Por Natalio Botana |
Difícil explicar el laberinto político en que caminamos.
Pasado un año del gobierno presidido por Mauricio Macri, lo que cambia (y
bastante ha cambiado) parece condenado a enfrentar la pesada carga de las
herencias recibidas. Estas tensiones son dramáticas si advertimos la fricción
existente entre los ideales universales de la tradición democrática y
republicana y los legados institucionales y culturales que también conforman el
vínculo social.
El choque entre lo que pretende ser novedoso y la trama
social que recibe esos impulsos transformadores es el núcleo de nuestra
actualidad histórica. Una actualidad en todo caso minada. Por un lado, el
Gobierno invoca el diálogo y el consenso, de lo cual este año ha dado muestras
fehacientes la convergencia de oficialistas y opositores para votar leyes en el
Congreso; por otro, emergen de la penuria movilizaciones urbanas que nos
recuerdan la presencia de ese componente ineludible de la democracia que se
cifra en el conflicto y en la necesidad de encauzarlo por carriles legales.
La democracia republicana no es pues, en estos finales de
2016, una realidad instalada sobre cimientos sólidos, sino un proyecto
inconcluso que se estremece al influjo de tres factores: una deficiente
estructura institucional legada por la corrupción y la incompetencia del pasado
reciente; una economía que no despega en parte por las mismas razones; una
política fragmentada que, a tono con lo que pasa en el mundo de las
democracias, asiste al crepúsculo de la mediación tradicional de los partidos
políticos.
Los dos primeros factores revisten carácter histórico: son
rígidos condicionantes que vienen de lejos y que ninguna virtud política ha
podido hasta el momento superar. ¿Qué duda podemos tener acerca de las
malformaciones del esquema institucional vigente, que impone ritmos electorales
vertiginosos a una política de por sí polarizante? CFK acaba de ser procesada
por corrupción, pero ¿qué duda cabe acerca del engorroso esfuerzo que requiere
romper la cortina de impunidad que rodea la administración de justicia ligada a
dichos casos de corrupción?
La lista de preguntas es abundante y puede continuar. ¿Qué
dudas se desprenden de la crisis fiscal que arrastra la Argentina desde hace
décadas y que la ley sancionada hace pocos días del impuesto a las ganancias ha
logrado apenas amortiguar? ¿Qué dudas dolientes inspira el estado de
inseguridad que recorre el país y que está corrompiendo a las propias fuerzas
del orden? ¿Qué dudas suscita el régimen de reeleccionismo atenuado que hoy nos
rige y alienta al gobernante saliente a volver al ruedo para recuperar la
presidencia luego de un intervalo de cuatro años? ¿Qué dudas se derivan, en
fin, del formidable potencial movilizador y corporativo que proviene del fondo
del siglo XX y hoy adquiere, más allá del sindicalismo tradicional, nuevas
formas de participación bajo la égida de los movimientos sociales?
Estos interrogantes, cuyas respuestas en la praxis cotidiana
aún permanecen en suspenso, marcan el campo de juego del "equipo" en
funciones, según la jerga deportiva difundida por el Gobierno. Concebido
durante la exitosa experiencia porteña de Macri y transmitido ahora por medio
de una propaganda oficial que se ha acrecentado, el susodicho equipo resultaría
ser producto de las innovaciones tecnológicas que hoy penetran y confunden el
universo clásico de la política representativa, y a su vez transforman
súbitamente la opinión pública tal como la conocimos hasta el presente.
Sobre el telón de fondo de la gran crisis económico-social
de principios de este siglo, esta nueva política establece redes de
comunicación directa con el aglomerado de la gente (como ahora se designa el
concepto de pueblo soberano) mediante encuestas y estudios en profundidad que
exploran las demandas sociales y miden de paso cómo en ellas rebota la agenda
del gobierno. Si antes los que soñaban con tomar el cielo por asalto
proclamaban la revolución permanente, en estos días los nuevos gestores de la
política, atrapados por la coyuntura, llevan a cabo la comunicación permanente.
Esta manera de entender la representación pretende excluir a
los antiguos mediadores radicados, con base territorial, en los partidos
políticos. De esta suerte, la democracia de partidos que conocimos hasta hace
pocos años (y que, pese al crepúsculo, sobrevive en no pocos países) es
reemplazada por una democracia de candidaturas que, si gana elecciones, se
transmuta en una democracia con eje en el poder de presidentes y gobernadores.
Estos gobernantes atentos a una idea ejecutivista de la
política, por tanto anclados con hondas raíces en nuestro pasado, son los que
mandan o negocian, los que ordenan o influyen en el Congreso, los que
confrontan o satisfacen a los grupos sociales. Al obrar así, amojonan el camino
de lo que Hugo Quiroga ha llamado, en un libro reciente, el "decisionismo
democrático". Según las circunstancias posteriores a la gran crisis de
2001-2002, esta nueva política tiene un perfil hegemónico con inclinaciones
corruptas y autoritarias, que manda, ordena y confronta, como en los años
kirchneristas, o bien adopta una fisonomía, más cercana a los usos
republicanos, que negocia, influye y procura satisfacer reclamos.
Por necesidad y estilo, ésta es la fisonomía del gobierno de
Macri en el curso de este año. Ya que han puesto de moda estas metáforas, se
trata de un equipo en un terreno en mal estado, con árbitros que aplican reglas
de juego previas y deficientes, y que depende de más en más de la figura de un
director técnico con tres ayudantes; todo ello concentrado en la figura de un presidente
activo que busca consolidar el tridente de esa jefatura de gabinete impostada
sobre un frondoso organigrama de ministerios.
En este sentido, las últimas decisiones que han prescindido
del ministro de Hacienda y Finanzas y aumentado a siete ministros el medio
campo a cargo de la economía son otra muestra de la vigencia que conserva
nuestra fuerte impronta presidencialista. Se refuerza de este modo la autoridad
del Presidente para ejecutar su política en una deteriorada estructura
institucional. Un reto de proporciones al arte de la coordinación.
Al respecto, un ejemplo contundente es el que proporciona la
caducidad del Estado en la ciudad de Buenos Aires en materia de seguridad. La
combinación en este mes de diciembre del caos en un espacio público controlado
por piquetes, con el daño constante que generan robos, homicidios y la acción
violenta de barrabravas que aprovechan la justa indignación de los vecindarios,
no puede continuar. En estos trances es cuando se pone en juego el valor último
de la seguridad cívica y se pone a prueba el temple de los gobiernos. Si esa
templanza disminuye y la reemplaza una concepción fofa de la cosa pública, la
responsabilidad recaerá irremediablemente sobre los responsables del Poder
Ejecutivo en el distrito que corresponda.
Tan prioritaria como la reforma de la Justicia es la reforma
del sistema de seguridad (las aguardamos con impaciencia, en particular, a
partir del próximo lunes, la puesta en funciones de la nueva policía en la
CABA). Sin esos dos pilares del gobierno republicano, no existe efectivamente,
en palabras de Hannah Arendt, "el derecho a tener derechos". Por
estos motivos, los derechos que entre nosotros se proclaman en voz alta suelen
ser, en los hechos, pura virtualidad.
Tales los grandes desafíos que se proyectan hacia el año
próximo.
© La Nación
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