Por Gabriela Pousa |
Confieso: esperé doce años, casi con desesperación
el final del kirchnerismo y viví el triunfo de Cambiemos con la cautela que
siempre me caracterizó al hacer análisis político, pero con un dejo de
esperanza inmenso. Un año después, sin embargo, es otra vez la sociedad
la que logra aplacar entusiasmos y sueños.
El daño que le ha hecho a los argentinos lo
“políticamente correcto” ha sido excesivo. El miedo reverencial que se
evidenció durante el gobierno de los Kirchner obligando a callar o a decir solo
aquello que se sabe socialmente aceptable aún no ha muerto. Hoy vuelvo a
escuchar versiones diferentes de la misma gente según el escenario donde les
toque hablar.
No, no es el gobierno únicamente. Es el
ciudadano medio el portador de una hipocresía que es posible esté inscripta en
el ADN nacional, sino no se entiende este afán de dobleces y cobardías.
Qué en enero de 2017 estemos discutiendo la opinión de un funcionario sobre lo acontecido en la década de los 70′ nos hace retroceder un número indefinido de casilleros, ya no en el progreso político sino también en el grado de sensatez que se supone, a fuerza de tantas desventuras, deberíamos tener.
No hemos aprendido nada. Tamaña sentencia nos
sopapea con fuerza. Estamos sumidos en un pasado que no fue sino que sigue
siendo todavía. En ese marco es casi imposible vislumbrar un futuro venturoso por la
sencilla razón de que no hay presente protagónico. Es decir, no estamos
viviendo lo que nos sucede sino lo que nos sucedió sin que importe ya cuánto
nos afectó.
Somos el adulto de cuarenta y pico que echa la
culpa de sus fracasos al padre que lo abandonó, somos aquel que sigue llorando
sobre la leche derramada mientras a su lado pasan las vacas. Somos ciegos por
cerrar los párpados no por no poder ver. Hay una inmadurez perpetua en
la idiosincrasia de los argentinos que nos lleva a girar siempre en el mismo
círculo, a buscar su cuadratura, a gozar del laberinto porque no escuchamos a
Leopoldo Marechal cuando advirtió que de éste sólo se sale por arriba.
Para alcanzar esa altura hay que estirarse y hemos
optado por reptar aferrados a lo mundano, abajo, siempre abajo como temerosos
de soltar, de crecer. Vivimos los 70′ como el súper clásico del sábado
pasado, a lo fanático o a lo desinteresado que es también una manera de
fanatizarse por Poncio Pilato.
La racionalidad es don apenas si está alineada a lo
que se supone que está bien. Y no hay siquiera análisis que establezca quién es
el juez que ha estipulado la corrección en los argumentos que usamos, que
ordenan sean usados.
¿Qué ordena quién?. Hasta tal punto llega la insensatez
que tampoco sabemos qué responder. Obedecemos a un orden preestablecido que
impuso arbitrariamente un régimen desconocido. Somos, simultáneamente,
genios para hacer la trampa que sigue a la ley pero tibios para discernir la
legalidad del relato.
Hacemos filas interminables para sacar una visa que
nos lleve a Miami pero discutimos enardecidos las supuestas trabas del gobierno
de Mauricio Macri a los inmigrantes. Leemos lo que queremos no lo que
dicen los textos. Solo se trata de vestir un traje que a la mirada general
quede perfecto. Si no se adapta el talle, nos encogemos total el fin justifica
los medios.
A esta polémica llegamos tras otra de singular
vehemencia: el feriado del 24 de Marzo. Así la memoria, como la
historia, quedó limitada a una fecha de calendario. Entonces, quienes
aplaudieron el derrocamiento de Isabel Martínez de Perón y respiraron aliviados
el final de lo que se supone era un gobierno democrático, ahora están apuntando
con el dedo en alto al titular de Aduana, Juan José Gómez Centurión.
El cepo al dólar molestaba, el cepo a la libertad
se soslaya. En nombre de la democracia se cometieron tantos excesos como se
cometen latrocinios en nombre de un dios, cualquiera sea el modo de
concebirlo.
Por curiosidad no más, busco un diario alemán. No,
no están debatiendo cuánto daño hizo el nazismo. Están analizando las
debilidades y fortalezas de lo contemporáneo, están implementando políticas a
20 o 30 años…
Quizás cuando dejemos de discutir qué tan
idealistas eran los jóvenes setentistas y cuán malvados los uniformados,
descubramos que como sociedad, como país, tenemos un presente sin vivir y un
futuro cual página en blanco.
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