Por James Neilson |
La cultura política norteamericana está argentinizándose a
un ritmo desconcertante. Ya se han ido los días felices en que el presidente
electo y el saliente se esforzaban por brindar la impresión de estar dispuestos
a anteponer el bien común a sus aspiraciones personales, como sucedió cuando
George W. Bush se preparaba para entregar los símbolos del poder a Barack
Obama.
Aunque es poco probable que, luego de ocho años en la Casa Blanca, Obama
procure arruinar la inauguración de la gestión de su sucesor, como hizo
Cristina, para extrañeza incluso de sus admiradores está aprovechando los días
finales de su mandato para hacerle la vida mucho más difícil. Además de
prohibir la extracción de gas y petróleo en alta mar con el pretexto de querer
frenar el cambio climático y, mientras tanto, sabotear los planes energéticos
de Donald Trump, Obama se las ha arreglado para pelearse con Rusia, echando de
golpe a 35 diplomáticos, y con Israel, al impulsar entre bambalinas una
resolución del Consejo de Seguridad de la ONU en contra de los asentamientos
ubicados en lugares en que, según los palestinos, ningún judío tiene derecho a
vivir.
Por raro que parezca, Obama y el secretario de Estado John
Kerry siguen aferrándose a la noción de que los asentamientos israelíes están
detrás de todas las convulsiones violentísimas que están desgarrando el mundo
musulmán. Trump y sus asesores no comparten tal punto de vista: a diferencia de
Obama que, como otros mandatarios occidentales, insiste en que no hay vínculo
alguno entre el terrorismo y la religión de la paz, creen que ha llegado la
hora para hacer frente al desafío planteado por el islamismo militante.
Así pues, luego de criticar las “declaraciones incendiarias”
formuladas en su contra por el ocupante actual de la Casa Blanca y quejarse de
“los obstáculos” que está poniendo en su camino, Trump tuiteó: “No podemos
seguir permitiendo que se trate a Israel con este desprecio y falta de respeto
total. Solían ser grandes amigos de EE. UU., pero ya no. El principio del final
fue aquel horrible acuerdo con Irán, ¡y ahora esto! Mantente fuerte, Israel, el
20 de enero se aproxima rápido”.
Pero no sólo se trata de la hostilidad mutua que sienten dos
personajes de trayectoria y actitudes que son radicalmente distintas. En el
mundillo político de Estados Unidos se ha abierto una grieta que es plenamente
equiparable con la que durante años dividió familias y grupos de amigos en la
Argentina pero que, por ser cuestión de una superpotencia, es mucho más
preocupante. Sucede que los horrorizados por el triunfo de Trump en el colegio
electoral aún no se han recuperado del pánico que se apoderaba de ellos al caer
un estado tras otro en manos del magnate inmobiliario. ¿Cómo es posible – se
preguntan – que tantos millones hayan votado por un sujeto tan esperpéntico, de
ideas rudimentarias, repudiando así la hegemonía cultural del progresismo
políticamente correcto?
Desde aquella madrugada espantosa en que se enteraron de que
Hillary había perdido, los partidarios de lo que ya era el viejo orden están
procurando deslegitimar la cada vez más cercana presidencia de Trump. Es su
versión de “la resistencia” kirchnerista al terror desatado por el presidente
Mauricio Macri. Manifestaciones callejeras del tipo al que estamos
acostumbrados proliferaron en las ciudades mayormente “azules”; en Estados
Unidos, los conservadores se tiñen de rojo. Aunque no prosperaron los intentos
de reformar retrospectivamente el sistema electoral para que ganara Hillary en
base a la mayoría popular que consiguió gracias a los californianos y
neoyorquinos, o los de convencer a los delegados al colegio de que, para bien
del mundo, deberían frustrar a quien había triunfado conforme a las reglas
existentes, con la ayuda entusiasta de Obama se ha iniciado una campaña
destinada a hacer pensar que un ejército de hackers rusos liderado por Vladimir
Putin había logrado llenar las urnas de votos a favor de Trump difundiendo
mentiras, de suerte que, pensándolo bien, su triunfo fue fraudulento.
Por lo demás, los reacios a tolerar la trasmutación de Trump
en lo que sus compatriotas califican del “hombre más poderoso del mundo” dicen
creer que los únicos que lo quieren son blancos ignorantes, fanáticos de las
armas de fuego, racistas resentidos, sexistas, homófobos y otros seres
igualmente deplorables, para usar el epíteto insultante que fue elegido por
Hillary para enardecer a las bases demócratas. Si bien dicho estereotipo no
refleja la verdad, ya que Trump contó con el respaldo de muchos graduados
universitarios, mujeres, latinos y una franja significante de negros, parece
haberse instalado definitivamente en el imaginario colectivo norteamericano y,
merced a los clientes en otras partes del planeta de medios periodísticos
influyentes como el New York Times y el canal televisivo CNN, en el mundial.
