palabras.
Lejos de contribuir a hacer más eficiente el
manejo de la economía, el desdoblamiento del ministerio más importante de
los siete que ya la administraban agregará más confusión. Sólo servirá para
hacer sospechar que Macri, como Néstor Kirchner y Cristina, será su propio
ministro de Economía no por considerarse un experto en la materia sino por
miedo a ver crecer a alguien como Prat-Gay que podría resultar ser un rival en
potencia. Lo último que quiere es que se reedite el drama protagonizado por
Carlos Menem y Domingo Cavallo.
Dicen que a Macri le gusta que sus adversarios
lo subestimen, pero, lo mismo que virtualmente todos los políticos, no le gusta
para nada que entre sus subordinados haya personajes capaces de hacerle sombra.
Es por lo tanto comprensible que le resultara incómoda la proximidad de
Prat-Gay, un hombre que se había acostumbrado a codearse con miembros
destacados de la elite planetaria y que, tal vez, lo creía un advenedizo de
cultura deficiente. También lo es que algunos macristas de la primera hora
hayan aprovechado el malestar ocasionado por la presencia de una persona reacia
a resignarse a ocupar un lugar subalterno como un integrante más de un “equipo”
de iguales. No es ningún secreto que Prat-Gay estaba convencido de que lo
que el país necesitaba era un superministro de Economía y que era el único
funcionario calificado para cumplir dicho rol.
Desgraciadamente para Prat-Gay, Macri y sus
colaboradores más influyentes discrepaban, motivo por el que decidieron que le
correspondería al hasta entonces ministro de Hacienda y Finanzas desempeñar el
papel, ingrato pero así y todo imprescindible, de fusible, o sea, del chivo
expiatorio que tendría que ser sacrificado para que todo funcionara mejor.
No lo forzaron a renunciar por razones estratégicas o técnicas evidentes, sino
por su propensión notoria a tratar con desprecio apenas disimulado a quienes se
animaban a oponérsele, además de amonestar en público a otros ministros,
como el de Energía, Juan José Aranguren. Sin embargo, si 2017 resulta ser
tan difícil como algunos quieren o temen, Prat-Gay les agradecerá por haberlo
echado a tiempo; en tal caso, podría argüir que, hasta aquel momento, la
economía iba en la dirección apropiada.
No lo ayudaron sus vínculos políticos con Elisa
Carrió; por el contrario, la muy influyente asesora de Macri ya había
advertido que la “forma de ser” de Prat-Gay podría provocar disgustos en el
equipo gubernamental. No se equivocaba Lilita: Prat-Gay se las arregló para
pelear con casi todos los demás miembros del gabinete. Su contrincante más
notable resultó ser uno de sus sucesores como presidente del Banco Central, Federico
Sturzenegger, que para su indignación creía en la independencia de la
entidad y en la defensa del valor de la moneda. También hubo otros conflictos
imputables, en opinión de los demás integrantes de la selección macrista, a su
estilo particular y, sobre todo, a su arrogancia intelectual.
Macri, Peña y otros pesos pesados del Gobierno
entenderán que, si bien Prat-Gay no pudo erigirse en un superministro como
había aspirado, su caída será vista como una señal de que el manejo de la
economía ha entrado en una nueva fase. Aunque distintos kirchneristas,
izquierdistas y peronistas nostálgicos están protestando contra el ajuste
tremendo que suponen inminente, puede que no cambie mucho. Después de
todo, el Gobierno tiene motivos de sobra para querer hacer pensar que está
preparándose para enfrentar una etapa menos deprimente que la que se inició con
euforia excesiva y miles de globos amarillos el año pasado pero que, para
sorpresa de Macri, no produjo el rebote espectacular con el que habían soñado
los convencidos de que el mundo reaccionaría enseguida ante la elección de un
gobierno sensato con algo más que frases de elogio como las pronunciadas por el
mandamás saliente de Estados Unidos, Barack Obama.
