Por Javier Marías |
Cuando yo era niño, había cierta conmiseración hacia las
mujeres sin hijos. A las que estaban casadas y carecían de ellos se las miraba
con abierta lástima, y aún se oían frases como “Dios no ha querido bendecirlas
con esa alegría”, o “Pobrecilla, mira que lo ha intentado y no hay manera”.
En
numerosos ambientes y capas de la sociedad se creía a pie juntillas en la
absurda doctrina de la Iglesia Católica imperante en España, a saber: que la
función del matrimonio era la procreación; que debían recibirse con gozo o
estoicismo (según el caso) cuantas criaturas llegaran; que la misión de las
madres era dedicarse en exclusiva a su cuidado; que era no sólo normal, sino
recomendable, que cualquier mujer, una vez con descendencia, dejara de lado su
carrera y su trabajo, si los tenía, y se entregara a la crianza en cuerpo y
alma. Qué mayor servicio a la sociedad.
A las mujeres solteras (“solteronas” se las llamaba, desde
demasiado pronto) ya no eran conmiseración ni lástima lo que se les brindaba,
sino que a menudo recibían una mezcla de reproche y menosprecio. Lo deprimente
es que, en esta época de tantas regresiones (de derechas y de supuestas
izquierdas), algo de eso está retornando. Se vuelve a reivindicar que las
mujeres se consagren a los hijos y abandonen sus demás intereses, con la
agravante de que ya no es una presión externa (ni la Iglesia tiene el poder de
antes ni el Estado facilita la maternidad: al contrario), sino que proviene de
numerosas mujeres que, creyéndose “progresistas” (!!!), defienden “lo natural”
a ultranza, ignorantes de que lo natural siempre es primitivo, cuando no
meramente irracional y animalesco. Hoy proliferan las llamadas “mamás
enloquecidas”, que deciden vivir esclavas de sus pequeños vástagos tiranuelos y
no hablan de otra cosa que de ellos.
Y claro, adoptan un aire de superioridad –también “moral”–
respecto a las desgraciadas o egoístas que no siguen su obsesivo ejemplo, como
si éstas fueran seres inútiles e insolidarios, casi marginales, y por supuesto
“incompletos”. Las más conspicuas entre ellas son las tías solteras, pero no
sólo: también las amigas, compañeras y madrinas solteras, que las mamás
chifladas acaban por ver como apéndices de sus vidas. Yo las vengo observando y
disfrutando, a esas solteras o sin hijos, desde mi infancia, y creo, por el
contrario, que son esenciales, hasta el punto de que quienes merecen lástima
son los niños que no tienen ninguna cerca. La mayoría de las que he conocido y
conozco son de una generosidad sin límites, y quieren a esos niños próximos de
un modo absolutamente desinteresado. Como no son sus madres, no se atreven a
esperar reciprocidad, ni tienen sentimiento alguno de posesión. Se muestran
dispuestas a ayudar económicamente, a echar una mano en lo que se tercie, a
descargar de quehaceres y responsabilidades a sus hermanas o amigas. Con
frecuencia disponen de más tiempo que los padres para dedicárselo a los críos;
con frecuencia de más curiosidades y estudios, que les transmiten con paciencia
y gusto: en buena medida son ellas quienes los educan, quienes les cuentan las
viejas historias familiares, quienes contribuyen decisivamente a que los niños
se sientan amparados. Muchas de las de mi vida son además risueñas y
despreocupadas o misteriosas, más liberales que los padres, e invitan por tanto
a mayor confianza. Mis padres tenían bastantes allegadas sin hijos: mi tía
Gloria o Tina (ella sí casada) era una fuente de diversión constante, y aún lo
es a sus noventa años. María Rosa Alonso, Mercedes y Carmen Carpintero, María
Antonia Rodulfo, Luisa Elena del Portillo, Maruja Riaza, Mariana Dorta, Olga
Navarro, todas ellas nos encantaba que llegaran y verlas, a mí y a mis
hermanos. Traían un aire de menor severidad, de benevolencia, nos hacían caso
sin agobiarnos, nos enseñaban.
Y también estaban algunas figuras “ancilares”, aún más
modestas en sus pretensiones. Leo (Leonides su nombre) fue nuestra niñera
durante años. Era una mujer sonriente y de espíritu infantil, en el mejor
sentido de la palabra. Nos contaba cuentos disparatados, nos engañaba para
divertirnos o ilusionarnos, jugaba con nosotros en igualdad de condiciones,
reía mucho con risa que se le escapaba. Le dediqué un artículo a su muerte, en
1997. Tuvo que irse para atender a un hermano que la sometía un poco. Pero
cuando los míos tuvieron hijos, volvió por casa los domingos. En un segundo
plano, como sin atreverse del todo a manifestar el afecto inmediato que les
profesó a mis sobrinos (“los niños de sus niños”), pocas miradas he visto tan
amorosas e ilusionadas, con un elemento de involuntaria pena en sus ojos. No la
de la envidia, ni la de sentirse de más, en absoluto. Desde su espíritu ingenuo
y cariñoso, disfrutaba de nuevo de la compañía de sus iguales, niños traviesos
y graciosos. Pero quizá sabía que el hermano exigente acabaría apartándola de
nuevo, y que en la memoria de sus adorados ella sería sólo un personaje
anecdótico. Para mí no lo es, como no lo es ninguna de las “tías solteras” que
he mencionado. Sé lo importantes que fueron y les guardo profundo
agradecimiento. No les tengan conmiseración, no las subestimen nunca, ni las
den por descontadas. Las echarán de menos.
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