Por Pablo Mendelevich |
A James Carville, quien era en 1992 asesor electoral del
candidato demócrata Bill Clinton, se le atribuye la idea de que es la economía
y no otra cosa lo que en definitiva regula el voto de la gente. Pero así como
Sherlock Holmes nunca dijo "elemental, mi querido Watson" (que no
aparece en las novelas de Conan Doyle ni en ninguno de sus cuentos sobre Holmes
y Watson) y Evita nunca prometió que volvería y sería millones (bueno, tampoco
Humphrey Bogart reclamó en Casablanca "tócala de nuevo, Sam"), el
estratega Carville apenas si balbuceó "es la economía, estúpido",
expresión que se le atribuye como la ley de la gravedad a Newton y que lo
convirtió en un Chance Gardiner ilustrado.
Al punto de que muy lejos de
Washington, en este rincón del Hemisferio Sur, un par de veces el candidato
Daniel Scioli contrató sus servicios para que lo ayudase a orientarse (no los
servicios de Newton, los de Carville).
Carville apenas había escrito en un cartel colgado en las
oficinas de campaña de Clinton tres cosas que no se debían olvidar. La segunda
era "la economía, estúpido", enunciada así, sin verbo. Pero en la
comunicación política no importa lo que uno dice sino lo que el otro entiende.
Y parece que gustó que se tratase de estúpido al que no se da por enterado de
que a cualquier John Smith (cualquier Carlitos) de las afueras de Portland,
Maine, digamos, la sensación de consumir como lo hacía antes, pagar menos
impuestos y vivir sin recesión le interesaba bastante más que la Guerra del
Golfo.
Como sea, Carville florece aquí en años electorales.
Transpolado en forma literal, cualquiera que lo estime un poco a Macri está
tentado de recomendarle que se concentre en mejorar la economía para luego
hacer campaña con ella y no, por ejemplo, agitando la nueva ley de Acceso a la
Información, la flamante policía porteña o la supresión de feriados. Pero será
difícil conseguir un contrato de asesoramiento con la oficina de campaña de
Cambiemos para desembarcar esta idea: ya la tienen. Más aún, no sólo los
oficialistas la tienen, también los opositores, sobre todo los más iracundos
(es decir, los irakundos). Todos, o casi todos, parecen creer hoy que si la
economía arranca de manera ostensible (en términos que registre la piel de
nuestro propio John Smith, digamos de José González) Macri gana las elecciones
y si ocurre lo contrario, las pierde.
Merodea un maleficio: el último presidente no peronista que
perdió las llamadas elecciones "de medio término" fue Fernando de la
Rua, a quien luego le tocó decir con Julio César "allea jacta est",
la suerte está echada (aunque parece que tampoco fue Julio César, como se
repite, quien dijo eso en latín, sino Plutarco en griego). Desmenucemos: lo de
"elecciones de medio término", expresión glamorosa que finge hábitos
seculares, en rigor tiene el mismo origen importado que Halloween, las
hamburguesas de un cuarto de libra y el avivador de estúpidos James Carville.
En estas tierras lo de celebrar una elección legislativa justo en el medio del
período presidencial es tecnología de última generación: apenas llevamos cinco.
Que no las perdió sólo el presidente no peronista de 2001 sino también los
presidentes peronistas de 1997 (Menem), 2009 (Kirchner) y 2013 (Cristina
Kirchner). Hasta hoy sólo las ganó el oficialismo en 2005, cuando Kirchner era
el Usain Bolt de la política: cortó amarras de golpe con el socio que le
controlaba el congreso, puso a competir a las respectivas mujeres cuerpo a
cuerpo, la suya le sacó más de veinte puntos a la madre de las manzaneras y él
duplicó su propio caudal electoral de dos años antes (es cierto, aquella había
sido la marca más baja de la historia).
La estadística, pues, en esto no sólo es corta sino también
inútil. No prueba que ser derrotado en la elección legislativa de la mitad de
un mandato presidencial de cuatro años signifique perder el poder de inmediato,
perderlo en las siguientes presidenciales o renovarlo luego, porque hay
antecedentes para todos los gustos. Lo que sí demuestra la serie es que cambiar
el equilibrio de fuerzas del congreso cuesta más que adelgazar después de las
fiestas, pero no por una cuestión de voluntad sino de aritmética, dado que el
humor social se amortigua al renovarse sólo un tercio del Senado y media Cámara
de Diputados en elecciones atomizadas como son, por esencia, las legislativas.
Claro, aunque ya se sabe que en octubre Cambiemos no va a
conseguir controlar ninguna de las dos cámaras, no es lo mismo si el gobierno
gana que si pierde. ¿Y eso depende de la economía, estúpido? La economía no es
una habitación hermética. Los diarios, para poder confeccionarse y ser leídos,
distribuyen y clasifican todo en secciones, pero la realidad se presenta menos
compartimentada, más amalgamada, a menudo con fronteras borrosas. La marcha de
la economía, por caso, requiere de leyes que necesitan acuerdos, que precisan
participación peronista. Y el peronismo, cuyas vertientes en 2016 se
confirmaron dinámicas, para decirlo con elegancia, es mayoría en ambas cámaras.
En el momento de decidir el voto de cada uno la economía
será determinante, pero antes de eso, o casi a la vez, se necesitará saber si
la suerte judicial está echada o no para Cristina Kirchner y si el grueso del
peronismo termina de soltarle la mano, dónde se para Sergio Massa respecto
-otra vez- del peronismo y dónde se sienta Lilita Carrió en Cambiemos. Desde ya
que domar la inflación, sobrellevar con baja conflictividad las paritarias y
bajar el défict fiscal sin costos sociales altisonantes harán a la relación con
el sindicalismo y las organizaciones sociales, una vez más, peronistas.
No sólo la economía define el partido, que no es un amistoso
pero tampoco una final. La política, si de ella depende la gobernabilidad,
podría disputar el podio, porque en la Argentina las reglas suelen formar parte
del juego, una distorsión causada por la ausencia de instituciones fuertes.
Quizás si tuviera que colgarlo acá, Carville dejaría segundo, en su cartel, lo
de la economía. Primero habría que sumar algo sobre el camino a las elecciones
en esta democracia sin partidos sólidos, en la que el peronismo multifrontal
reclama siempre el centro de la escena y tiene con qué.
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