Los contrarios a Trump señalan que su eslogan favorito,
“Hagamos grande a Estados Unidos otra vez”, es una simplificación burda. Tienen
razón, pero lo mismo podría decirse de aquel de “esperanza y cambio” que fue
empleado en su momento por Obama. Sea como fuere, no cabe duda de que le
permitió al eventual ganador de la contienda presidencial conectarse con los
muchos norteamericanos que sienten que su país está rodando cuesta abajo y que
por lo tanto necesita un presidente vigoroso que esté dispuesto a tomar medidas
drásticas. Pero, claro está, es una cosa hablar de la decadencia de una
sociedad y otra muy diferente revertirla. Trump parece atribuir lo que ha
ocurrido a la pérdida de fe de las “elites” en los valores de un pasado no tan
lejano, valores que, a su juicio, deberían ser recuperados para que Estados
Unidos pueda competir mejor contra rivales a su entender peligrosos como China
que, según él, violan sistemáticamente todas las reglas internacionales.
Se trata de un credo conservador a la usanza norteamericana
que se inspira en la nostalgia por una supuesta edad de oro reciente, pero no
hay demasiados motivos para confiar en la eficacia de las soluciones
propuestas: más proteccionismo, una mayor inversión en infraestructura, una
menor presión impositiva y menos regulación gubernamental. Es que en Estados
Unidos los populistas no son estatistas como sus equivalentes en otras
latitudes; por el contrario, es tan feroz su oposición a la intervención
estatal y todo cuanto implica que se asemejan a los anarquistas del siglo XIX.
Aunque Trump se vio beneficiado por el fracaso evidente de
Obama en el Medio Oriente, sus propias ideas acerca del papel que debería
desempeñar Estados Unidos en la región más explosiva del mundo difícilmente
podrían ser más ambiguas. Por instinto, es aislacionista, pero se ha
comprometido a aniquilar bien pronto el Estado Islámico y otras organizaciones
afines y a defender a los cristianos que, abandonados a su suerte por lo que en
el pasado que se aleja se llamaba la cristiandad, son víctimas del odio
genocida de islamistas que están llevando a cabo un programa de limpieza
religiosa sumamente brutal.
Ajuzgar por lo que Trump ha dicho en los meses últimos, se
verá tentado a aliarse con Putin para poner fin al flagelo, pero antes tendría
que separar al hombre fuerte ruso de sus amigos actuales, los ayatolás iraníes,
algo que no le sería tan fácil como parece suponer. Y, como si todo esto fuera
poco, Trump dice que hará lo necesario para impedir cuanto antes que Corea del
Norte siga amenazando a Estados Unidos con los misiles nucleares que está
desarrollando.
Por ser tantas las contradicciones de Trump, es natural que
en el resto del mundo los gobiernos se sientan muy pero muy preocupados por lo
que podría ocurrir cuando se haya mudado a la Casa Blanca. No les convendría
del todo que la superpotencia siguiera batiéndose en retirada, trazando “líneas
rojas” en la arena para entonces negarse a reaccionar cuando alguien como el
dictador sirio Bashar al-Assad las cruce, pero tampoco les gustaría que Estados
Unidos asumiera una postura mucho más agresiva. En el fondo, lo que quieren es
que el simulacro de “normalidad” que reinaba durante los años de Obama se
prolongara indefinidamente a pesar de que todos, virtualmente sin excepción,
saben que se agotó hace tiempo. Bien que mal, Trump es producto de la confusión
resultante.
La transición que está en marcha involucra mucho más que dos
políticos tan diferentes como Obama y Trump, la alternancia ya rutinaria en el
poder de demócratas y republicanos, o la eventual caída del imperio cultural y
académico progresista que ha sido socavado por la “política de la identidad”
que sus propios militantes fomentaron. Aunque ideas de origen occidental han
conquistado el mundo entero, con la excepción tal vez pasajera de ciertos
enclaves musulmanes, el Occidente mismo –es decir, Europa y los países que
creó, entre ellos la Argentina, cuando su hegemonía era indiscutible–, se ha
debilitado tanto anímicamente que ya no parece capaz de mantener un mínimo de
orden internacional. No es aventurado suponer que el alzamiento, hasta ahora
pacífico, de muchos millones de norteamericanos y europeos contra un
“establishment” a su modo comprometido con un statu quo insostenible, se debe a
la sensación de que el modelo occidental, a primera vista tan exitoso, ha
fracasado, pero parecería que nadie tiene la menor idea de lo que podría
hacerse para curarlo de sus muchos males.
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