A Dujovne le ha tocado intentar navegar entre el
Escila de las necesidades políticas del Gobierno y el Caribdis de las
despiadadas realidades económicas. A juzgar por lo mucho que dijo como
periodista, Dujovne confiará en una combinación de monetarismo light para
combatir la inflación con el gradualismo que cree obligatorio por ser
cuestión de un gobierno sin mayoría en el Congreso. Asimismo, ha sido
partidario del endeudamiento creciente que supone necesario hasta que por
fin desembarquen aquellos inversores cuya llegada salvadora sigue
postergándose. Aun cuando las circunstancias, en especial las externas, exijan
un ajuste un tanto más severo que el ensayado hasta ahora, sorprendería que
Dujovne y Caputo optaran por arriesgarse. Cierto optimismo podría justificarse.
Antes de la salida de Prat-Gay, incluso los críticos más vehementes de la
gestión de Macri preveían que la inflación seguiría bajando y la industria
mostraría más señales de vida.
Aun cuando entre los economistas haya un
consenso en el sentido de que el déficit fiscal ya es insostenible, reducirlo
en un año electoral no sería del todo sencillo a menos que lluevan dólares
frescos en cantidades fenomenales para financiar una multitud de obras públicas.
A comienzos de su gestión, Macri pudo haber privilegiado lo económico por
encima de lo político, pero no lo hizo porque no quería difundir malas noticias
acerca del desastre dejado por los kirchneristas por miedo a que los
inversores en potencia huyeran despavoridos. Sin embargo, a menos que en
los meses próximos la economía nos sorprenda, el Gobierno podría verse
constreñido a poner en marcha un ajuste en vísperas de las elecciones
legislativas, brindando de tal modo a sus muchos enemigos una oportunidad
para asegurar que, después de octubre, sea aún más minoritario de lo que
actualmente es.
Con todo, aunque el año que está por despedirse
no ha sido nada fácil para Macri, la verdad es que la situación en que se
encuentra dista de ser tan mala como sería si hubieran conservado su
vigencia las reglas tradicionales según las cuales el rating de un presidente
no peronista depende en buena medida del estado de la economía. Si bien por un
lado el consumo languideció, los escasos brotes verdes marchitaron y el alud
inversor que algunos habían previsto se negó a concretarse, y por el otro
crecieron el desempleo, la inflación y el gasto asistencial, Macri no ha
sido abandonado a su suerte como esperaban los kirchneristas. Incluso sus
muchos “errores” no le han perjudicado demasiado, ya que le ha beneficiado la
conciencia generalizada de que sería un error decididamente mayor atribuir, una
vez más, el estado exasperante de la economía a las presuntas características
de una sola persona. Es irónico, pues, que Macri y sus incondicionales estén
procurando hacer pensar que todo depende de la voluntad presidencial.
Parecería que no se han dado cuenta de que la
cultura política del país ha evolucionado en los meses últimos, que la
mayoría o, por lo menos, una minoría sustancial, entiende que gobernar es una
empresa colectiva, una que es más parlamentaria que presidencialista, y en
consecuencia pide a todos los diputados y senadores ponerse a la altura de sus
responsabilidades. Fue por tal motivo que fracasó el intento de Sergio
Massa, aliado coyunturalmente con Axel Kiciloff y por lo tanto Cristina, de
aprovechar el tema de Ganancias para debilitar a Macri. Con la ayuda del
senador ex kirchnerista Miguel Pichetto, algunos gobernadores peronistas y la
CGT, el Presidente logró sustraerse casi ileso de la trampa que sus adversarios
le habían tendido.
Dujovne asume el mando del ministerio económico
clave justo antes de la inauguración de la presidencia de Donald Trump
en Estados Unidos, un acontecimiento que a buen seguro tendrá un gran impacto
en el resto del mundo. Entre otras cosas, marcará el fin de una era de
dinero baratísimo. En efecto, la Reserva Federal norteamericana ya ha
comenzado a subir las tasas de interés y no cabe duda de que a Trump le gustará
que el dólar se haga mucho más fuerte, lo que plantea el riesgo de que billones
emigren de los mercados “emergentes” hacia Estados Unidos. Aunque pocos aquí se
sienten preocupados por el proteccionismo reivindicado por Trump porque la
Argentina dista de ser un socio comercial significante de la superpotencia,
no la ayudaría que otros países sufrieran crisis graves a causa de las barreras
de todo tipo que el magnate se ha propuesto construir para que encuentren
trabajo los obreros norteamericanos que han sido desplazados por la
globalización.
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